DOLORES: SUICIDA… HASTA MATAR

17/01/2014 - 12:00 am

Son víctimas y victimarias. Casi todas vieron a sus madres ahorrar cada peso como si cada uno fuera la esperanza de que sus hijos no morirían de hambre. Algunas apenas saben leer. En sus barrios, en sus infancias, la vida fue una prueba diaria de supervivencia y un reto para abandonar la niñez con el menor daño posible. Pero la pobreza está lejos de ser la principal explicación o México tendría 25 millones de inminentes asesinas. Y las mujeres ricas también matan, pero a su auxilio acuden opulentos despachos de abogados y no exangües defensores de oficio. Ellas aseguran que jueces y policías también hacen la diferencia. Quizá no haya justificaciones para el asesinato, pero con mayor o menor claridad sí existen explicaciones de por qué una mujer deja de trapear, tender ropa e ignorar infidelidades y dispara revólveres, blande cuchillos, ahorca, mezcla venenos o mata con sus propias manos…

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Foto: Cuartosucro

MATAR O MORIR | ÚLTIMA PARTE
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Ciudad de México, 16 de enero (SinEmbargo).–  “¿Se va a salvar?”, preguntó Dolores, todavía histérica. Juan Antonio Ibáñez, su marido, aún tenía pequeños espasmos. Su piel estaba caliente y la sangre aún estaba líquida. “¿Va a vivir?”, insistió la mujer al socorrista Edgar Gómez.

El paramédico se reclinó cerca de la cabeza de ese hombre, convertida en diez kilos de carne molida y huesos expuestos. Gómez la miró con lástima: “Cúbralo, señora. Préndale una veladora”. Dolores estiró la mano y apagó el televisor. Las sirenas de la policía se escucharon con más claridad. No tardaba en salir el sol del 12 de agosto de 2001. Echó una última mirada a la enorme casa de tres plantas y recordó los primeros años de su vida, los de la pobreza al otro lado de la ciudad, en Iztapalapa, donde había nacido 28 años atrás.

Los primeros recuerdos de Dolores fueron acunados en la colonia El Manto, en Iztapalapa. La existencia en la memoria es a partir de los cuatro años. Se mira sentada a la mesa y cómo, sin más, su padre le daba un manotazo en la cabeza. Y cómo, antes de que los demás despertaran, Josefina llegaba a su habitación y la movía en la oscuridad. Ella abría los ojos y salía a la calle de la mano de su madre. Caminaban unas cuadras y la dejaba sentada en la entrada de la casa de la abuela, donde Josefina fingía que la niña dormía y vivía.

A veces el plan no funcionaba y Rogelio, su padre, la sorprendía en su casa. La tomaba por el pelo hasta ponerla frente a Josefina, a quien le tocaba la siguiente tunda.

“¡Esta hija de la chingada no es mi hija!”, vociferaba.

Dolores huía y sólo se explicaba esa conducta como un castigo a su fealdad, primera idea de sí misma y que se quedaría con ella para siempre. Cuando Dolores tenía seis años, Rogelio murió bajo un camión en la avenida Zaragoza. No recuerda mayores detalles del accidente, sólo que vio una caja de terciopelo morado en el cuarto del que la sacaban en la madrugada, pero nunca el cadáver, quedando en luto permanente e inconcluso y a la espera de respuestas que nunca llegaron. Con el resentimiento hinchado, la sensación de desprotección y un vacío que cada año se volvió más vasto.

Mucho tiempo después, Dolores escribirá en un desdoble de sí misma: “Estaba sentada muy triste en una banca del parque. La gente pasaba y nadie volteaba a verla. Yo me acerqué, porque vi mucha tristeza en su rostro. Sin hablar, primero estuve sentada. Después le pregunté qué tienes y me dijo que estaba sola y triste. Me dijo que yo estaba igual, pero que yo estaba hecha de carne hueso y espíritu y ella no. Ella sólo era un ángel. Me dijo que secara mis lágrimas y siguiera adelante”.

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Imagen: Especial

Rogelio era albañil de día y velador de noche en un terreno de El Manto. Los dueños le habían permitido levantar unos cuartos para dar casa a su familia: siete hijos y una mujer imposibilitada de trabajar por el orgullo y celo de su marido. Su muerte habría significado una bendición para todos, pero como los dejó sin más herencia que su cuerpo maltrecho, fue todo lo contrario.

