LAS IDENTIDADES DE “LO MEXICANO”

17/11/2011 - 12:00 am

XII

Más vale un amor sincero que vivir en soledad

 

El joven del Nazas

A las afueras de Durango, sobre la carretera 23 que conduce hasta Santiago Papasquiaro y Guanaceví, me detengo para hacerme de un café y cargar gasolina. Son las siete de la mañana y ya somos varios quienes ahí recalamos antes de emprender el viaje. Dentro del restaurante, situado frente a las bombas de combustible, se escucha hablar extranjero. Seis o siete niños bien alimentados se dirigen a gritos hacia su mommy, exi­gen a la dependienta orange juice y devoran cookies como si, a partir de ese viernes, el universo fuera a extinguirse. Una jovencita que aún no ha alcanzado la mayoría de edad trae un libro de Gabriel García Márquez que no está editado en español. Para un mexicano es extraño entenderse con otro que parece tan su semejante pero solo habla inglés. Los padres se apenan: algo saben que hay en los modales de sus hijos más pequeños que en este lugar desentonan, pero nada más ellos se preocupan. La descendencia viene a la tierra de sus abuelos para hacer turismo y por ello es bien tratada. A estos niños se les recibe como durangueños, que es un término distinto al de duranguense. En ningún otro lugar me había to­cado escuchar una palabra que permitiera distinguir entre los padres y los hijos; durangueña es aquella persona que encuentra en Durango señas de su ascendencia. Duranguense, en cambio, es el avecindado en el estado, quien aquí nació y aquí creció. Será extraño el día en que para el resto del país sea necesario distinguir entre mexicano y mexiqueño.

Tomo asiento en una esquina de ese restaurante para mirar con cuidado el mapa que llevo conmigo. Lo hago más por distraerme, mientras acompaño mi café con un pan dulce, que para cerciorarme de una ruta ya trazada en mi cabeza desde la noche anterior. Apenas he extendido el papel sobre la mesa cuando un muchacho bien abrigado con una ca­saca verde me pregunta si traigo lumbre. Busco en el bolsillo del panta­lón y pongo sobre su mano extendida un encendedor de color amarillo chillón. “¿Para dónde va?”, pregunta a bocajarro antes de agradecer. En respuesta señalo Santiago Papasquiaro con el dedo índice. Enciende un cigarro, da una calada y todavía con el humo saliendo de entre sus labios vuelve a interrogar: “¿Me da un aventón?”.

No es que normalmente desconfíe pero en esta región las historias siniestras son bastantes. Hay algo sin embargo en la facha de ese mucha­cho que me impide rechazarlo. Para que mi intuición gane algo más de tiempo le pregunto si no quiere acompañarme a desayunar. Asiente y él también pide una taza de café con leche. Por la conversación me entero: Juan viene a visitar a su abuela que vive en una ranchería al sur de Canatlán. Sus padres se quedaron en Torreón. Tiene 22 años, está casado y es papá de una niña de 18 meses. Juan tiene los ojos grandes y el rostro lastimado por una piel que se resiste a madurar. Trae el pelo descuidado y como equipaje carga un saco grande de estilo militar.

Abandonamos aquel paradero y subimos juntos al automóvil. Mien­tras se coloca el cinturón de seguridad comenta que es buena cosa que el vehículo no traiga placas de Durango. Opto por no reaccionar frente a su observación. Entonces él remata: “Así no nos molestarán en el camino. A los que andan de paso los dejan ir sin darles problema”. Mien­tras vamos ganando velocidad, sobre nuestro costado derecho aparece el famoso Camino Real de Tierra Adentro. Juan no sabe de qué le hablo cuando se lo señalo. Explico que esa ruta fue importante durante la Co­lonia; don Juan de Oñate la construyó hacia finales del siglo xvi. Durante más de trescientos años pasaron por aquí las diligencias que iban hasta el otro lado. “¿Hasta El Paso?”, me pregunta. Le respondo que aún más lejos: el camino llega hasta Santa Fe, Nuevo México. Cruzan ante nosotros una iglesia desmantelada, dos haciendas en ruinas y varias viviendas cuyas paredes bien pudieron haber sido mordidas por las balas de la Revolución. La ruta tiene algo de fantasmal. A la distancia, un muro inmenso de montañas corre perpendicular a la carretera. “Parece película del oeste”, afirma el copiloto refiriéndose al paisaje. No podía tener más razón. Le cuento que es justo en esta zona donde se filmaron varios de los westerns más famosos del cine hollywoodense; añado que más adelante John Wayne tiene un rancho. El gesto de Juan me indica que no tiene la más pálida idea de quién es ese señor. “¿No habrá sido ahí donde Salma Hayek y Penélope Cruz hicieron juntas una película?”. Ahora soy yo quien desconoce la información.

