Germán Petersen Cortés
18/11/2014 - 12:04 am
¿Contra qué?
En la actual coyuntura nacional, la crítica es indispensable. No criticar equivale a aceptar, como fatalidad, el México de la barbarie, de la corrupción, de los delitos sin sanción, el México de las fosas, de los calcinados, de las bolsas con jóvenes hechos cenizas. Bienvenida la crítica. Conviene, empero, reflexionar qué se está criticando y […]
En la actual coyuntura nacional, la crítica es indispensable. No criticar equivale a aceptar, como fatalidad, el México de la barbarie, de la corrupción, de los delitos sin sanción, el México de las fosas, de los calcinados, de las bolsas con jóvenes hechos cenizas. Bienvenida la crítica.
Conviene, empero, reflexionar qué se está criticando y cuáles son las implicaciones de ello. Resulta prudente tener especial cuidado con criticar aquellos mecanismos clave para salir de la espiral de violencia. A veces no se dimensionan las implicaciones de lanzarse contra la política, el orden institucional y la disputa por el control del Estado. Resulta oportuno hacer un alto para reflexionar qué implica lanzar dardos contras estas dianas. Se intenta aquí una crítica –en el sentido original de la palabra, del griego kritikós: decidir, separar, juzgar– de la crítica.
Una cosa es criticar a los políticos y hasta orientarse contra una estructura de poder determinada, y otra es atacar a la política como actividad, como interacción, como arena para encargarnos de lo público. En momentos como el actual, se incrementa el desprecio por la política como actividad, usando como leña la mala fama que se ha ganado. La indignación llama a lanzarse contra la que aparenta ser la madre de tantos problemas. Tal desdén por la política podría ser válido si antes se respondiera una sola pregunta: ¿qué caminos mejores que el diálogo, el acuerdo, los argumentos, en suma, que la política hay para gestionar nuestra coexistencia?
La política no es el mecanismo perfecto para coordinarnos, pero sí el menos peor. Después de aventar la política por la borda quedan solo dos caminos: la anarquía o el totalitarismo. La experiencia demuestra que ambas son mucho peores que la más degradada de las políticas. Hay que criticar esta política, la existente, pero no la política, la actividad. Campean ocurrencias antipolíticas y a veces hasta encuentran eco. Llaman a quemar la mesa en la que nos ponemos de acuerdo, bajo el pretexto de que no sirve, sin darse cuenta (o pretendiendo no darse cuenta) que seguir en la mesa es la menos peor de las opciones. Además, pasan por alto que esta misma mesa, con cambios, puede convertirse en el espacio para construir soluciones, y que si se le quema, únicamente queda en pie la ley del más fuerte.
Otro objeto de críticas es el orden institucional. De nuevo: sobran elementos para estar insatisfecho con las instituciones que tenemos: con su diseño, desempeño, resultados. La irresponsabilidad aflora al cuestionar la existencia misma del orden institucional, es decir, dudar de la conveniencia de que existan leyes, Estado, políticas públicas. Contribuir al debilitamiento de las instituciones, con dichos o hechos, es abonar a una convivencia sin reglas. El país precisa de cambios institucionales profundos y sobre todo de instituciones fuertes que regulen mejor. Puesto de otra manera, requiere todo lo contrario de instituciones aún más debilitadas que las que tenemos.
Se ha abierto una discusión sobre la responsabilidad del Estado mexicano en lo sucedido en Iguala. Independientemente de la postura que se tenga al respecto, el mero hecho de discutir esta responsabilidad ha hecho pensar sobre el Estado y sus relaciones con la sociedad. Asumir que el Estado es el problema, no que los problemas surgen de algunos elementos de este Estado, es un error. Concentrar en una sola institución el monopolio de la violencia física legítima, colocarle límites a esta institución y democratizarla ha probado ser el mejor camino al orden social.
De concebir al Estado como problema se pasa fácilmente a echar en saco roto la disputa por su control. Casi no hay escalas entre aquella visión y esta renuncia a convertirse en alguien que, de alguna manera, contribuye a definir las acciones del Estado. “Si el Estado es el culpable de la violencia, mejor hay que olvidarnos de él”, razonan algunos. Todo lo contrario: el Estado es la solución, aunque ciertamente hay que transformar este Estado. Quizá deberíamos estar ideando cómo impactar mejor en la estructura y decisiones del Estado, y así usarlo para concretar nuestra idea de un México en paz.
Crítica sí, pero cuidado con contribuir a tirarnos un balazo en el pie.
@GermanPetersenC
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