Historias íntimas

17/08/2012 - 12:02 am

¿Fetichistas, voyeristas de clóset, anticuarios frustrados? ¿Qué será lo que nos lleva a los bazares a ver y adquirir objetos que pertenecieron a otros? ¿Cómo explicar el hormigueo en el vientre cuando creo adivinar una mesa soberbia debajo de una lámpara kitsch insoportable?

Hay quienes creen que visitar un bazar es una absoluta pérdida de tiempo. Un almacén de cachivaches sin valor. Allá ellos, porque se pierden la posibilidad de rozar otras vidas, universos paralelos, historias truncas en espera de ser continuadas.

Me declaro una fanática de los bazares. Son un viaje al pasado en el que uno se adentra en un laberinto de historias, reales o no, donde se imagina a las personas que adquirieron y cuidaron aquella hermosa vajilla azul, o ese sillón francés color verde o vasos de colores, de cristalería inaudita, para soñar.

Y qué decir de la ropa vintage, que por cierto hay uno en Álvaro Obregón, en el Distrito Federal, donde me he comprado prendas que considero gloriosas. Cuando las porto me siento en otra época, quizá en aquella en que quise nacer o habitar.

Cada vez que entro a uno de estos locales me transporto a otros mundos. De familias sin nombre, de personas que quizá decidieron deshacerse de aquellos muebles por algo más moderno, o quizá porque necesitaban el dinero. Qué mas da. He adquirido objetos que para mí son ya preciados. Siempre, en cada lugar donde he vivido o he estado de paso, intento descubrir un bazar.

Porque mirar no cuesta nada. Y las personas que están a cargo son tan pacientes como la misma diosa de la paciencia infinita. Contestan cada pregunta, te dejan curiosear hasta el cansancio, ver, admirar, emocionarte, querer todo y no comprar nada.

Porque los que entramos somos un club de fans secreto. No sabemos qué queremos en realidad, pero ahí mismo el objeto te habla, te dice que es tuyo, que te lo lleves, que lo adoptes y le des un espacio en tu nuevo hogar. Te suplica asilo.

Los bazares siempre le darán la bienvenida a los nuevos visitantes. Con un tapete rojo y toda la cosa. Con bombo y platillo. Con el sonido dulce de las arpas. Y ellos también encontrarán objetos que automáticamente los seducirán.

La experiencia de entrar a un bazar es como entrar a un lugar preso en el tiempo y el espacio. De pronto la ciudad se calla. Se calla para que puedas oler, reconocer y admirar cuerpos y entes tan diversos como curiosos. Viejos percheros en forma de árbol, mesas de los años 70, baúles de colores turquesa, lámparas de todos los estilos y tamaños, que emiten una luz dorada que embelesa, viejas  rockolas, estufas blancas con bordes dorados o azules, estantes y armarios con motivos de flores…

Jarrones que reclaman un bouquet de rosas inglesas o de gardenias.

Espejos redondos, dorados, espejos rectangulares con talavera de Puebla.

Vasos de tequila con extrañas impresiones, de pin-up girls.

Cámaras réflex, de las de antes, de las de verdad.

Telas y cojines con motivos hindúes, mexicanos o españoles. Bordados a mano, con hilos dorados, plateados o rosas.

Portavasos de los años cincuenta. Y ocho hermosas copas de Martini a juego para acompañar.

Tres mil libros para coleccionistas con paciencia.

Fruteros que no son metálicos. Son de cerámica, de porcelana, de vidrio.

Ceniceros de cristal cortado.

Cigarreras.

Aviones voladores que cuelgan, que pareciera que cobraran vida con el aletear del viento.

Perderse en un bazar es olvidarse del tiempo, del iPhone, del mundo. Es querer sentarse en el sillón rojo estilo rococó a tomar un chocolate caliente y disfrutar un pastel de limón.

Es probarse, como cuando éramos pequeños, ropas de otras épocas.

Es la búsqueda del tesoro, es el encuentro de historias íntimas apretujadas en anaqueles con una pequeña etiqueta con el precio.

Milan Kundera dijo que la persona que pierde su intimidad, lo pierde todo. Creo que, en el caso de los bazares, la persona que deja su intimidad en un objeto deposita un cachito de cielo para que sea intimidad del otro. Es el traspaso de vida. Son puertos de descarga y carga.

Son sonrisas de cien pesos. O un poco más, en ciertos casos.

Los bazares son un hermoso laberinto, donde la salida es lo que menos importa. Porque uno se olvida de los minutos. Se olvida de todo para concentrarse en aquellas historias íntimas, para imaginarlas, para soñar despiertos.

 

@mariagpalacios

http://marianagallardopalacios.wordpress.com/

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