El Camino Real de Tierra Adentro va soltando la charla. Entre idas y venidas de un tema al otro, Juan me confía que en La Laguna la vida se ha puesto muy difícil. “Antes, todas las noches uno se iba de fiesta pero ahora es muy peligroso. A las ocho las calles ya están vacías. Torreón va a la quiebra. Los negocios han perdido más de la mitad de sus ganancias. Muchos se han ido a vivir a Estados Unidos. La feria de Gómez Palacio, que todos los años se llenaba de gente, esta vez estuvo desierta. No fueron ni el 10 por ciento de los que antes íbamos y es que recibimos correos electrónicos firmados por Los Zetas donde se nos advertía que la cosa se iba a poner gruesa. El pleito por la plaza está duro: de un lado del Nazas andan Los Zetas; del otro está El Chapo. Justo ahí, sobre el río, está la frontera entre ambos bandos. Yo los he visto, conduz­co un carro repartidor de hielos y me los topo todo el tiempo. Al Chapo lo vi en Torreón sobre una camioneta negra marca Lobo. Hará tres meses; eran como las diez de la noche pero juro que lo reconocí. Lo más divertido fue que un camión de soldados le pasó a un lado y ni cuenta se dieron. A Los Zetas también los conozco. Alguna de esa raza es de mi barrio; ‘ora que ya ni pueden venir para Torreón porque los matan, pero sí andan libres por Gómez Palacio’”.

El paraje semidesértico sigue haciéndonos compañía. Me imagino al general Custer persiguiendo al indio Jerónimo: dos bandos, uno más sanguinario que el otro; los dos convencidos de que el destino les dará la razón. Y los demás, nada más mirando, espectadores de una guerra que entrega muertos, balas y flechas envenenadas. Por fin me animo y hago una pregunta personal: “¿Por qué vienes solo a ver a tu abuela?”. Juan prepara brevemente la respuesta: “Me separé de mi mujer. Le pedí que me diera un tiempo para pensar. Ella anda enojada conmigo. Y yo, la verdad, no sé qué hacer. Anda encabritada porque gano bien poco. Cuando nos conocimos yo trabajaba para una maquiladora que hace pantalones de mezclilla allá en Torreón. Entonces vivía con mis papás. Ganaba como 900 pesos a la semana y podía sacarla a pasear. Cuando nos casamos, el trabajo de obrero ya no me alcanzó; me salí de la fábrica y comencé a trabajar de chofer. Me dan mil 500 a la semana. Estoy mejor que antes pero sigue sin alcanzar. Ahora con la niña, menos. Mi mujer quiere que me cambie otra vez de empleo. Marla, así se llama la mamá de mi hija, cree que las cosas son fáciles. Ella tiene dos hermanos que ya se compraron una casa en Arizona, supone que yo puedo hacer lo mismo. Se metieron a trabajar en El negocio y les fue muy bien. Dos años nada más. Luego se fueron a vivir cerca de Phoenix con sus esposas. Dicen que dejaron El negocio pero yo no les creo. Para mí que los ascendieron. Varios de sus cuates ya murieron, algunos más jóvenes que yo”.

“¿Tienes miedo de que te ocurra lo mismo?” “No. La verdad no. Lo que pasa es que no quiero equivocarme, por eso le pedí tiempo a Marla. Quiero pensármela”. “¿Qué es lo que quieres pensar?” “Usted es periodista, ¿no?”. Asentí. “Usted debe saber. Mire, lo que yo necesito saber es con quién está el gobierno, con quién está el presidente Felipe Calderón.¿Está con El Chapo o con Los Zetas?”. Los músculos de mi rostro endurecieron. “Si el presidente está con El Chapo y yo me voy con Los Zetas, pues ya me cargó. En cambio, si le atino pues igual y un día me visita en Arizona”. (El general Custer y los apaches pararon frente al cofre del automóvil. ¿Cuál de los dos bandos es el bueno?). “No creo que esté con ninguno de los dos”, afirmé como si tuviera absoluta confian­za de ello. “No se haga. Usted viene de México. Allá bien que saben”. “No”, respondí. “Pues hasta que esté seguro no voy a decidir y si Marla me deja por mis dudas, allá ella”.