Antes de morir, compró un terreno en Valle de Chalco donde la ciudad dejaba de serlo y se convertía en hileras de lámina, cartón y maderos habitados por los indígenas que llegaban de Oaxaca o Chiapas perseguidos por la pobreza del campo y se encontraban con una peor.

Los terrenos se resistían a dejar de ser pantanos, últimos charcos de los antiguos lagos del oriente del Valle de México. El agua para construir las pocas casas de cemento se sacaba después de palear un suelo de gelatina café a metro y medio de la superficie. La familia de Dolores no era de indígenas, pero ese fue el lugar para el que alcanzó el sueldo de Rogelio, albañil desde siempre. A su muerte, la familia fue echada del terreno de El Manto.

Una vecina del terreno de Chalco se apiadó de ellos y les dio acomodo a los ocho. Con 13 años de edad, el mayor de los hermanos, Ramiro, se hizo cargo de la familia. Cuando no construía por sueldo, lo hacía para la casa de su madre y hermanos, cuatro hombres y cuatro mujeres.

Cuando Ramiro terminó la obra, les mostró el terreno de cinco metros de frente por doce de fondo con dos cuartos diminutos de tabique pelón, uno destinado a la cocina y otro para habitación de los ocho, repartidos en dos camas sobre el piso de tierra. No había energía eléctrica, agua potable, drenaje ni recolección de basura o seguridad pública. Las calles eran charcas de un lodo negruzco de donde despegaban moscas de color verde metálico. Nada brillaba más en Valle de Chalco que las moscas. Tanta era la miseria, que años después Carlos Salinas de Gortari expropiaría el pedazo de desposeídos con fines propagandísticos y lo rebautizó como Valle de Chalco Solidaridad.

Con una administración rigurosa del hogar, de contar grano por grano, Josefina tenía para dar de comer frijoles y tortillas. Rara vez ocurría el milagro de la carne. Así creció Dolores: con las calcetas del uniforme embarradas de fango, la obligación de acostumbrarse al olor que fuera y la urgencia de vender dulces cuando no estaba en la escuela. También de Josefina, una madre a la que cada noche se le quebraba un poco más la espalda de lavar y planchar ropa ajena, de ver a sus niños con costras de tierra en las piernas y chorros de mocos disecados debajo de la nariz. La mujer tiraba manotazos, decía no soportarlos más.

La única excepción era Ramiro, tal vez el único al que quiso y que poco tiempo después se iría de la casa que construyó. Josefina se quebraba, reunía las pocas cosas que tenía y se salía con la idea de nunca regresar. No sabía que sus hijos se alegraban con la esperanza de que cumpliera la amenaza. Pero, ya entrada la noche, volvía derrotada para derrotar a sus hijos. Se acostaba en la cama que compartía con dos o tres y se dormía respirando el mismo aire que olía desde niña. Una de esas veces, en la oscuridad de nueve durmiendo juntos, Dolores sintió como uno de los varones cambiaba de cama y apretaba su cuerpo contra el de ella por detrás.

El muchacho, de unos 13 o 14, le pidió que guardara silencio.

Ella obedeció.

Sintió el mecimiento de sus caderas y después nada. Ella tenía ocho o nueve años. En los días siguientes, los acercamientos dejaron de ser por las noches y se repitieron durante el día, cuando se quedaban a solas.

Después apareció otro hermano, más o menos de la misma edad con el mismo anhelo de acercarse, situación a la que los muchachos llamaban jugar. Dolores descubrió que en el juego también participaba Adriana, una de las hermanas que le seguían con mayor edad.

Dos hermanas y dos hermanos.

Dolores recuerda que a las niñas les desagradaba el toqueteo y ahora considera que se trató de un abuso. La situación se prolongó tres años en que las niñas callaron por instrucciones de los varones y con la sensación de estar involucradas en algo indebido.

El juego terminó la tarde en que Josefina entró a la casa y descubrió a sus hijos en el incesto. Severa, la mujer pidió a los muchachos que salieran de la casa para quedarse a solas con las niñas. Cada golpe que atinaba darles era seguido por el grito de “¡puta!”. Luego las llevó con un médico para revisar si la castidad de sus hijas había sobrevivido. Pero dio un dictamen que puso más furiosa y más triste a Josefina.

“¿Pues qué es lo que son?”, les preguntó a sus hijas.

Y regresó a la retahíla de insultos. Así se incrustó en Dolores la segunda idea más importante de ella misma: era puta. Era puta y fea. La idea le daba vueltas hasta marearla. Atrapaba las palabras y ya no podía separarlas, como si fueran dos lagartos abrazados. Sólo aquietaba el avispero revuelto con la fantasía de suicidarse.

