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Antonio María Calera-Grobet

19/06/2016 - 12:00 am

Tres Tapas 3. Pequeños entremeses para masticar el domingo

Puedo decir, más honrado que jactancioso, que he pasado la mitad de mi vida caminando las calles del Centro Histórico.

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  1. UN VIEJO CONOCIDO

Puedo decir, más honrado que jactancioso, que he pasado la mitad de mi vida caminando las calles del Centro Histórico. A lo largo de más de dos décadas, la caminata libre y demorada con maestros y amigos ha sido, un tanto sin querer, el método para descubrir sus profundidades, sus ritmos, los diferentes rostros que conforman su compleja personalidad. Me refiero a ese Centro Histórico irreductible a los visitantes epidérmicos, las reseñas a volapié, refractario a los ábrete sésamo presumido por los jefes expedicionarios de tours instantáneos a la velocidad de la luz: el centro del Centro. ¿Será que en verdad nadie lo conocerá, que se trata de una entelequia cubista, un aleph que configura sus señas de identidad de manera distinta cada vez? Puede ser.

En fin, que como suele suceder desde la antigüedad con los rondines de los más humanistas viajeros (que no turistas), las marchas flaneurs más intimistas, las derivas más experimentales de los nuevos expedicionarios, muchas de aquellas viejas y nuevas caminatas terminaron o descansaron en los sitios para el más señorial solaz, los más bellos establecimientos para el restauro no sólo de las fuerzas del cuerpo sino también las luces de la razón y el espíritu. Así, levantar grupalmente el  relato de cada caminata en los templos de El Casino Español, la Hostería de Santo Domingo, El Cardenal, el Mesón del Cid, La Ópera, fue parte fundamental del ritual imaginativo de este y otros caminantes. O en el Danubio, por ejemplo, que hace las veces de mi cuartel general. Y no por razones accesorias. No por olisquear desde sus puertas abatibles mi origen vasco, mucho menos por las personalidades más o menos importantes que han escrito en los mantelillos que decoran sus muros (“Yo a lo tuyo”, escribiría García Márquez en el suyo): no.  El Danubio por lo importante. Por esa libertad y sencillez que hace que en sus gabinetes se abra la sensación de un comedero vitalista (como sus sopas siempre en ebullición), lejos de la rigidez de un recinto disecado, una museografía del pasado. Porque El Danubio no es un hospital o un geriátrico culinario: es un lugar auténtico, señorial, que lleva su vida con toda naturalidad. Y eso reclama distinción. Pocos llevan, con tanta naturalidad, su garbo. Y es que en sus muros de Uruguay desde 1936, casi la misma carta. 100 platillos de comida española que desde siempre hicimos nuestra. Pescados, mariscos, lechón, cabrito, sesos. Especialidades para todos los deseos. Así es: El Danubio  como despacho para lo verdaderamente caro: la guarida para dar rienda a nuestras afinidades electivas. Uno de esos pocos espacios imantados donde engullimos eso que los eruditos repiten como sincretismo, patrimonio vivo. Danubio: epicentro del Centro Histórico, centro del centro para hallarse con nuestra cultura, con uno mismo.

  1. EL COCINERO COMO SUPERHÉROE

La proliferación de programas sobre comida (algo que pudiéramos designar fácilmente como una nueva forma de televisión: la TV food), ha acercado hasta la cocina de decenas de miles de televidentes las virtudes o defectos de los creadores gastronómicos. Y la verdad es que, aunque ciertamente tal fenómeno haya creado cierto músculo para la industria a nivel mundial, la dificultad para los cocineros de verter su especialidad con reglas televisivas precisas en tiempo y espacio, quizá haya destronado ya cualquier cantidad de reputaciones.

¿Y aquí es que cabría realizarnos una pregunta? El cocinero profesional, pleno conocedor de su oficio y siempre en la práctica constante del mismo, ¿debería por obligación un animador, un conductor, un maestro de ceremonias (desenvuelto y simpático), de la creación de sus alimentos? Habrá que arrojar una respuesta por partes. Por un lado, resulta no sólo adecuado sino  profesionalmente convenido, advertir en el ejercicio de un licenciado en gastronomía (entregado a la investigación científica del saber), o de un cocinero (dedicado más a la ejecución del oficio), una disciplina que reclama más un saber hacer que un saber decir.

Aún así, pareciera una regla escrita que el aventarse a llevar un programa de televisión, se exige del investigador o cocinero televisivo una nueva capacidad: saber entretener al mismo tiempo que se habla de cocina y se cocina: saber hacer televisión. Hacer pensar pero divertir, es decir, informar, pero también hacer reír: hacer sentir. Ahora bien, ¿tal virtud es una regla de los comunicadores de la TV food? Habrá que decir que no y que los ejemplos saltan a la vista con facilidad, es algo evidente. Hay quienes llevan su programa con pies más ligeros y hay quienes se lo llevan sudando la gota gorda, son más pesados. Cosa de virtudes y limitaciones.

