EL MAL: LOS KIRCHNER, NEGOCIOS Y CORRUPCIÓN

17/03/2012 - 12:00 am

En su más reciente libro El Mal, el periodista, escritor y político Miguel Bonasso denuncia el “Modelo K”, desarrollado por Néstor Kirchner y su esposa, la ahora presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, y que involucra decenas de relaciones y pactos para hacer negocios, a costa del patrimonio nacional de ese país sudamericano.

En un texto que va hilando historias donde se enlazan personajes como Carlos Menem, la familia Bush, David Rockefeller, Peter Munk y Adnan Khashoggi, entre otros muchos, Bonasso realiza “la pesquisa más temeraria en su carrera”.

Con la autorización del autor y de Editorial Planeta, reproducimos para usted un capítulo de esta investigación con ritmo de thriller.

DIECISÉIS

Buenos Aires, marzo de 1997–diciembre de 2003

Me instalé en la Argentina en 1997, después de un exilio que se prolongó durante veinte años. Fue un regreso gratificante, a pesar de las advertencias de algunos amigos en México y en Londres: “Ni se te ocurra quedarte en Buenos Aires, es muy peligroso. No te olvides que para algunos tenés una materia pendiente por haber escrito Recuerdo de la muerte”.

Pasó todo lo contrario: el docudrama “Evita la tumba sin paz”, que codirigimos con Ana de Skalon y Tristán Bauer para Channel Four, se estrenó el 24 de marzo en Canal 13 con un rating de 26.4 por ciento de promedio. El diario Página/12, del que había sido cofundador y corresponsal, me incorporó a su equipo de reporteros más destacados. Mi libro sobre Héctor Cámpora, El presidente que no fue, alcanzó un gran éxito de ventas, pero sobre todo realimentó en algunas conciencias juveniles la esperanza de recuperar ciertos valores militantes que el decenio menemista parecía haber degradado para siempre. Entonces recibí el llamado.

Miguel Núñez, el jefe de prensa de la diputada santacruceña Cristina Fernández de Kirchner, me anunció en el teléfono: “La doctora te quiere conocer”. El primer almuerzo de una larga serie ocurrió en un bodegón de la calle Rodríguez Peña, entre Santa Fe y Charcas, que ya no existe. La diputada superproducida, “más pintada que una puerta”, como ella misma decía, me resultó simpática y muy inteligente, aunque culturalmente me costaba embonar su look (doy fe de que ya exhibía el Rólex de oro), con el recuerdo de los jeans y mezclillas que portaban desafiantes las compañeras de los setenta.

Muy cordial, dentro de su estilo algo tieso y escolástico, me contó que su hijo mayor Máximo era un fan de El presidente que no fue y la había obligado casi a sumergirse en la dramática historia del doctor Cámpora, cosa que acababa de hacer —dijo— “con entusiasmo”. A renglón seguido añadió que Recuerdo de la muerte los había conmovido profundamente: a ella y a su esposo, el gobernador de la remota Santa Cruz, Néstor Kirchner. Ambos, me dijo, habían militado en la JUP (Juventud Universitaria Peronista) de la Plata y seguro tendríamos algún amigo en común.

Por ese entonces, Kirchner —que era muy poco conocido en el plano nacional— había armado una fugaz coalición de justicialistas críticos con el gobernador entrerriano Jorge Busti y el vicegobernador de Eduardo Duhalde, en la provincia de Buenos aires, Rafael Romá. Eran la punta de lanza del duhaldismo en su creciente puja con los menemistas, para “recuperar el peronismo”.

Algunas semanas después, acompañado por un par de fieles, apareció el Gobernador por el boliche. Me gustó su estilo despatarrado y jovial. No tardé en entender que en ese binomio inseparable, ella era la expresión intelectual y parlamentaria, en tanto el “Flaco” era el político práctico, el seductor, el tipo que utilizaba hasta el estrabismo para cooptar (“yo tengo cara de pelotudo y la uso, pero no soy pelotudo”), la máscara imprescindible para vender heladeras en el Polo.