Donde se dividen las rutas 23 y 45 Juan y yo nos despedimos; faltaban todavía 15 kilómetros para llegar a Canatlán. Hubo un fuerte apretón de manos y luego chocamos el puño y la palma. Mi intuición me confirmó que aquel muchacho no tenía pinta de sicario. “Un día allá en Arizona lo espero”, dijo a manera de despedida y echó a andar con su saco militar al hombro.

 

Ynació Para

La cabecera del municipio de Canatlán se halla protegida por dos cerros. No lejos pasa un afluente del río Tunal que aquí llaman La Sauceda. Por las montañas y por el río es que los tepehuanes llamaron a este lugar “nido de tierra junto al agua”; tal es el significado de la palabra Canatlán. El clima de la región es frío, dos meses al año los habitantes padecen las heladas. En los alrededores se siembran manzanos pero el sabor de su fruto no es extraordinario. La mayor parte del territorio de este municipio es árido. No se distingue en su paisaje al del valle de Guadiana, Canatlán conecta hacia el norte con la sierra y sus montañas. Donde los pinos abundan, linda con San Dimas, población que ya es Sinaloa. La frontera entre las dos jurisdicciones fue la guarida de Heraclio Bernal cuando las autoridades sinaloenses lo perseguían. Cuentan que escapando de la Acordada, un buen día El Rayo de Sinaloa, con sus hermanos Antonio y Vicente, descendió por el lado este de aquellas montañas. En el caserío de El Maguey pidieron asilo a don Romualdo Parra. Los Bernal y los Parra tenían amistad de tiempo atrás: queda me­moria del gusto compartido entre ambas familias por la fiesta, las muje­res y la cantada.

Inoportunamente, hasta la ciudad de Durango fue a dar la noticia de que El Rayo de Sinaloa se escondía en El Maguey. El gobernador Juan Manuel Flores envió a sus rurales para que lo apresaran. Cuando llegó la policía —tal y como era su costumbre—, Heraclio Bernal ya había par­tido.La autoridad se puso furiosa al encontrarse tan campantes a los anfitriones duranguenses.Actuó sin piedad: los hijos de don Romual­do sufrieron azotes y, a partir de entonces, los rurales nunca volvieron a dejar en paz a los Parra. Días después, de un tiro le arrancaron la vida a Francisco, el hijo de 8 años de don Romualdo. Luego le tocó al padre.De camino al rancho El Morcillo, la Acordada lo acribilló sin preguntar siquiera su nombre.Ambos episodios convencieron a los hermanos Pa­rra de unir su destino a la gavilla de Heraclio Bernal; los asesinatos de su hermano y su padre fueron definitivos. Así nacieron al bandolerismo Anastasio, Romualdo (hijo), Cirilo e Ignacio Parra.

El último —quien no tendría entonces más de 14 años— fue el que alcanzó mayor fama. A Ignacio por su fisonomía lo apodaban El Tigre: un güero robusto y alto cuyo rostro había sido ferozmente picado por la viruela. Al principio, los Parra operaron bajo la misma marca de El Rayo de Sinaloa y por tanto aprendieron a respetar las reglas más bási­cas de esa empresa. Hicieron propia la mística del bandido social: robar las diligencias que pasaban por el Camino Real era correcto, siempre y cuando parte del dinero obtenido se repartiera entre los campesinos. En su biografía sobre Ignacio Parra, asegura el historiador Gilberto Jiménez Carrillo que entre las dos gavillas existió un pacto no escrito donde se observaban los mismos patrones de conducta. Bernal y El Tigre eran cerebrales, meticulosos a la hora de operar sus fechorías, y a la vez solidarios cuando repartían las riquezas entre los pobladores. La ostentación nunca fue su vicio porque la vida debía permanecer tan sencilla como cuando eran pobres. Su mejor lujo eran las fiestas que con frecuencia organizaban en las cañadas y su mayor repudio fue dirigido siempre hacia el gobierno. En Durango, la gavilla de Ignacio Parra fue crecien­do en número de integrantes y también en territorio dominado. Igual a como ocurría del otro lado de la sierra, en Durango los pobladores no solo toleraban, sino que eran cómplices de los hermanos nacidos en El Maguey.

Dos temperamentos tan bien plantados en este mundo no pudieron coexistir por más de una década. En una de las esporádicas visitas que El Rayo de Sinaloa hizo a sus socios, las dos gavillas tuvieron un irremediable desencuentro: Bernal solía burlarse de Parra por robar cabezas de ganado a los hacendados. Aquello, según su convicción, no era parte del convenio; acusaba entre bromas y veras: «Yo no ando de robabueyes, yo tengo barras de plata en Guadalupe de los Reyes».El asunto terminó de manera trágica. Cerca de Santiago Papasquiaro, las dos familias se enfrentaron a balazos y Antonio Bernal, hermano de Heraclio, perdió la vida. Asegura Jiménez que su cuerpo fue discretamente enterrado no lejos de esa población.

