Cuanta víctima, cuanto dolor

18/02/2015 - 12:00 am

Feminicidios, Acteal, Salvárcar y Ayotzinapa; vuelvo la vista y me cansa recordar cómo ha ido sucediendo tragedia tras tragedia y angustia tras angustia, con las víctimas y su soledad en el centro de esta interminable secuencia de temor. Aunque nadie puede recuperarse de tales sucesos, los funcionarios que fueron omisos en el cumplimiento de su deber se han repuesto y reposicionado una y otra vez.

Chuayffet apareció en Acteal y en Ayotzinapa pero sigue tranquilo, fiscales que brillaron por su ausencia durante los crímenes de género volvieron a ocupar puestos en la docena blanquiazul y Patricio Martínez es senador. Ellos en algún momento se quejaron de que los derechos humanos eran obstáculos para someter a los delincuentes y decían que los defensores de las garantías fundamentales dejábamos de lado a las víctimas.

Sin embargo ellos, los responsables del poder, nunca establecieron un sistema de protección real para las víctimas; en México se agrede a quien exige la reparación económica por el daño sufrido con los argumentos más irresponsables, difamando las intenciones de los afectados al acusarlos de interesados.

Hoy la guerra por los derechos de las víctimas se ha convertido en la más importante de las batallas por los derechos humanos y no debemos ruborizarnos cuando exijamos al Estado que pague por las barbaridades de sus funcionarios. Ellos cuidan el dinero de su dependencia como si fuera propio y lo administran como tal.

No hay algo más injusto que decirle a una familia víctima de una gran pérdida que la ley y los tribunales no les garantizan más que una disculpa, porque la cultura de los mexicanos se basa en aquella canción de José Alfredo Jiménez donde “la vida no vale nada”.

Es tiempo de acabar con esa tradición y con la irresponsabilidad estatal por las acciones de sus funcionarios; los paradigmas de la victimología obligan a reparar a la víctima en cinco grandes áreas: Restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Estos cinco ejes deben ser satisfechos por el estado o por el responsable del delito.

Pero este “deben ser” es una frase casi sin contenido real en este país, el eterno deber ser muy lejano del ser, por eso nos impresiona la frivolidad con la cual los funcionarios abordan estos ejes en los grandes problemas que vivimos.

Los feminicidios de Juárez estremecieron al mundo. De (por lo menos) 150 casos reconocidos sólo algunas víctimas fueron reparadas parcialmente luego de acudir a la Corte Interamericana de Derechos Humanos; la masacre de Acteal también impactó al orbe pero ¿qué pasó con las víctimas?

¿Dónde está la justicia? ¿Dónde la verdad concreta fuera de toda duda? ¿Dónde están las indemnizaciones a que tienen derecho y qué hay de la rehabilitación física y psicológica?

Todo eso sucede en el mundo del deber ser, pero nada pasa en el mundo de lo que es. Pasó el tiempo y los mexicanos dejamos en el olvido a aquellas víctimas e incluso los autores materiales de la muerte fueron liberados porque las autoridades encargadas de aplicar la justicia no pudieron convertir la verdad histórica en verdad jurídica.

Los dolientes de Salvárcar duraron cinco años en el abandono. Ni siquiera se enteraron que la Comisión Nacional de Derechos Humanos había recomendado al estado que garantizará la reparación de los daños sufridos y siempre recibieron algunas ayudas bajo la divisa burocrática de “en el pedir está el dar” así que o pedían ayuda humildemente o se las arreglaban como podían. Nunca les informaron que era su derecho exigir.

Hoy se ha estremecido el mundo con Tlataya y los sucesos de Iguala. Hay fuerza, hay empuje, la sociedad está indignada como sucedió cuando Acteal y cuando Salvárcar; hay detenidos pero muchos todavía libres. Los padres luchan con la esperanza de encontrar vivos a sus hijos, pero ya vamos por el quinto mes y ni siquiera han escuchado una versión creíble de los sucesos que consuele su dolor y cada vez se contaminan más sus reclamos con temas diversos, como la participación o no en las elecciones.

Así, en el caos discursivo, la infame “verdad histórica” se va alejando de la verdad real y la jurídica. El tiempo pasa y las victimas sufren cada día mientras nosotros discutimos y les decimos qué deben hacer desde nuestra perspectiva ajena a su dolor.

Tal vez me gane la frustración pero no quisiera dentro de algunos años encontrarme con situaciones victimales de Tlataya y Ayotzinapa lamentándose como hoy lo hacemos con Acteal y con Salvárcar. Porque lo único que es incontenible es el paso del tiempo.

Gustavo De la Rosa
Es director del Despacho Obrero y Derechos Humanos desde 1974 y profesor investigador en educacion, de la UACJ en Ciudad Juárez.
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