Pronto los almuerzos se convirtieron en cenas de a cuatro, cuando se sumó Ana de Skalon, mi mujer, que falleció en 2006. Nosotros dos, que veníamos de un prolongado destierro y desde los setenta no pertenecíamos a ningún partido, lo que más anhelábamos en materia política era que se acabara de una buena vez la era menemista. Había un hartazgo, un empacho de tanta farándula, de tanta corrupción, de tanto cinismo. Los Kirchner, en cambio, coincidían en muchas cosas con nuestro planteo, pero dentro de ciertos límites. Eran críticos con Menem, pero tenían muy buenas relaciones con Duhalde. Cristina había sido marginada dentro del bloque justicialista, pero no había saltado la valla partidaria. Néstor era un gobernador que se animaba a discutir con el Presidente en Olivos, pero había estado de acuerdo con la Convertibilidad y, peor aún, con la privatización de YPF.

En el fondo yo deseaba que la Argentina volviera a tener un gran movimiento laborista, como el que había engendrado Perón, y pensaba que la CTA podía llegar a ser un equivalente del PT brasileño. La espina dorsal de un frente político y social. Los Kirchner aparecían entonces como posibles aliados en esa hipótesis de trabajo, que incluía al peronismo pero pretendía trascenderlo de manera dialéctica.

Nos unía una amistad personal que se cimentaba en la política pero distábamos mucho de coincidir en una estructura orgánica y eso quedó absolutamente demostrado cuando se formó el Grupo Calafate que yo no integré.

Sí, fui como enviado de Página/12, lo que me valió un cariñoso regaño del ex gobernador de Santa Cruz, el entrañable Jorge Cepernic: “Veo acá, junto con los periodistas a un compañero que debería estar sentado con nosotros”. Efectivamente, entre los cincuenta dirigentes que había reunido Kirchner en un hotel de tipo alpino, había algunos amigos y ex compañeros como Cepernic y Mario Cámpora, pero también personajes que venían del menemismo como Julio Bárbaro, o del cavallismo, como Alberto Fernández. Kirchner se ilusionaba con un Documento de Calafate, que evocara los textos fundacionales de la Falda y Huerta Grande.

Cristina no estaba tan de acuerdo: “Que no parezca un encuentro setentista, un encuentro de nostálgicos”, reiteraba en las pausas de las prolongadas sesiones temáticas.

Pero a Kirchner no le preocupaba tanto la imagen del idealismo revolucionario, tal vez intuía que en algún momento serviría para legitimar los costados oscuros del pragmatismo. Durante mucho tiempo había mantenido “in pectore” un proyecto secreto, que esa noche del sábado 3 de octubre, me comentó a solas y entusiasmado, mientras atravesábamos la estepa ventosa que nos separaba del chalet oficial en El Calafate. Tenía en la cabeza la idea de llegar a la Presidencia y lo dejó entrever, bajo el manto pudoroso de una propuesta colectiva: “Ya está, ¿te das cuenta? Estamos reunificando a los compañeros de la Tendencia y esta vez no nos va a parar nadie”.

Ya en el chalet, en una cena a la que asistieron algunos íntimos, me enredé en una dura discusión con un joven de bigote poblado y negras ojeras, al que no había visto en mi vida: Alberto Fernández. Kirchner me apoyó a mí y Cristina al bigotón, que trabajaba con Duhalde y venía del cavallismo. Fue mi primer enfrentamiento con ese inteligente operador, que buscaría alejarme de Kirchner desde el primer minuto en que la quimera de El Calafate se convirtió en un real proyecto de poder.

El domingo llegó el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Eduardo Alberto Duhalde y quedaron claros los límites: lo que el Cabezón pretendía era un “think tank” que le aportara un aire menos bonaerense a su campaña electoral y no, por supuesto, la refundación del ala izquierda del peronismo. En octubre del año siguiente enfrentaría al estólido Fernando de la Rúa, candidato de la alianza conformada por la UCR y el FREPASO.

Seguimos juntándonos a cenar, algunas veces en compañía de Mario Cámpora y su esposa Magdalena, que pronto romperían lanzas con Néstor y Cristina, por tratos desconsiderados tanto en lo político como en lo personal. Hubo un viaje crucial a Santa Cruz que los alejó para siempre de la pareja.

Cuando escraché al represor de la ESMA, Jorge Eduardo “El Tigre” Acosta, en el restaurante Estilo Criollo de Pinamar, el primer llamado de felicitación que recibí fue de Cristina Kirchner. Aprovechó el llamado para chicanearme porque Ana y yo habíamos firmado una solicitada de intelectuales y artistas “en apoyo a esos gorilas de la alianza”. Unos meses más tarde les devolví atenciones, revelando en Página/12 las reuniones que habían mantenido con Domingo Felipe Cavallo y con Gustavo Béliz, para lograr el apoyo de la centro-derecha porteña al Cabezón Duhalde. Néstor me llamó: “No seas principista, también necesitamos a la centroderecha”.

