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Diego Petersen Farah

17/06/2016 - 12:00 am

Corrupción pública, corrupción privada

La forma en que el Senado abordó y votó la ley anticorrupción es prácticamente una declaración del patrimonio moral de cada uno de ellos.

Nada más elocuente que las resistencias de los diputados y senadores para aprobar las leyes que den sustento a un Sistema Nacional Anticorrupción. Foto: Cuartoscuro
Los señores dicen que no pueden dar a conocer su patrimonio porque temen por su seguridad. Foto: Cuartoscuro

La forma en que el Senado abordó y votó la ley anticorrupción es prácticamente una declaración del patrimonio moral de cada uno de ellos. La evasión de la responsabilidad fue directamente proporcional a la mala fama de los legisladores. Los del PRI y Verde votaron en bloque, se protegieron entre ellos; entre tahúres no se leen las cartas. Enfrente, entre los senadores del PAN, PRD y PT los que decidieron no votar, para darle la mayoría al PRI, están los de la mala fama bien ganada: el colimense Jorge Luis Preciado (PAN), el jalisciense José María Martínez (PAN), el poblano Manuel Bartlett (PT), la chiapaneca Layda Sansores (PT), entre otros. Los del PRI y el Vede tuvieron al menos la “decencia” (en realidad desfachatez) de votar en contra; los otros se escondieron escondieron la mano, pero en la práctica votaron contra los ciudadanos.

No deja de ser patético que el principal argumento para no hacer pública las declaraciones patrimoniales sea la seguridad, cuando son ellos los responsables de darnos seguridad a todos. El Estado en su conjunto y no solo el secretario de Seguridad o el secretario de la Defensa, es responsable de la seguridad pública. Senadores, diputados, gobernadores, el presidente y los alcaldes tienen como principal mandato la seguridad de todos nosotros. Si los señores dicen que no pueden dar a conocer su patrimonio porque temen por su seguridad, el mensaje que mandan es que, además de todo, no están haciendo su trabajo. Evidentemente que lo que temen es su “seguridad jurídica” porque prácticamente ninguno de ellos sería capaz de comprobar que su patrimonio está en relación con sus sueldos de funcionario y no con otros ingresos que en algunos casos se puede considerar de dudosa procedencia (solo en algunos porque en la mayoría no hay duda: es fruto de la corrupción).

El otro gran tema fue haberle pasado la factura a los empresarios. No hay duda: los empresarios corruptos son tan corruptos como los funcionarios públicos, o más. Cuando hablamos de corrupción empresarios y políticos son una misma cosa, indivisible, como el oxígeno y el hidrógeno en una molécula de agua. Muchos de los grandes capitales de este país, esos que tanto se veneran en las revistas empresariales, fueron construidos a base de corrupción. Lo más patético es que son aplaudidos y admirados por su pares quienes lejos de considerarlos corruptos los califican de sagaces. Son indefendibles y merecería estar en la cárcel tanto como los funcionarios, pero la diferencia entre  la corrupción pública y la privada es que quien tiene la obligación de vigilar el buen uso del erario es el funcionario, él tiene un sueldo y una responsabilidad para con nosotros. El empresario corrupto es un malandrín más, que debe ser perseguido por la justicia; el funcionario público traiciona la confianza.

Exigir a los proveedores del Gobierno su declaración fiscal no parece tampoco desproporcionado. Si alguien va a hacer negocio con nuestro dinero lo mínimo que debemos exigir, además de la transparencia en la forma de adjudicación del contrato, es que pague impuestos.

 

 

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