Una madre prostituta. La leucemia que la carcome. México se desgarra de violencia. Canción de Tumba, tituló el autor. Con el Premio Iberoamericano Elena Poniatowska bajo el brazo, expone los trazos de esta su novela autobiográfica
El día que le entregaron el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska, en una anticlimática ceremonia que debió haber sido en la plaza pública -cerca de los libros y los lectores (pues se trataba de la inauguración “oficial” de la Feria Internacional del Libro del Zócalo), pero se trasladó al Salón de Cabildos del Palacio de Gobierno del DF, para que Marcelo Ebrard estuviera a salvo de los gritos de los manifestantes-, Julián Herbert (Acapulco, 1972) traía un saco café tabaco.
Estaba contento y no le faltaba razón: además del reconocimiento literario que significa el premio, lo acompañaba un cheque de 500 mil pesos. Nada despreciable en estos tiempos, y mucho menos tratándose de un escritor joven (40 años) y con poca obra publicada.
El único momento emotivo de la ceremonia (ya que Herbert no pudo decir ni un “gracias” ante el micrófono), fue cuando Elena Poniatowska habló así del escritor y de la novela Canción de tumba: “La contraportada nos dice que la madre del narrador es una prostituta a punto de morir de leucemia en un México en garras de la violencia y la corrupción. Sin embargo, este es un libro que ríe, nos saca a bailar salsa, nos lleva a Cuba y a Berlín, a Acapulco y a Saltillo, y nos enseña a beber y a echarnos nuestros pericazos, pero sobre todo, nos pone ante un autor de la talla de Sallinger, de Guillermo Cabrera Infante y de Fabrizio Mejía Madrid”.
Vestida de rojo, pequeñita, con su cabello casi blanco peinado de lado, Elena continuó:
“Habría que advertirle a Julián Herbert que su vida es una canción buena onda; no se asemeja a la campaña de un candidato a diputado, y se mantiene milagrosamente libre de cualquier amargura, y sobre todo de cualquier sentimentalismo. Canción de tumba es un alimento terrestre y nutritivo, una bebida espirituosa, y la primera reacción al terminar de leerlo es brindar con él, y exclamar, como durante tantos años lo hizo el abstemio Monsiváis: ¡Por mi madre, bohemios!”
Hay quien dice que las etiquetas no son útiles, y las literarias menos, pero en un afán por situarlo en un ambiente literario específico, de acuerdo con su edad y la geografía de sus pasos y sus letras, no es descabellado decir que Julián Herbert pertenece a una nueva generación de escritores del norte del país, cuyas historias, pero sobre todo, cuyos estilos narrativos, los ha colocado poco a poco en los reflectores volubles del mundo editorial. En esta “nueva ola”, en donde todos comparten la característica de haber nacido en los setenta, destacan: Jorge Boone (Monclova, 1977), César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974), Carlos Velázquez (Torreón, 1978), Daniel Herrera (Torreón, 1978), y por supuesto, Julián Herbert.
Antes de que Canción de tumba ganara el Premio de Novela Inédita Jaén en diciembre de 2011, antes de que se agotara la segunda edición mexicana de Random House Mondadori, antes, por supuesto, del Premio Elena Poniatowska, Herbert ya había publicado cuento, poesía, ensayo y otra novela: Un mundo infiel (Joaquín Mortiz, 2004). Pero tenía que ser éste, el relato de la agonía de su madre, la prostituta Guadalupe Chávez, de leucemia, el que le valiera tanto reconocimiento oficial.
LA INFANCIA NÓMADA Y EL MESTIZAJE
Me encontré con Julián Herbert la mañana del día en el que le iban a entregar el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska. Todavía no traía el saco color tabaco, sino una camisa verde olivo que le he visto en diversas fotografías. Parecía tímido, pero tal vez era sólo el personaje que ha adoptado manera de defensa, de coraza protectora, en estos días en que mucha gente lo busca para entrevistarlo, felicitarlo o pedirle que firme sus libros.
Después de pedirle que pose para las fotos nos vamos a un Starbucks cercano. El bullicio crece poco a poco a las 10 y media de la mañana en el centro histórico de la Ciudad de México.
Sentados frente a frente, con la grabadora (bueno, el iPhone) en medio de los dos, en esta situación un tanto absurda e incómoda, como lo son casi todas las entrevistas, comienzo a preguntarle sobre su infancia.