Yo estaba claramente alejado del Grupo Calafate —no obstante lo que dirían años después algunos colegas mal informados— cuando el propio Grupo fue marginado duramente por Duhalde, que puso al frente de su campaña a personajes vinculados con la dictadura militar, como Julio César “Chiche” Aráoz. El propio Kirchner tuvo que salir a decir que era “un cuadro y no un empleado”.

Seguimos siendo amigos y ellos se constituyeron en una fuente que no siempre yo podía usar. Una vez pedí espacio en Página/12 para entrevistar al gobernador de Santa Cruz y el director, Ernesto Tiffenberg, me lo regateó con ironía y con escasa capacidad profética: “¿Para qué necesitás tanto espacio, si a ese amigo tuyo de apellido raro no lo conoce nadie?”

Sin vincularnos orgánicamente, compartimos algunos posicionamientos históricos de la pareja, como la enérgica defensa de los Hielos Continentales y su oposición a esa Poligonal, acordada entre Bush, Menem y Frei, para cederle a Chile más de mil kilómetros cuadrados de territorio nacional. En Caleta Olivia, el gobernador de Santa Cruz erigió un cartel sobre la ruta que desafiaba directamente al presidente Menem y su pueblo natal en la Rioja: “Los hielos continentales son tan argentinos como Anillaco”.

Pero donde coincidimos de manera más estrecha fue en el apoyo continuo y directo a Eduardo Freiler y Federico Delgado, los dos fiscales que investigaron a fondo el escándalo de las coimas pagadas en el Senado para aprobar la Ley de Flexibilización Laboral. La bisagra que produciría la renuncia del vicepresidente “Chacho” Álvarez y un fenómeno colectivo mucho más importante: el descrédito total de la clase política que cristalizaría en grito de guerra el 20 de diciembre de 2001: “Que se vayan todos”.

En efecto, el pago de sobornos por parte del gobierno del radical De la Rúa a un grupo numeroso de senadores justicialistas, para aprobar la peor ley en contra de los derechos de los trabajadores, desnudó la índole mafiosa de lo que se suele llamar la Corporación: ese vínculo espurio que une a los dos partidos principales de la Argentina.

Por mi parte logré descubrir que había un decreto reservado (no publicado en el Boletín Oficial) que el jefe de Gabinete Rodolfo Terragno se había negado a firmar, mediante el cual se le reasignaban treinta millones de pesos a la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). El Decreto “R” 569/00 fue rubricado por el ministro del Interior Federico Storani, mientras el jefe de Gabinete viajaba a España en visita oficial. En octubre de 2000, cuando De la Rúa cambió el gabinete y Álvarez renunció, hicieron público el decreto, con el número 881. Una manera de evitar que el cesante Terragno los denunciara.

Los fiscales Freiler y Delgado sospecharon de inmediato que de esos 30 millones había salido la “Banelco” que el ministro de Trabajo Alberto Flamarique había enarbolado para conseguir el voto de los senadores justicialistas. La SIGEN (Sindicatura General de la Nación), a cargo de Rafael Bielsa, hizo también lo suyo, poniendo la lente sobre la ruta del dinero.

Mucho antes, el 11 de mayo de 2000, cuando aún faltaban tres meses para que estallara el escándalo, Cristina denunció la compra de leyes en una sesión de la Cámara de Diputados: “Debemos ejercer la defensa de las instituciones, que no es la de los partidos que representamos y mucho menos la de sus dirigentes circunstanciales. Todo ello me lleva a decir lo que pensamos, que es lo que muchas veces se murmura en los pasillos o cuando se apagan los micrófonos o las luces de las cámaras de televisión, porque las circunstancias que rodearon el proceso de revisión en el Honorable Senado no sólo fueron escandalosas, sino penosas, decadentes y hasta sospechadas”.

Cuando el gobierno del radical Fernando de la Rúa comenzó a perseguir a los fiscales, los apoyamos decididamente. Cristina, como vicepresidente primera de la “Comisión Investigadora sobre hechos ilícitos vinculados con el lavado de dinero”, que presidía la diputada Elisa Carrió, hizo que el tema de las coimas senatoriales se colocara bajo escrutinio de la Comisión. Lilita y ella, por cierto, ya no se llevaban bien.