Por aquellos meses de 1887 el reloj vital de El Rayo de Sinaloa comenzaba también a agotarse. Octaviano Meraz, un policía de la Acorda­da duranguense —cuya fama de implacable hizo que sus contemporáneos lo apodaran El León de la Sierra—, se puso a seguirle los pasos. Heraclio valía 10 mil pesos oro y esa cifra representaba una importante fortuna para la época. Dos hechos cerraron la puerta de escape que durante lar­go tiempo tuvo Bernal hacia el estado de Durango: por un lado el plei­to con la familia Parra y por el otro la persecución obsesiva de Meraz. En tales circunstancias, al Rayo solo le quedó la sierra sinaloense para ocultarse. Poco tiempo después de la muerte del hermano, en los alrededores de Cosalá los rurales enviados por Francisco Cañedo atraparon y dieron muerte a Heraclio Bernal.

Al tiempo que la gavilla de sus antiguos socios desparecía, la fortuna de Ignacio Parra se dispuso a crecer. No viajó nunca al estado vecino.¿Para qué si la riqueza lograda en Durango era suficiente? Además de dinero, armas y ganado, el bandido canatleco descubrió otro negocio: la venta de seguridad para los hacendados. Existe testimonio de una carta que escribió al señor Ángel Gavilán exigiéndole cien pesos que debía depositar a los pies de un árbol en un día y una hora determinados.De no acceder a la petición, Parra amenazó con que al sujeto “se lo llevaría la chingada”. En cambio, si aceptaba, “iba a andar libre por donde quisiera”.

Liberado de su responsabilidad para atrapar a Bernal, Octaviano Meraz dirigió su energía contra Ignacio Parra. El policía se hizo de una técnica que le funcionó muy bien: persiguió solo por las noches a su presa. Durante las horas del día dormía con sus ayudantes escondido en una cueva. La persecución se alargó por meses; finalmente, una madrugada Meraz lo descubrió durmiendo en la gruta del Alacrán. Gilberto Jiménez cuenta que, siguiendo la costumbre de la época, el policía colgó a Parra de la rama de un árbol y ahí lo dejó pendiente hasta el amanecer. Luego, para no dejar dudas sobre el triunfo, llevó el cadáver del bandido hasta Canatlán, donde fue expuesto frente al edificio del Palacio Municipal. Aún existe bajo el árbol donde lo ahorcaron una cruz de encino y un breve letrero que contiene apenas dos palabras: “ynació para”. Ahí también se acude hoy para pedir favores y depositar piedras blancas. Parra fue memorable debido a que se convirtió en el maestro de otro ban­dido cuya estatura alcanzó fama internacional.

 

El muchacho de La Coyotada

Doroteo nació en La Coyotada, un rancho que era propiedad de la muy rica y muy poderosa familia López Negrete. Porque tuvo hijos fuera del matrimonio, Jesús Villa, su padre biológico, no le heredó el apellido, ni a él ni a sus otros cuatro hermanos. Siendo el mayor de la prole, desde adolescente se puso a trabajar como peón de hacienda. Un mal día, des­pués de una larga y fastidiosa jornada, Doroteo se encontró a la madre protegiendo el umbral de su casa, en plena discusión con Agustín López Negrete. El dueño había venido a llevarse a su hermana Mariana que solo tenía 13 años de edad. Era costumbre por aquellos tiempos que los patrones tomaran la virginidad de las mujercitas radicadas en sus propiedades.

Sanguíneo como siempre fue, Doroteo empuñó un arma de fuego y le pegó un tiro en la pierna al invasor. No lo mató pero poco faltó para dejarlo desprovisto de su virilidad. En la autobiografía que le dictó a Manuel Bauche, así narró el futuro revolucionario el suceso que lo convirtió en forajido: “El amo había intentado imponer sobre mi hogar una contribución forzada a la honra. Necesitaba también de nuestras hem­bras, llevando su despotismo hasta la profanación de nuestros hogares”.

Por eso le disparó. Corría el año de 1894 y aquel joven campesino tenía solo 16 años. Un primo suyo, de nombre Jesús Aldey, le recomendó unirse a la gavilla de Ignacio Parra para esconderse de los rurales. Tal vez al Tigre le cayó en gracia la anécdota de la pierna del riquillo reventada por el plomo de un adolescente envalentonado. “¿Tiene usted voluntad para irse con nosotros, güerito?”, preguntó Parra cuando tuvo a Doroteo frente a sí. El muchacho confirmó y luego recibió la primera lección del nuevo oficio: “También los hombres que se titulan pomposamente honrados matan y roban. Pero lo hacen a nombre de una ley que aplica en beneficio y protección de los pocos y en amenaza y sacrificio de los muchos”.

