La ilusión del otro y el complejo de Marco Polo

17/07/2013 - 12:01 am

La primera gran revolución de género en Occidente sucedió durante el siglo XIX. En Rusia. En aquellos años la Rusia zarista era un hervidero de ideas: desde las comunas de Tolstoi hasta el movimiento nihilista retratado por Turgénev en su novela Padres e hijos. Y fueron, precisamente, los nihilistas los que impulsaron esta gran revolución por la igualdad de derechos, para que las mujeres pudieran estudiar, por ejemplo, para que tuvieran derecho a la propiedad y al libre tránsito que les estaba vedado pues requerían el permiso de su macho más cercano.

Los nihilistas creían que la igualdad de derechos sucedía en un lugar llamado “Europa”, donde eran verdaderamente “civilizados”. Así, una de las prácticas comunes entre estos muchachos eran los matrimonios ficticios, donde el objetivo no era formar una familia sino hacer la revolución: darle pasaporte a la mujer para que se pudiera ir a estudiar la universidad.

Y miles de mujeres nihilistas emigraron así. A Francia, Alemania, Inglaterra…

Iban ilusionadísimas.

Quemaban las naves para obtener un título. Para demostrar que podían ejercer las mismas profesiones que un hombre.

Lamentablemente ese lugar, “Europa”, no existía. No como lo imaginaban. De hecho, básicamente salvo por la Universidad de Zúrich, en las universidades europeas seguía prohibida la entrada a mujeres.

¿Y qué pasó con ellas?

En el siglo XIX, por supuesto, no existía el Internet como para verificar que sus ilusiones tenían algún sustento en la realidad. Hoy día sí. Sin embargo, parece que el mismo tipo de ilusión persiste: la ilusión de que “allá todo está mejor”.

El complejo de Marco Polo

La ilusión sobre el otro espacio, sobre “el extranjero” (que en nuestro país normalmente se reduce a no más de 10 países), es alimentada a diario por los medios de comunicación con esos titulares que rezan “México es el peor país en…”.  Pero también por las anécdotas de los viajeros, de los que han estado allá, “del otro lado”, y de sus amigos que las repiten a cualquier oportunidad: “tengo un compa que vivió en Nueva York y me contó que…”. Sobre la desinformación de los medios y su propaganda ya se ha escrito harto, así que me concentraré en los viajeros y sus amiguitos.

Marco Polo nació en 1254, en Venecia, y es sin duda uno de los viajeros más famosos por estos lares. Tanto que incluso nos dicen que fue el primero que cruzó Asia, aunque obviamente los mongoles lo hubieran hecho antes, y muy probablemente también los budistas y los árabes. El caso es que a la vuelta de su último viaje fue encarcelado y ahí, refundido en el bote y tirando cana, le contó a su compañero de celda, Rustichello de Pisa, sus andanzas. Y éste las escribió.

Imagínese nomás cómo le habrá echado salsa a sus tacos. ¿Ha platicado alguna vez con un trailero? Pues ahora imagínese que está encerrado con él en el CERESO de Santa Rosalía, Baja California Sur, y no tienen nada más que hacer más que contar anécdotas.

El libro fue un exitazo. Pero, curiosamente, los lectores de la época creyeron que todo era verdad (tampoco tenían Internet, como las rusas). No importa que hablara de milagros y demonios, de montañas que se mueven y de aves gigantescas que podían cargar a un elefante en sus garras. Todo era verdad. Se le consideró un libro de etnografía, de diplomacia, de comercio y, también, de geografía. Tan veraz se le estimó que, 200 años más tarde, otro italiano se rompía la cabeza tratando que sus observaciones le cuadraran. Sí, este otro italiano era Cristóbal Colón y uno de los mejores análisis al respecto es el de Edmundo O’Gorman: La invención de América.

Por qué darle tanto crédito a un tipo que narra sus anécdotas en la prisión, y que además las escribe otro tipo que tampoco tiene nada que hacer. Mejor, por qué darle tanto crédito a un comerciante, cuando los comerciantes siempre tienen un objetivo claro: vender.

¿Será que hacen lo mismo nuestros amiguitos que van al “extranjero”?

El Marco Polo contemporáneo

Si algún amigo o pariente regresa del “otro lado” y nos cuenta sus peripecias, hay dos opciones básicas: 1) que su relato concuerde con nuestra ilusión o 2) que no concuerde. Si no concuerda (seguramente usted ya lo habrá visto), al viajero se le tachará de mentiroso o, por lo menos, de amargado: “ya ves cómo es el Greñas, siempre se la pasa criticando”, “la neta yo no creo que se la haya pasado tan mal en París”, “seguro habla así porque no pudo ligar con nadie”, “le fue gacho porque es un huevón y no le echó ganas”, etcétera. Así, al viajero con inteligencia social, no le queda más que hacer que su relato concuerde con nuestra ilusión.

Y entonces el “otro lado”, el “extranjero”, es ese lugar maravilloso que, como las rusas, todos creemos que existe.