Solíamos cenar los cuatro en un restaurante minimalista y posmoderno, el Teatriz de la calle Riobamba al 1200, que a Cristina —furiosa con sus dietas vegetales— le encantaba. Generalmente los cuatro. Aunque a veces se sumaba el silencioso Francisco “Paco” Larcher, que era representante del Banco de Santa Cruz en la Capital y un todoterreno del Gobernador. En alguna mesa del patio, se podía ver algunas veces al fundador de Crónica, Héctor Ricardo García.

Ana y yo habíamos vivido las históricas jornadas del 19 al 20 de diciembre en la calle, entre gases y escopetazos de la Federal. En la madrugada habíamos visto a un hombre desangrarse al pie de las escalinatas del Congreso, nos habían disparado, y llegábamos al Teatriz con el veneno lacrimógeno en los pulmones y una gran exaltación, por haber contribuido a sacar de la Rosada al responsable directo de 34 asesinatos. En nuestro candor, explicable en gente que estuvo tantos años fuera de la Argentina, buscábamos regenerar los sentimientos básicos de la militancia que alguna vez tuvimos, confundiendo las asambleas vecinales y su epifanía coral de Parque Chacabuco con las jornadas de la Comuna, con aquella Barcelona que durante seis meses y sólo seis meses fue libertaria y cantó “a las barricadas”.

Cristina nos miraba seria, alzando la vista desde sus penitenciarias lechugas; Néstor se sonreía canchero, silabeaba con su clásico seseo interdental, convirtiendo la boca en pico confidencial: “Yo te voy a contar a vos lo que realmente pasó, qué hubo detrás de todo esto”. Y una tarde, en su oficina de la Casa de Santa Cruz, me contó su versión del 20 de diciembre: el complot de Eduardo Duhalde y Carlos Ruckauf para voltear a esa copia suburbana de Luis XVI que era De la Rúa. Fue una de las fuentes principales de mi libro El palacio y la calle. Su error, que luego corregiría con algunas medidas acertadas de gobierno, fue pensar que todo había sido una conspiración y nada más. El mío, darle un peso determinante a la pueblada.

Ellos, que habían vivido el estallido allá lejos, en Santa Cruz y dentro de lo que acertadamente marx definió como la superestructura, tenían cierto grado de razón en vacunarnos contra un entusiasmo precipitado, en advertirnos sobre la índole conservadora y mezquina de gran parte de la clase media argentina que había guardado absoluto silencio frente a treinta mil desaparecidos, tenían razón en augurar que “piquetes y cacerolas, la lucha es una sola” se acabaría en cuanto cada uno regresara a su clase o a su definitivo desclase, pero escucharon, decantaron y supieron utilizar algunos argumentos razonables que esgrimimos en medio de nuestro discurso apasionado.

Una noche intuí que mi amigo, el de apellido raro, que sólo conocían los escasos ciudadanos santacruceños, podía convertirse en Presidente de la República. Con Ana conversamos sobre esa posibilidad durante muchas noches, después de acompañarlos a su departamento, en la loma de Uruguay y Juncal. Ella coincidía conmigo: no eran nuestro “fin de la historia”, no eran ese PT que Víctor De Gennaro no se decidía a construir, pero Néstor podía ser un Fernando Henrique Cardoso, el puente, la transición hacia una renovación social y política del país derruido por el neoliberalismo.

En 2002, la relación personal se convirtió en relación orgánica, el desconocido se lanzó a la carrera por la Presidencia y nos invitó a integrar un comando de campaña muy reducido, que conducía la propia Cristina e integraban Miguel Talento, Elvio Vitali, Enrique “Pepe” Albistur y, ya en posición muy destacada, Alberto Fernández. Nos reuníamos precisamente en el estudio de Alberto, ubicado en la bajada de Callao hacia Libertador y a mí me inquietaba la foto colgada a espaldas del anfitrión, donde se lo veía, muy sonriente, con Domingo Cavallo, el autor intelectual de la hecatombe argentina.

Esta pertenencia nuestra al entourage del candidato duró poco. El primer gran sapo a tragar fue la alianza con Duhalde tejida astutamente por Alberto. Recuerdo la discusión en otro restaurante posmoderno de la calle Juncal, cuando Cristina explotó:

—Néstor, no te podés aliar con él, es un mafioso.

Kirchner, inclinando el pico y alzando la mano alargada, reconoció:

—No llego, Cristina, si no me alío con él no llego.

