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Gerardo Grande

19/03/2016 - 12:00 am

El desierto de los aeropuertos

Llevo más de doce horas varado en un aeropuerto y he visto dos situaciones muy lindas. Un grupo de chicos que se conoció aquí (también varados, como yo, pero con ocho días más de experiencia) ahora parecen los mejores amigos.

El desierto de los aeropuertos. Foto: Cuartoscuro
El desierto de los aeropuertos. Foto: Cuartoscuro

Llevo más de doce horas varado en un aeropuerto y he visto dos situaciones muy lindas. Un grupo de chicos que se conoció aquí (también varados, como yo, pero con ocho días más de experiencia) ahora parecen los mejores amigos. Una chica rubia, de ojos claros y con una fiesta por dentro, como por arte de magia saca un panque de una valija, pone una vela con el número ocho y sin importar que dentro de un aeropuerto no se puede encender fuego (la mínima regla que se rompa pone a los policías del lugar al acecho y muerden) da luz a la vela y el resto de los chicos comienza a cantar el “que los cumplas feliz”.

Llevan el panque hacia uno de los muchachos que hoy cumple años, hoy, luego de ocho días de dormir en un aeropuerto frío de techos altísimos, lleno de personas que pasan corriendo sin nombres ni rostros fijos. La vela con el número ocho obviamente no es por los años que cumple sino por los días que lleva haciendo el aguante. A mí y a otras personas que llevamos aquí menos horas, nos convidan panque, mientras la chica ceba el mate; el mate, que es el mejor compañero, un símbolo de camaradería y fraternidad, algo parecido al ritual del fuego, que llama a reunirse en torno a él y así compartir el habla y algo más, mucho más.

Llega la hora de saber cuántos podrán arribar el próximo vuelo y el señor detrás del mostrador, un señor que incluso de lejos se ve enfermo, despeinado, pálido y molesto (me dicen que lleva más de doce horas trabajando) comienza a gritar a todo pulmón los nombres y apellidos de los afortunados que ahora podrán subir al avión.

Como los chicos llevan muchos días acá, es obvio que a ellos los llaman en primer lugar. Recién se acerca el primero al mostrador todos aplaudimos y ovacionamos, porque claro, si él o ella vuelan, es de algún modo un logro de todos. Una señora que es llamada poco tiempo después sale con su pase de abordar como un trofeo y la sonrisa más ancha de este lugar. Otra chica se acerca a ella y la felicita porque ya podrá ver a su familia. Qué dicha debe de sentir que alguien la felicite por eso. Quiero decir que incluso en lugares quizá hostiles, donde la gente parece como desamparada, a la defensiva siempre, también encontramos que la fraternidad se hace presente y crea ese mundo paralelo, posible y habitable.

Algunos podrán pensar que no hay sufrimiento alguno si se va a viajar, que ahí todo debe ser goce y placer, pero a veces las circunstancias o los motivos son los peores. Sin lugar a dudar con estos grupos fraternos que se hacen a fuerza de compartir la misma situación la espera se hace un poco más ligera. A veces es bueno inventarse que no hay fronteras o escribir y pensar que se rompen, como por ejemplo a esta hora. Ciao compañeros, seguramente no nos veremos más y llevamos la dicha de confirmar que a veces, casi siempre, siempre, con algunas horas de entrega, con el pecho por delante, se tejen puentes que en apariencia duran poco, pero que hacen girar al sistema planetario que nos habita, gira, gira y no deja de girar.

Gerardo Grande
Gerardo Grande (Ciudad de México, 1991). Poeta. Publicó La edad atómica (La Bella Varsovia, Córdoba, España, 2014), Fiesta brava (Neutrinos, Entre Ríos, Argentina, 2015), Seguir (Eloísa Cartonera, Buenos Aires, Argentina, 2016). Es co-compilador de Astronave, panorámica de poesía mexicana 1985-1993 (UANL-UNAM, México, 2015).

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