“Te puedo decir que tuve una infancia muy viajera aunque prácticamente no salí del país. Crucé un par de veces la frontera, sin papeles. Era muy fácil. En los setenta era muy fácil cruzar la frontera sin papeles.
Yo vivía en Miguel Alemán una temporada. En Miguel Alemán, Tamaulipas.
Pero bueno, tuve una infancia muy viajera sobre todo en México. Recorrí muchos lugares del país, sobre todo en tren… ¿Qué más te puedo decir?”
Aquí hace una pausa. Aunque habla rápida y atropelladamente, se le nota nervioso. Parece que le cuesta poner en palabras el recuerdo de esos, sus primeros días en el mundo.
“Alguien me preguntó alguna vez algo sobre tener una infancia infeliz. Y a mí me sorprendió mucho esa lectura, porque yo no tuve una infancia infeliz. Tuve una infancia dura, pero son dos cosas distintas. Digamos que la razón de todo esto está en la novela, que es esta parte autobiográfica: mi mamá se dedicó a la prostitución cuando yo era niño y eso, entre otras muchas cosas, me hizo viajar mucho, conocer medios raros, en los que no están tan familiarizados con la idea de los niños.
Pero no fue una infancia infeliz. No por la misma razón que no hay una absoluta infelicidad en los personajes dickensianos. Es que muchos de los riesgos y de los padecimientos que puedes tener se relacionan con ciertas ventajas. En mi caso, con una libertad de tránsito muy impresionante, que un niño no suele tener, y una habilidad para relacionarte”.
Su relación con el lenguaje, dice Herbert, tiene que ver con esta infancia trashumante.
“Yo crecí con una relación muy natural con el lenguaje. Con todo tipo de lenguajes: desde el lenguaje que venía de leer (empecé a leer muy chavo), hasta el lenguaje de la más profunda obscenidad, hasta ciertas hablas regionales, por ejemplo, por el hecho de estar viajando: yo nací en Acapulco pero crecí en el norte. Entonces hay como un caldo de cultivo ahí muy mestizo. A mí me gusta mucho la imagen; la noción de mestizaje para mí es el centro de las cosas”.
Julián Herbert es moreno, pero se apellida Herbert. El mestizaje pues, no le es ajeno, no le puede resultar lejano.
“Está de muchas maneras: mestizaje cultural, mestizaje en cuanto a herencia biológica también. El mestizaje de lo regional, también.
Y también lo intergenérico, en el sentido de que como escritor me interesa mucho la impureza de los géneros; hacer una novela que muchos me dicen: es que esto no se si es una novela”. Me gusta que me digan eso. Igual que cuando empecé a escribir poemas me decían: esto no es poesía. Me gusta esa noción de estar un poco en la frontera”.
Dice que no puede identificar un momento como “el definitivo”, de cuando empezó a escribir. Que tiene la sensación de que escribe desde siempre. Se recuerda escribiendo para su hermano menor canciones sobre gatos asustados, debajo de la mesa. La música y la literatura han ido de la mano en su vida.
“Empecé a escribir canciones, no sé, a los 12, 13 años. A los 15 años quería tener una banda de rock. Yo soy un músico frustrado. Siempre lo he dicho. Canto en una banda de rock, toco la guitarra, poquito. Pero no soy un buen músico. Soy un músico regular. Menos que regular, quizá”.
La literatura se impuso, entonces, para suerte de sus futuros lectores. Andrés Ramírez, director editorial de Random House Mondadori México, y quien ha acompañado la carrera literaria de Julián Herbert desde 1994, lo describe así:
“Como poeta, me parece uno de los poetas más deslumbrantes de su generación. Creo entre su poesía y su narrativa hay un camino corto. Están estrechamente ligadas. Sin duda, en la poesía aventura mucho más, es más arriesgado. Siempre ligado a lo cotidiano, a lo inmediato. Preocupado por la forma. Es un escritor muy acucioso, muy preparado. Tiene infinidad de lecturas. Es un gran ensayista también. Me parece un escritor muy completo en ese sentido, porque domina muy bien la razón y domina muy bien el mundo imaginario de lo inmaterial en la poesía, y el mundo real en la narrativa. En ese sentido me parece un escritor muy dotado”.