Y era rigurosamente cierto: el senador Duhalde, devenido presidente provisional por el incendio de 2001, que él mismo había alimentado con nafta de aviación, no podía presentarse porque estaba manchado con la sangre de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, dos jóvenes militantes asesinados por la Policía Bonaerense, esa que el gobernador había condecorado como “la mejor del mundo”. Antes que Néstor había dos candidatos en espera: el piloto Carlos “Lole” Reutemann, que ocupaba la pole position con un 35 por ciento en las encuestas y, en el pelotón, con un mediocre 6 por ciento (y sin posibilidades de mayor crecimiento) el cordobés Juan Manuel de la Sota. Cuando el senador Eduardo Menem, hermano y operador del ex presidente, visitó al Lole, le mostró algo tan “oscuro” que lo sacó de pista.

Entonces Alberto Fernández marchó a olivos y pactó el apoyo del Cabezón a Kirchner, que en ese momento tenía apenas el dos por ciento.

En febrero de 2003, me enteré en Miramar, donde pasaba unas cortas vacaciones, que Kirchner le había ofrecido a Daniel Scioli la candidatura a vicepresidente y ya me pareció una grosería que no tenía por qué aguantar.

Tuvimos una larga y áspera discusión en la Casa de Santa Cruz: Néstor, Cristina y yo. Les dije que el motonauta sería una bellísima persona, pero era un arquetipo del menemismo y yo no estaba dispuesto a sacrificar mi único patrimonio que es la credibilidad. Cristina primero intentó defenderlo, recordando el papel que Scioli había jugado junto a ella en la Comisión de Lavado, luego me miró con fastidio y supe que nunca me perdonaría esa insolencia.

Néstor ensayó una sonrisa melancólica y me aclaró por si no me había enterado:

—¿Sabés qué pasa?: Soy peronista.

Luego, antes de abandonar su propio despacho, antes de cerrar la puerta y el encuentro, me soltó un curioso reproche: —Cuando ustedes, que eran nuestros jefes, nos daban una orden, la cumplíamos sin chistar…

Estaba equivocado. Yo no había sido su jefe en aquellos años. Tampoco me contaba entre “los jefes”. Para el enemigo podía parecer un general; para la Conducción Nacional de montoneros era apenas el equivalente de un sargento mayor.

Esta primera ruptura pasó desapercibida en la superficie, pero tuvo importantes implicaciones en los años que vendrían. Cuando se enfrentó con Menem, que le ganó en la primera vuelta, no tuve dudas: escribí una nota en Página/12, titulada “El mal mayor”, donde instaba a los ciudadanos a no equivocarse. Sabía que un nuevo triunfo del riojano sería una tragedia. Cuando el socio menor de Bush huyó de la segunda vuelta, me gustó la contundencia de Néstor para descalificarlo. El 25 de mayo, estuvimos con Ana en todas las ceremonias de la asunción. Me reencontraba con el Salón Blanco de la Rosada después de treinta años de obligada y voluntaria ausencia. Los años de la persecución, la clandestinidad y el exilio. Los años de Raúl Alfonsín, en los que no pude retornar con mi familia porque había una causa en mi contra heredada de la dictadura; los años de Carlos Menem, al que siempre fustigué con dureza.

Recordé a Dardo Cabo y a todos los otros compañeros que habían estado allí durante la asunción de Héctor Cámpora. Cuando Kirchner evocó aquel momento, señalando que él era uno de esos muchachos que estaban gritando y saltando en la Plaza, la congoja me trepó a la garganta y tuve que hacer un esfuerzo inmenso para evitar un sollozo. En las semanas y meses que siguieron me entusiasmaron los gestos contra la impunidad del estado terrorista de ese Presidente que, en una cierta medida, habíamos ayudado a llegar. Me emocionaron la bajada de los retratos en el Colegio militar, el acto de la ESMA, la convocatoria al pueblo para que apoyara su imprescindible reforma de la Corte Suprema. También la manera en que Kirchner devolvía respeto a la figura presidencial, anegada en el inodoro de la historia junto con el helicóptero que transportó a Fernando de la Rúa.

Pero, a despecho de lo que muchos creían, distaba mucho de estar en el círculo áulico del poder. Ni siquiera en sus alrededores. Es más, a Néstor no le hizo mucha gracia mi candidatura a diputado nacional. “Te van a masacrar”, me aconsejó paternal. Y hasta se permitió un chiste que de algún modo reflejaba sus sentimientos más profundos: “Pibe, si querés una foto conmigo tenés que ponerte. Una foto conmigo cuesta un toco de guita”. Luego, cuando saqué 160 mil votos, me llamó para felicitarme.