El alumno debió escuchar con mucha atención la enseñanza porque dos décadas después supo repetirla palabra por palabra. No había pasa­do una semana de su incorporación a la gavilla cuando Doroteo Arango ya contaba con ahorros por casi 3 mil pesos; toda una fortuna. Hacia finales del siglo xix, esa suma significaba diez veces el salario anual de un campesino. Afirma también en sus memorias que, antes de un mes, todo ese dinero lo había repartido entre la gente más pobre. Fueron cuatro años los que este joven compartió dentro de aquella banda; ahí aprendió cómo han de organizarse los hombres. Parra lo enseñó a pensar estratégicamente, a estar siempre un paso adelante de su enemigo, a ser desconfiado, a sobrevivir por largas temporadas en la sierra, a identificar a los que mandan; también por mediación suya obtuvo sentido de la injusticia. Así como Heraclio Bernal fue maestro de Ignacio Parra, El Tigre lo fue para Doroteo Arango; con el tiempo el último de los alumnos superaría en fama e inteligencia a sus mayores. Doroteo Arango decidió abandonar la gavilla de Parra: quizá el futuro líder de la División del Norte sintió demasiado cerca el aliento de Octaviano Meraz. En realidad no se conocen las razones que separaron al tutor del alumno. Ignacio tendría para ese momento alrededor de 28 años y Doroteo estaría a punto de cumplir 20.Los dos güeros de rancho jamás se volverían a ver después de la ruptura. Poco más adelante, a Parra lo mataron frente a la cueva del Alacrán. El Centauro del Norte lo recordó por muchos años.

Ya solo, el muchacho de La Coyotada tomó camino hacia Parral. Fue durante ese accidentado tránsito cuando decidió recuperar el apellido Villa que su padre le hubiera antes negado. Con el amanecer del nuevo siglo se extravió Doroteo Arango y surgió el futuro revolucionario: Francisco Villa. El argumento es del historiador Gilberto Jiménez: Bernal, Parra y Villa no fueron producto de las leyes de la naturaleza sino de las leyes de la sociedad. En otro contexto quizá hubieran sido hom­bres legales y prósperos: si durante el Porfiriato las tierras y las aguas no se hubiesen concentrado en tan pocas manos, si la ley no se hubiera puesto al servicio de unas cuantas familias, en fin, si la impunidad no hubiera sido tanta, probablemente Bernal, Parra y Villa, con su audacia, serían hoy recordados de otra manera.

Los descendientes adinerados de las familias duranguenses que de­bieron enfrentar a Pancho Villa durante la Revolución continúan sulfurando ánimos maldicientes cuando escuchan su nombre. Los Bracho, los Pérez Gavilán, los Elizondo, los Gurza, los Gutiérrez, todos son ape­llidos que perdieron gran fortuna durante la segunda década del siglo xx y todavía reclaman al general revolucionario por aquella suerte.Francisco Villa —el personaje histórico— ha tenido como atributo atraer y también proyectar grandes pasiones. Cuando su estrella iba en ascenso, mucho antes de la invasión a Columbus, el presidente estadounidense Woodrow Wilson llegó a admirarlo. Lo consideraba —lugar común— un moderno Robin Hood cuya vida se hizo azarosa por dedicarla a alimen­tar a los pobres con el dinero de los ricos.

Cada generación ha decidido cómo interpretar al personaje: sus contemporáneos lo veneraron como máquina implacable para ganar batallas. Después fue visto, junto con Emiliano Zapata, como el represen­tante de los verdaderos derrotados durante la Revolución. Hoy Villa es, ante todo, signo potentísimo de mexicanidad. Poco importa si en vida fue un santo o fue atrabiliario, si fue guerrero o sanguinario, si fue justo o bandido despiadado; hoy ser mexicano y respetar la figura de Francisco Villa son hechos que inopinadamente van de la mano. Por eso varias estatuas suyas, montadas todas sobre un corcel, se hallan en diferentes ciudades del sur de Estados Unidos; para reivindicar la pertenencia en un territorio donde muchas de las veces hay rechazo, los mexicanos del otro lado terminan reconociéndose en la rebeldía que caracterizó a Doroteo Arango. Son muchos los piensos y la admiración que este hombre aún evoca.

Ricardo Raphael
Es periodista. Conductor de televisión.
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