DE EL PRINCIPITO A A CALZÓN AMARRADO
Las primeras lecturas pueden marcar a una persona para el resto de su vida. O no. Algunas escritoras que he entrevistado, nada cursis por cierto, han coincidido en decir que Mujercitas, de Louise M. Alcott fue el primer libro que leyeron, y Jo, la segunda de las hermanas, medio masculina y aspirante a escritora, el personaje con el que más se identificaron.
Julián Herbert dice que él no es nada original en ese aspecto. Lo primero que leyó fue lo mismo que muchos niños: El Principito, del aviador francés Antoine de Saint-Exupéry, y a Emilio Salgari. Pero su madre, lectora voraz, le dio a conocer otro tipo de lecturas.
“Cosas mucho más raras como las cosas que puede leer una mujer más o menos pobre y wanna be, como podía ser mi madre, que eran desde la revista Cosmopolitan hasta los libros de Irma Serrano. A calzón amarrado, los libros de memorias de Irma Serrano. Padrísimos. Yo sigo siendo súper fan de esos libros. Son parte de mi herencia y de mi influencia literaria”.
Además, un novio de su mamá lo inició en la lectura de temas esotéricos.
“Ella tuvo un novio que era un taxista muchos años mayor que ella, que era muy lector, pero claro, era lector de cosas esotéricas y madres de ese tipo. Entonces esas lecturas o esas ideas también forman parte de mi formación, de mi acervo, a pesar de que soy radicalmente ateo al mismo tiempo”.
Pero no fueron Salgari, Saint-Exupéry e Irma Serrano los únicos autores en la juventud de Herbert. “Hay un momento muy importante para mí en la adolescencia, que es la lectura de Oscar Wilde. Para mí, la lectura de Oscar Wilde es completamente transformadora. A pesar de que lo conocí en traducción, a pesar de que muchas cosas no las comprendía, me fue muy revelador la tersura del estilo de Wilde. Y al mismo tiempo me parecía como muy superficial llegar a cosas tan profundas que a mí, como chavo de 15 años, viviendo en una zona ejidal o semi rural, me parecían súper importantes. A pesar de que había una distancia inmensa de discurso y de territorio, y de sentimiento del mundo, porque claro, el mundo de Wilde era la aristocracia inglesa… Pero recuerdo la sensación de leer Salomé. Yo creo que mi gran descubrimiento de la lujuria es la lectura de la Salomé de Oscar Wilde”.
ESCRIBIR DESDE EL DOLOR
En entrevista para Sin Embargo MX, Andrés Ramírez, editor y amigo de Julián Herbert, dice, acerca de Canción de tumba.
“Me parece que es una novela que contiene varias formas narrativas y eso la hace muy rica en términos literarios. Que tiene muchas aproximaciones a la historia, y que la historia misma se va desdoblando en diferentes anécdotas, y lo hace muy apasionante. Creo al final el testimonio, o la historia que está presentada como testimonio, sin duda es el motor central, pero la historia luego deviene en un viaje, un viaje a Berlín y otro a La Habana. Y eso enriquece la novela profundamente, a mi juicio.
Siempre desde un tono muy narrativo, pero también hay mucha reflexión, y en eso a veces se emparenta con el ensayo. Entonces creo que es muy rico en los matices y en los tonos que tiene la novela”.
Pero, ¿cómo escribir de la muerte de tu madre y sobre todo si ella trabajó como prostituta durante la mayor parte de tu infancia?, ¿cómo ser hombre, en una sociedad machista como la nuestra, y admitir que tu madre trabajaba vendiendo sexo?… Son las preguntas que quise hacerle a Julián Herbert desde que leí Canción de tumba, hace ya varios meses.
“El libro tiene varias etapas. Yo me tardé dos años y medio en hacerlo. Y la primera etapa de escritura es completamente visceral, y es completamente una reacción fisiológica. Yo tenía que pasar jornadas muy largas junto a mi mamá en el hospital. Ella enfermó de leucemia, estuvo 40 días hospitalizada la primera vez, y esos 40 días para mí eran estar así, de verdad, lindando con la locura porque estás en un lugar amenazante.
Entonces para mí fue empezar a defenderme de los ratos muertos. Y cada quien se defiende con las herramientas que tiene. Yo, la verdad, la que tenía era el lenguaje.
Esos primeros días avanzaba muy rápido en la redacción. Estaba extraordinariamente sobrio, para empezar, o sea, estaba comiendo frutas y tomando agua, y nada más… Y entonces cuando me di cuenta de que esto era una novela, porque al principio era un texto que yo estaba haciendo, pero en algún momento dije: “Aquí hay una novela; esto se puede convertir en una novela”, y entonces empezó una fase distinta de trabajo, porque era encontrar un lenguaje.