¿Cómo llevar, pues, a un buen puerto a los cocineros por la barra televisiva privada o abierta? Mediante un equilibrio: habrá que exigir que el cocinero cumpla lo mismo con el qué que con el cómo del saber: con el saber y la forma de entregarlo a los televidentes. Porque en todo caso dicho saber no se vierte en aulas de escuelas privadas sino en casa (estrictamente hablando no se trata ni de maestros ni educandos formales y se exige de una audiencia sostenida), pero cierto también es decir que se trata de programas para cierto tipo de espectadores que reclama de sus expertos cierto saber especializado. Ni tanto que queme al rating y ni tanto que no lo encienda.

  1. POR UNA HAMBURGUESA DIGNA

En el mundo de lo que se arma entre panes (bocatas, emparedados, sandwiches, tortas, baguettes y demás), habrá que decir que el imperio de la hamburguesa es inmenso y cruza continentes y culturas. Así, una “burger” representa lo mismo en casi cualquier punto del planeta: un trozo circular de carne molida de res, que se fríe en una plancha o se asa sobre una parrilla, y que se acompaña casi siempre con vegetales frescos, encurtidos y aderezos.

Ahora bien, ¿acaso pudo suceder que en esa expansión territorial la hamburguesa perdiera su magia? Para algunos de sus amantes así fue: perdió su personalidad entre dos extremos. Porque si bien es cierto que fue jalada primero hacia lo cutre (se prostituyó en margarinas tóxicas, carnes misteriosas, en fin, la pobreza extrema de sus elementos y acabados), también es verdad que fue olbigada a una prosapia que casi nos obliga a cortarla con cubiertos sobre manteles largos. Eso pasó: la hamburguesa sufrió trance esquizofrénico y requiere de un ajuste de tornillos, recuperar su propia voz.

La pregunta ahora es: ¿Qué es una hamburguesa? ¿Hasta dónde llega? ¿Cómo debe ser la hambuerguesa del futuro? Quizá lo mejor es que sus adoradores ayuden a estabilizarla. Por un lado, hay que reconocer que al caso mexicano (ese que se hace a flor de asfalto y nube de humo en una esquina común y corriente), le va bien la humildad del peso walter y no el completo. Porque a nuestra hamburguesa promedio le gusta viajar ligera por el mundo: un poco de mayonesa, mostaza y catsup (en donde ese rojo y su espesura dulce es real protagonista y elemento definidor), luego una cama frugal de tiras de lechuga, rodajas de tomate y cebolla, para ser rematada por el jardín más bello de edificio: jalapeños pero también, si se hace en casa, la magia ácida de unos magníficos pepinillos. En el otro extremo, sabemos que la hamburguesa contemporánea es un tanto más grande y barroca, y que se haya en un periodo de reinvención ciertamente apetitoso. Por eso el especialista hamburguesero reconoce la existencia de hambuerguesas de pollo, pescado o vegetales (para beneplácito de un mayor número de comensales), y que abre cada vez más a enchular su bollo con diferentes “poderes cárnicos” más allá del tocino como el serrano, el tuétano, huevo frito, foie gras (¿de verdad hasta kobe o wagyu? ¿quién degustará tal sabor sepultado entre la harina blanca y los ácidos?), algunos nuevos “abrazos lácteos” (masdam, gruyère, monterey jack, cheddar, azul), sin olvidar esos viejos “universos ecológicos” que van y regresan: cebolla enchipotlada, champiñones, aguacate, chiles toreados, piña y demás.

Habrá pues que encontrar y promover nuestra hamburguesa ideal entre estos dos polos: el  cobertizo de lo clásico o la libertad de lo moderno, pero eso sí, sin perder el estilo. Y es que, en contraste con el comensal más refinado o el fritangero, el espíritu del libre hamburguesero se distingue por querer estar cool. Salir en jeans a caminar por la noche eléctrica, y luego regresar a casa para ver una película de Hollywood y acicalar la ansiedad. Ahí, contento ya por llevar el botín adentro o lo suficientemente prendido para dejarse llevar por una malteada o un refresco frío, propinarle un bocado a ese suave manjar, multicolor y chorreante, lo mismo sutil que categórico, y por ello su preferido.

Antonio María Calera-Grobet
(México, 1973). Escritor, editor y promotor cultural. Colaborador de diversos diarios y revistas de circulación nacional. Editor de Mantarraya Ediciones. Autor de Gula. De sesos y Lengua (2011). Propietario de “Hostería La Bota”.

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