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Tomás Calvillo Unna

19/08/2020 - 12:05 am

La inmensidad: recuperar el azoro

El gran temor que se advierte es la contundencia de nuestra fragilidad ante esa inmensidad de la que somos de una u otra manera una de sus múltiples expresiones.

Panspermia. Pintura de Tomás Calvillo Unna.

La muerte como vaciamiento de los símbolos puede convertirse en un drama mayor; jugar con ese fuego es abrir la puerta al mundo de las sombras. 

Cuando la noticia sobre el telescopio Hubble aparece, nos retorna la dimensión del universo que nos contiene y de la que somos una mínima porción, tan minúscula físicamente que no aparecemos sumergidos en los ecos de luz, en ese tiempo hecho añicos, en la danza de las nebulosas y sus excelsas formaciones.

No obstante, el conocimiento que implica ese suceso (el ahora infatigable) nos da una vasta visión que de una u otra manera nos pertenece; es la mente desplegada que participa de esa inmensidad, la cultura del conocimiento científico tecnológico, escudriñando en el océano majestuoso de las galaxias.

Aquí tenemos un desafío histórico que involucra procesos civilizatorios complejos, donde la objetividad de la experiencia humana se advierte como un continuo devenir que pareciera imparable y sin límites.

La percepción de la realidad y su construcción cultural definen y delinean las sociologías de cada contexto histórico. Nos movemos en rutas determinadas por herencias, verdades a medias que cada periodo somete a nuevos hallazgos, y en esos carriles de descubrimientos variamos nuestras creencias y buscamos avanzar en el territorio de las certezas del origen; que suele alejarse cuando vislumbramos que estamos próximos.

Sin embargo, perduran antiquísimas intuiciones, muchas de ellas enseñadas en credos espirituales y en tradiciones orales que con escasas adaptaciones mantienen viva la experiencia, más allá de cualquier circunstancia.

Lo valioso de ellas es que no requieren ninguna infraestructura poderosa, ni riqueza alguna para experimentarse; la destreza de su sabiduría atestigua como la imagen que trasmite el telescopio de los recónditos cielos (que hace siglos dejaron de ser trece) se convierte en un tejido infinito que se despliega; y puede ser apreciado y sondeado con los ojos cerrados del conocimiento nato; imagen que detona sus múltiples sentidos en los que solemos nombrar: dentro y fuera.

Las dimensiones que hoy podemos confirmar subrayan la dilatación de un misterio que nos acoge y nos rodea, a pesar de nuestra cotidiana ignorancia de ello y nuestra pretensión de esta ego-época que nos tocó y de la cual estamos impregnados hasta la médula.

El gran temor que se advierte es la contundencia de nuestra fragilidad ante esa inmensidad de la que somos de una u otra manera una de sus múltiples expresiones.

Nuestra individualidad tan apreciada es una extensión de esa primigenia fuerza de vida contenida en lo que llamamos biología humana.

Lo relevante es lograr traducir los diversos códigos que se aproximan a explicar nuestra experiencia sin pretender tener la verdad única. La diversidad de ángulos, de dimensiones del conocimiento no excluyen la posibilidad de que cada quien encuentre sus raíces que trascienden su propio nombre, cédula identitaria, ideología asumida y etcétera, etcétera…

En la imagen del telescopio que capta un momento del universo también está nuestro inhalar y exhalar, no están separados y no son ajenos.

La explicación científica es un transcurrir de la razón en su danza permanente con el espíritu cuya libertad infinita siempre nos llevará al azoro, tan necesario para saber reconocer nuestro lugar.

 

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