Porque para mí, de lo que está hecha la novela, la ficción de la que está hecha una novela, no es el relato, sino el lenguaje con el que se construye: el punto de vista, la sintaxis, el fraseo; eso creo que es la verdadera ficción. Porque tú puedes hacer una novela casi con cualquier clase de anécdota, pero el tratamiento lo estableces en el lenguaje.
Para mí el libro es, sobre todo, un ejercicio de escritura, porque yo no hago psicoterapia. Yo me dedico a escribir libros y lo que a mí me importaba era que este libro fuera un buen libro. Me importaba que no fuera todo un rollo así de lamento, auto compasivo, sin ninguna clase de compromiso con el lector.
Entonces pensé: tengo que hacer un ejercicio de distanciamiento para entender esto como un libro. El libro tiene un rasgo profundo de sinceridad, porque creo que lo tiene, pero yo no escribo porque me salen las cosas, así como la gente que tiene mucho talento. Medito lo que estoy haciendo, corrijo muchísimo, corrijo mucho más de lo que escribo. Me cuesta trabajo escribir. Trabajo mucho. He estudiado la teoría narrativa porque vengo del lenguaje de la poesía y yo nunca he querido ser un narrador que se echa esas parrafadas poetosas que les encantan a veces a los escritores que también escriben poesía, que a mí me dan una hueva tremenda.
Yo pienso que para hacerte narrador también tienes que aprender la disciplina de la narrativa y te digo, yo creo en la tradición, y en ese sentido soy muy old fashion. Yo creo en la educación de la literatura. Decía Pound que es un pago de peaje por la sinceridad. Es una manera de decir que, si lo que quieres decir no vale la pena ese esfuerzo, entonces tampoco vale la pena.
En ese sentido, la segunda fase de la novela fue compleja porque tenía mucho de este trabajo teórico.
Y luego hay una tercera parte que es la más performática de la novela, es que yo a la mitad del libro dije: güey, ¿y yo que voy a hacer con este libro? Y entonces me cayó el veinte de una manera muy clara: me di cuenta de que el libro no iba a llegar a ninguna parte si mi mamá no se moría. Decidí que no iba a terminar el libro a menos de que se muriera mi mamá, y si no se moría pues ahí lo guardaba en un archivo como un texto fallido”.
Pero Herbert no tuvo que esperar mucho: en 2008 empezó a escribir; en 2009 murió su madre.
“Tuve una fase de luto muy dura después de 2009. El año después de la muerte de mi mamá fue muy intenso emocionalmente. Justo lo que está escrito en esa época es el pasaje en La Habana, es el pasaje más desmadroso de la novela. Trataba de hacer más carnavalesco el asunto, y finalmente a principios de 2011 decidí que ya tenía que deshacerme del libro. Y me encerré. Me fui a La Madrid, Coahuila, un pueblo que está a unas horas de mi casa. Y me encerré como 10 días a terminar”.
La muerte no fue una oportunidad para reconciliarse con su madre, o para perdonarla. Simplemente sintió que no tenía ninguna necesidad de odiarla.
“Yo pienso que las cosas que te pasaron, pasaron para siempre, y que Freud es un ingenuo. O sea, esa idea de que puedes recuperar tu infancia y con eso reconquistarla y convertirte en otro hombre, yo no creo eso. Mi perspectiva es mucho más schopenhauriana. Pienso que uno es el que es y va siendo cada día distinto y las cosas que pasaron, pasaron para siempre. Lo que puedes hacer es siempre ser una persona distinta, esa ya es otra historia, mirando hacia el futuro.
Cuando yo terminé de escribir este libro mi mamá había muerto ya… Nada más te digo esto: amar a los muertos es ingenuo pero es inevitable, pero odiar a los muertos es una estupidez. No tiene ningún sentido. Entonces, la relación que yo tengo con el fantasma de mi mamá o con el recuerdo de mi mamá es completamente amorosa, pero lo es porque me da mucha hueva odiar a los muertos; quererlos no”.
LOS HIJOS NO SON LOS GERENTES
Ahora Julián Herbert es padre del pequeño Leonardo, de tres años de edad. Pero, ¿qué tipo de padre se es después de haber vivido lo que él vivió?