Cristina, en cambio, porque conocía muy bien la experiencia de Ana en el Channel Four de Londres, y también por una cuestión de género, la hizo designar directora informativa de Canal 7. Para restarle poder, Alberto Fernández y Albistur nombraron un director con las mismas atribuciones, pero con malas prácticas y peores intenciones: Leonardo Bechini. La ética de una y otro era inversamente proporcional a los vehículos que usaban: Ana, un Gol modelo 1989, que parecía de la Segunda Guerra mundial, Bechini una Cherokee cuatro por cuatro, de setenta mil dólares. Kirchner, salomónico, puso por encima de los directores a un hombre de su confianza, Ricardo Palacio, un inútil que no tardó en ser cooptado por Bechini, que se lo llevaba de parranda. Para mi mujer, que estaba gravemente enferma de cáncer, esa designación en el canal oficial fue un verdadero calvario. Los del Sindicato Argentino de Televisión (SAT) y otros personajes igualmente siniestros de algunos medios, le hicieron la vida imposible.

A causa de esa guerra secreta de los inmorales de siempre contra una idealista que pretendía recrear la televisión pública de Gran Bretaña en estas tierras, tuve la primera discusión fuerte con Néstor Kirchner. En su propio despacho y ante el pánico de su secretario general, Oscar Parrilli, a quien llamábamos el “sargento” Parrilli.

Le reproché duramente a Néstor que no defendiera la tarea en favor de la televisión pública que estaba realizando Ana, que ni siquiera entendiera lo que debía ser una televisión pública. En aquella época había una alianza inextricable con Clarín y mis intentos por reformar la Ley de Radiodifusión de la dictadura chocaban con la indiferencia glacial del gobierno y se morían en el Senado.

Me permití decirle que el mayor peligro del poder consiste en rodearse “de alcahuetes y ladrones”. Se puso rojo de furia. En el fondo yo hablaba todavía de cuestiones menores, como la corrupción imperante en Canal 7. Ignoraba lo que ahora conozco a fondo: el salto cualitativo en el saqueo, de la privatización del patrimonio estatal a la apropiación y destrucción de los recursos esenciales para la vida.

 

Buenos Aires, 3 de diciembre de 2003

El hombre que estaba por largar la bomba atómica, conocía desde adentro a la mafia política y temía que “esos salvajes” atentaran contra su vida o contra su familia. Pero tenía que hablar y vomitarlo todo ante la prensa y la justicia o iba a quedar como el único corrupto del país. “Chacho” Álvarez le apuntaba los cañones, Página/12 le apuntaba los cañones y lo habían echado del Senado.

Había negociado con los de la revista TXT que contaría toda la verdad de los sobornos en el Senado a cambio de 25 mil dólares, para sacar a su familia del país. “No se preocupe, Mario, nosotros le cubrimos los gastos que ellos van a tener fuera del país”, le prometieron en la revista que dirigía Adolfo Castelo. Pidió que le “dieran la plata a ellos” y le hicieran un contrato formal para entregárselo a la justicia. Seguía razonablemente aterrado y escuchó lo que un amigo le decía: “me parece que antes de presentarte al juez tenés que hablar con el gobierno, tenés que buscar una garantía de seguridad para vos y tu familia”.

Entonces Mario Pontaquarto, el arrepentido que estaba por resucitar la causa de las coimas, ingresó a la Casa Rosada por la explanada de Rivadavia, para ver al señor jefe de Gabinete, Alberto Fernández. Lo acompañaba su amigo Daniel Bravo, hijo del gran líder socialista Alfredo Bravo, el recto Bravo, que tanto lo quería y había muerto siete meses antes, sin saber que él había sido el que entregó los cinco millones del soborno.

“La SIDE puso el dinero y el que pagó fui yo. Yo estoy aceptando que pagué el dinero de los sobornos. Entiendan que yo estaba inmerso en un sistema perverso de hacer política y de eso es de lo que me arrepiento”, confesó Pontaquarto ante la periodista María Fernanda Villosio, la misma que dos años antes, cuando trabajaba para el diario La Nación, había logrado sonsacarle una confesión en off al senador salteño Emilio Cantarero.

