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Jorge Alberto Gudiño Hernández

19/07/2014 - 12:01 am

Las peores imágenes posibles

Mi primera reacción ante las decenas de imágenes que se publicaron en Facebook fue una mezcla de indignación, de rabia, de tristeza. En ellas se veía a niños mutilados, muertos. Al lado de la mayoría de ellos estaban sus padres, destrozados por el dolor, un dolor tan profundo que era imposible no ser empático y […]

Mi primera reacción ante las decenas de imágenes que se publicaron en Facebook fue una mezcla de indignación, de rabia, de tristeza. En ellas se veía a niños mutilados, muertos. Al lado de la mayoría de ellos estaban sus padres, destrozados por el dolor, un dolor tan profundo que era imposible no ser empático y estremecerse en consecuencia.

Es claro que me refiero a las imágenes en torno a la nueva oleada de violencia del conflicto entre Israel y Palestina. Confieso que no sé mayor cosa de las razones que impulsan a ambos bandos. No sé más de lo que cualquiera de nosotros sabe. Peor aún: ni siquiera me tomé el trabajo de traducir los textos en hebreo y en árabe que acompañaban a muchas de estas imágenes. Si acaso, leí algunos otros en donde la indignación se mezclaba con la burla, sí, la burla, y por eso decidí no leer más.

No es algo común en mi proceder. Me gusta enterarme de las posturas encontradas, leer los argumentos que alimentan el debate, conocer lo que las partes dicen; es una de las formas más efectivas que conozco para hacerme una opinión que no suene a certeza, que pondere y evite maniqueísmos.

Pero no lo hice. Y eso fue porque, tras mi primera reacción vino mi primer pensamiento: no hay nada que justifique la existencia de estas imágenes. No me refiero, claro está, al debate en torno a si es legítimo o no hacerlas públicas, difundirlas para que todos deban confrontarlas (como si ignorándolas desaparecieran). Me refiero a que no hay manera de construir una historia que permita entender a los personajes que pueden seguir lanzando misiles tras haber visto una imagen de éstas.

Cuando uno se dedica a la ficción, ya sea leyéndola o escribiendo, una de los asuntos que más preocupan es la verosimilitud. Y no sólo en términos de trama. También de los personajes. Al construir a un protagonista, por ejemplo, se pasan muchas horas diseñando sus reacciones, creando una historia pasada que las valide, haciéndolo habitar un escenario donde se pueda desarrollar. Y muchas de esas cosas no se escriben. Sin embargo, se saben. De otra manera es muy sencillo que el personaje en cuestión se nos vaya de las manos.

Como espectadores, hemos sido testigos de un montón de psicópatas y sociópatas habitando las series de televisión. Conforme se resuelve el misterio, se suele contar la historia de sus infancias, la forma en que se abusó de ellos o cómo terminaron traumados tras presenciar cosas terribles. Este pasado es una forma de justificar el que se hayan convertido en asesinos seriales, por ejemplo. Y es una justificación que a los guionistas les resulta necesaria toda vez que es muy complicado plantear a un personaje que encarne al mal por sí mismo.

Cuando vi las imágenes de esos niños mutilados, muertos con rostro en una guerra absurda, intenté buscar la historia que justifica a quien jala el gatillo. Incluso pensé en trasladarlo a los terrenos de la ficción, donde bastaría un psicópata para explicarlo todo. No pude, era demasiado irresponsable trivializarlo de ese modo.

Quise, entonces, justificar las imágenes con la guerra, sumarme a un bando, poner el rostro de algún gobernante tras la mira que apuntó a los pequeños. Tampoco pude.

En verdad, no sé quién tiene la culpa. No soy tan simplista como para sumarme a quienes dicen que es de todos, sólo del gobierno o de los extremistas. Hasta donde sé, también son personas. Y me cuesta mucho trabajo entender cómo una persona puede participar en la existencia de imágenes como éstas. De ahí que crea que no hay forma de justificar tanta violencia.

Si fuera una serie de televisión o una novela sería inverosímil. A menos que, hacia el final de la misma, descubriéramos que, tras la maquinaria de la guerra, se esconde un personaje siniestro, responsable de todo el dolor producido, con delirios de grandeza o complejos de dios. En otras palabras, un psicópata, un sociópata, igual a los muchos que son perseguidos por los policías de las series. De otra forma, no tendría sentido.

Me equivoco. Sí existe una forma de justificar esta violencia extrema. Sí hay una historia que puede darle pie. En realidad, muchas historias. Cientos de ellas. Miles a lo largo de los años. Son todas esas historias que están haciendo vivir a cada padre desesperado, a cada madre incrédula con su pequeño destrozado en sus brazos. A fuerza de ser violentos, de creerse con la razón, quienes atacan ahora (así como quienes atacaron antes) esparcen el pretexto ideal, la historia necesaria, para que estas imágenes se multipliquen y haya quien diga que están justificadas.

A mí la literatura me sirve para intentar entender el comportamiento humano, sus motivaciones y sus reacciones. Sin embargo, frente a esta realidad que nos regalan las redes sociales, apenas puede haber atisbos de comprensión. Si acaso, queda el profundo deseo de que la ficción se imponga y se haga pagar a todos los criminales, a todos los responsables, que el orden universal prevalezca y termine de golpe tanto dolor. Pero la literatura no es suficiente cuando se trata de una violencia tan desgarradora, de un dolor tan pleno.

Estamos, mucho me temo, inmersos en un mundo de imágenes que se comparten por doquier. Las más de ellas son triviales. Sin embargo, cuando toca el turno a las peores imágenes posibles, sólo nos queda encomendarnos a la más profunda de nuestras esperanzas, sabedores de que, por cada una de ellas, hay alguien sintiendo que el único escape para su dolor es la locura, la locura que las multiplica.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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