¿Pero en verdad es así? Simplemente está mintiendo, ¿o es que incluso ni siquiera se dio cuenta?

Si miente, no hay mucho más que decir: las presiones sociales, las ganas de ser el centro de la fiesta, etcétera. Pero consideremos la ceguera selectiva: ni lo vio. No vio a los cientos de pordioseros que viven en las calles de París (“es la Ciudad Luz, está divina”), no se dio cuenta de que vivía en el barrio de las prostitutas y narcotraficantes (“Lavapiés es un barrio súpermulticultural, weeeey”), jamás vio a la clase alta y creyó que era una sociedad igualitaria (“todos van al antro en Metro, el Metro llega a todos lados”), nunca tuvo una emergencia (“el servicio de salud sí funciona, amiguis, me dio gripa ¡y me dieron una aspirina gratis!”), su ignorancia era tal que jamás percibió lo obvio (“en Suiza la educación sí es de primer mundo, todas las primarias son bilingües” o “es que son súper cultos, cualquier niño de Salzburgo sabe quién fue Mozart”) y, en resumen, ni convivió con los lugareños (“todos mis amigos eran colombianos, cubanos, venezolanos y así: bien padre”).

Pero esta ceguera selectiva del Marco Polo contemporáneo, mexicano y fresa, no se limita sólo a “no ver” y a echarle salsa a sus tacos, sino que también induce un cambio en la escala de valores: lo que aquí considera inapropiado, allá está bien: es lo mejor del mundo. Vive en barrios que aquí jamás pisaría (Lavapiés/La Merced), anda en transporte colectivo en lugar de auto (“es que allá sí funciona y está limpio”), toma empleos que acá serían impensables (“ser mesero en Barcelona es la onda”), le parecen horribles e inhumanos los departamentos Infonavit pero allá vivía en uno de la mitad de metros cuadrados y lo compartía con tres personas más (“súper cool: hacíamos fiestas de jueves a domingo”), etcétera.

Si uno intenta clarificar este cambio de valores, se topará con pared. Por ejemplo, el tipo aquí quiere vivir en una casa, de preferencia con alberca, y tener carro, pero “allá” no. Sus argumentos: “es que allá no hay espacio”, “todos viven en departamentos”, “tener carro es carísimo”, etcétera. Si lo piensa uno un momento, ninguno de los argumentos tiene peso: ¿para qué quieres vivir en un lugar donde no hay espacio para tener lo que sueñas?, ¿para qué quieres vivir en un lugar donde no te alcanza el dinero para tener un carro para ir de día de campo con tu familia a un balneario, a Chimulco o a Cuautla…? Por supuesto, la clase alta europea, estadounidense y canadiense, vive en casas, en mansiones (salvo por los que tienen un gran departamento en la 5th Ave. de Manhattan o en Türkenstrasse de Viena). De la alberca ya ni hablamos, tampoco de la viabilidad ambiental de estos sueños.

Qué les gusta a estos marcopolos contemporáneos, mexicanos y fresas, de vivir “allá”. Qué los mueve a cambiar todos sus sueños de aquí por otros totalmente distintos. ¿Tienen algún objetivo claro, como lo tuvo Marco Polo el comerciante, para hacernos estos retratos maravillosos? ¿Ganan algo?

Eso es tema de otro artículo. Lo importante aquí serían dos cosas. Por un lado parece que lo que impulsa a estos “marcopolos” contemporáneos, fresas y mexicanos, es algo muy distinto a lo que impulsó a las nihilistas rusas del siglo XIX: estos “marcopolos” son felices con el status quo (tanto que cambian sus valores), mientras que las rusas revolucionaron lo que se encontraron en “Europa” y, sí, ellas forzaron a las universidades europeas a que las admitieran y fueron las primeras que obtuvieron títulos universitarios con todas las de la ley; gracias a ellas, en resumen, se abrió el camino para que las mujeres fueran a la universidad. Y, por otro lado, a diferencia de los lectores de Marco Polo, ahora sí podemos verificar sus narraciones y no sólo dejarnos llevar por lo que todos dicen, por la ilusión del otro.

¿O será que, aún con Internet, seguiremos corriendo ilusionadísimos a buscar lo que no existe?

Post scriptum

Para una narración más detallada sobre las amazonas rusas, en particular sobre Sofía Kovalevkaya, primera mujer doctorada en matemáticas, vea: ingenierias.uanl.mx/23/pdfs/23_p21a29_luis_felipe.pdf.

Y, para una narración contraria a la típica del “allá todo está mejor”, la novela El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa.

Por último, los historiadores contemporáneos (que ya no creen en montañas que se mueven gracias a la fe), han tratado de sugerir que a Marco Polo tampoco le creyeron mucho en su época. No obstante, si así hubiera sido, Cristóbal Colón y los cartógrafos europeos no se habrían afanado tanto por relacionar sus nuevos “descubrimientos” con las descripciones del veneciano.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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