Mientras subía por la escalinata de mármol y observaba la presencia hierática de los granaderos, le vino a la mente aquella otra reunión en la Rosada, donde había arrancado todo ese torbellino en que estaba envuelto: el presidente De la Rúa; el ministro de Trabajo Alberto Flamarique; el jefe de la SIDE, Fernando De Santibañes; su propio jefe de bloque, el senador radical José “Pepe” Genoud; el jefe del bloque justicialista, Augusto “Choclo” Alasino y uno de sus compinches en la Banda del Senado, el senador jujeño Alberto “Beto” Tell. El momento exacto, cinematográfico, en que “Pepe” le había dicho a De la Rúa: “El justicialismo necesita otras cosas para votar la ley”. El gesto ese de costado, los labios presidenciales alargados hacia el jefe de los espías y la orden precisa, irrefutable: “Aarréglenlo con De Santibañes”.

Después de aquella reunión fatal, cuando regresaban en el auto al Congreso con la orden presidencial bailando en la cabeza, Pepe Genoud le hizo una pregunta boluda:

—¿Qué tiene que ver De Santibañes con la reforma laboral?

El secretario parlamentario, más listo y poderoso que muchos senadores, sonrió en la penumbra.

—Tiene que ver con la guita, Pepe, con la guita que estos cosos quieren para votar la ley.

Alberto Fernández los recibió en su despacho, contiguo al del Presidente, donde no era raro que el Pingüino abriera la puerta y se colara en las reuniones del subordinado No 1. Esta vez no la abrió para toparse con el arrepentido. Tengo cara de pelotudo, pero no soy pelotudo. Minutos antes le había dicho a su jefe de Gabinete: “Que vaya a la justicia. Si no, no lo apoyamos”.

Alberto sonrió, le ofreció un cortado. El hombrón, todavía vestido de traje a la vieja usanza radical, parecía aplastado por una motoniveladora. Le alargó una carta con la confesión y suplicó:

—Yo no tengo ningún problema en que ustedes sepan esto y calibren quién es el que hace la denuncia, pero lo único que le voy a pedir es que no la haga pública hasta que mi familia salga del país, hoy a la noche.

Alberto asintió, mirando de reojo la puerta que tenía seis metros a la izquierda.

—Yo me comprometo: al único que se lo voy a decir es al Presidente.

—Yo lo único que pido es eso.

Alberto sonrió bajo los bigotes, alargó una mano para palmearlo:

—Quedate tranquilo, Mario.

Entonces bajó la voz hasta casi tornarla inaudible. Quería saber si José Luis Gioja figuraba en la lista de los senadores que recibirían la coima. Pontaquarto asintió y le dio la cifra.

Alberto miró hacia la puerta contigua, con la frente arrugada. El dato era crucial para tomar una decisión inmediata. La semana siguiente, el 10 de diciembre, Gioja juraría como gobernador de San Juan. Aunque había apoyado la candidatura, Néstor no podía quemarse yendo a darle un abrazo a quien sería denunciado como coimero en pocas horas. Menos Cristina, que había tomado la causa de los sobornos como propia. En noviembre de 2001, cuando todavía estaban enfrentados con Duhalde y habían conformado el Frente Federal con gobernadores de algunas provincias chicas, me habían dado letra y hasta un título para mi nota “la Banda sigue tocando”, sobre las nuevas autoridades del Senado. Cristina, a quien le negaban la Comisión de Asuntos Constitucionales, estaba furiosa con su propio bloque, que ahora presidía José Luis Gioja. “Te das cuenta —me dijo Néstor con su clásica sonrisa cómplice— son los mismos ladri de siempre”.

—Quedate tranquilo, Mario —reiteró el jefe de Gabinete, impaciente por darle la noticia al Presidente.

Cristina Fernández de Kirchner solicitó la taquigráfica del Senado para ver cómo había sido la votación de la reforma laboral. Como la votación había sido a mano alzada, era difícil determinar los votos con precisión. Gioja no figuraba entre los cuatro justicialistas que habían votado claramente en contra. No podía haberse abstenido porque no se había registrado ninguna autorización para abstenerse. Había solamente un dato irrefutable: sí había estado presente en la sesión del 26 de abril de 2000.

Luego apareció el video.

Ni Néstor, ni Cristina, ni nadie importante del gobierno viajó a San Juan, el 10 de diciembre de 2003 cuando José Luis Gioja asumió el gobierno de la provincia.

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