“Todo el tiempo nos quejamos del desastre que fueron nuestros padres. Lo que no vemos es que nuestros hijos se van a quejar del desastre que somos nosotros como padres suyos, porque nuestros padres medio nos abandonaban, andaban en el rol, tenían muchas parejas, le ponían el cuerno a nuestra mamá, en mi caso hubo varias figuras paternas, etc., pero ahora nosotros somos esclavos de nuestros hijos. Nos portamos con nuestros hijos como si fueran el dueño de la fábrica, como si fueran el gerente de la casa. Nuestros hijos nos explotan ahora, somos sus esclavos. También los estamos arruinando, sólo que los estamos arruinando de otra manera.
Yo tengo dos hijos grandes. Y mi experiencia, mi relación con ellos es completamente distinta y desastrosa. Fui uno de los peores padres que he conocido para ellos. Nunca los maltraté; jamás los he maltratado, nunca me desobligué económicamente, pero no fui un papá consistente. Y los lastimé mucho. Y yo tengo que vivir con eso, y tengo que decirlo además, porque ya estuve ahí. Sé lo que pasa cuando lastimas así a tus hijos. Y ahora uno de ellos tiene 18 años y el otro tiene 20 años.
Y la relación que tengo con Leonardo es completamente distinta. Es mucho más cercana. Básicamente me dedico a ser su papá más tiempo que cualquier otra cosa. Es mi profesión en los últimos tres años. Me dedico más a cuidarlo a él que a escribir, yo creo”.
La historia de Julián Herbert con las drogas y el alcohol es muy conocida. Quizá por ello uno de sus libros de relatos, Cocaína: manual de usuario, es una referencia inequívoca en su obra. Cuando fue padre por primera vez, dice, era muy joven. Pero eso no fue lo único que cambió con respecto a su reciente paternidad.
“Fueron muchas cosas. La principal es que conocí a Mónica. Creo que es como la gran diferencia, porque Mónica es el ser humano en el que más confío. Básicamente es la historia de lo que pasa cuando las parejas funcionan, porque te vuelves un poco el otro. Acabas odiándolo en ratos pero te comprometes con lo que el otro es.Y hay otros cambios mucho más elementales, como el hecho de que mi relación con las drogas y el alcohol era espectacular hasta hace todavía 10 años y ahora ya no lo es. Y el hecho de que también tengo 40 años. Entonces te aburres. Físicamente creo que podría seguir la fiesta durante una semana sin problemas, pero te aburres. Diez años después, si no estás muerto, estás aburrido”.
Cerca de tres horas después de esta conversación, Julián recibiría un premio joven pero avalado por un cheque de $500 mil pesos. Le pregunté, por supuesto, si esto no le daba un poco de miedo.
“Me dio más miedo el Jaén (Premio Jaén de novela inédita por Canción de Tumba, 2011), que era una cantidad semejante (24 mil euros). Este me da menos miedo porque ya sé qué voy a hacer con él, que fue lo que hice con el anterior, que es pagar todo el año por adelantado.
Mira, a mí lo que más me saca de onda, te voy a decir la mera verdad, porque antes no había estado diciéndotela (ríe escandalosamente). Toda la media hora anterior dije puras mentiras… No, en serio: en esta última semana me he dado cuenta que lo que me tiene más sacado de onda es la parte egocéntrica del asunto: me doy cuenta ahora que te estoy contestando, por ejemplo, que hay cosas que digo ya en automático, porque como ya las dije cinco veces, ya me las sé de memoria… Y eso sí me da miedo: que el lenguaje con el que me relaciono con los demás esté automatizado, por ejemplo, y la sensación de que sí estoy pasando por una fase ya en la que empiezo a darme cuenta de la soberbia que hay detrás de mi aparente humildad. Decir: No güey, la neta es que soy un pinche soberbio que se la está creyendo, y que tiene que bajarse”.
Cuando ya vas en automático y todas las cosas las resuelves muy fácilmente, incluso la conversación, cuando ya no es incómodo esto (señala el iPhone, que a manera de grabadora, está colocado entre los dos en la mesa), vale madres.
Veo a Julián Herbert retirarse, caminar con paso seguro hacia su hotel. Me pregunto qué queda en él de ese niño pequeño que en algún tiempo tuvo que acompañar a su madre en un recorrido voraz por casi todo el país, vendiendo su cuerpo joven y firme, huyendo de la pobreza.