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Imagen: Especial

Dolores ingresó a la secundaria en Valle de Chalco y se dio cuenta de la existencia de los hombres.

Cada carta de amor descubierta por Josefina era una andanada de ofensas. Una, la de siempre, prevalecía. Con esa empezaba y con la misma terminaba. Tuvo su primer novio a los 12 años, Alejandro, un niño que cuando la besaba la hacía sentirse con la boca sucia. No es que la hiciera recordar a sus hermanos, pues ellos nunca la besaron en la boca, sino que el beso era la invocación de su madre reprobándola con la cabeza y diciendo sólo con los labios la palabra de costumbre. El chico se desesperó y rompió.

El siguiente fue Francisco, de 21 años, un vecino alto y guapo al que veía lleno de experiencia por estar en medio de un divorcio y quien, por supuesto, le exigía más que un beso. Ella aceptó con la idea de retenerlo, pero él decidió dar marcha atrás a la separación y dejó a Dolores. Luego vino otro hombre, quien le complicaba demasiado la vida por su obsesión de casarse. Lanzó un bombardeo de flores, elogios a Josefina y una determinación expresa de no tocarla en pos de su virginidad. Pero no dio en el blanco buscado. Logró casarse con una de las Arellano, pero no con Dolores, sino con una de las hermanas mayores.

A los 14 años, Dolores abandonó la secundaria por decisión de Josefina, quien argumentaba que a su hija no le gustaba la escuela. La muchacha sospechaba que en la decisión influyó más la imposibilidad de su madre de pagar más útiles escolares y libros y, por encima de cualquier otra circunstancia, alejarla de los muchachos.

Si la idea era el noviazgo, pensaba Josefina, sería bajo reglas estrictas que tendrían como condición ineludible la preparación que ella misma haría para el matrimonio.

Fue por esos días llegó Juan Antonio. Ella jugaba pelota y la lanzó a una azotea. Él se ofreció a bajarla. Ágil, trepó por un poste y regresó con el balón en la mano. Ese día se besaron y a la semana siguiente, pactaron que Dolores huiría con él. Juan Antonio era un hombre católico y provinciano que había abandonado la preparatoria al poco tiempo de iniciarla.

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El muchacho logró emplearse como vendedor y cobrador de muebles a crédito para una pequeña empresa en el oriente del estado de México, donde le iba bien, no por lo muebles de ínfima calidad que vendía, sino porque siempre fue un hombre trabajador.

Él tenía 22 años, era soltero, vivía sólo y necesitaba una mujer que lavara, planchara e hiciera de comer. A ella le urgía huir de la casa con un hombre que no entendiera la virginidad como un requisito indispensable. Y la mejor opción era ese vendedor que convirtiera en pasado un presente que le ocasionaba vergüenza. Al día siguiente de cumplir 15 años dejó el trabajo que Josefina le había conseguido en una dulcería de La Merced y se fue a la autopista a Puebla. Subió a un camión que la dejó en el Puente Blanco, en Chalco, y vio la camioneta del abonero que se convertiría en su marido. Nada más con la ropa que traía consigo dejó la casa de Josefina.

Juan Antonio manejó de regreso hacia el Distrito Federal y subió el cerro pavimentado de San Miguel Teotongo. Le señaló a Dolores dos cuartos de lámina de asbesto. Era su nueva casa. Abrió la puerta y ella se maravilló por el piso de cemento con tapetes, ropero, cama, comedor, vitrina, la estufa, un estéreo y televisión. La muchacha supuso la preocupación de su madre. Regresó por ella a Valle de Chalco y le presumió su casa. Prendió el radio, encendió la televisión y como la mayor muestra del éxito de su relación, le enseñó los zapatos que Juan le había comprado.

Josefina la vio con desprecio y le repitió la vieja palabra. Dolores concluyó que esa mujer no la querría nunca, que odiaba cualquier asomo de felicidad ajena y la despreció para siempre.

El inicio de su unión fue mucho más complicado de lo que su experiencia pudiera suponer.

Años después, ella narraría esos momentos en entrevista:

“Al principio yo no quería ni siquiera que me viera el cuerpo. Yo no quería ni que me tocara. Pero si yo ya estaba ahí y era su mujer, tenía que cumplir. Yo no disfrutaba. Me provocaba un martirio que se subiera en mí. Pensé que si iba a sufrir así no iba a aguantar, porque sangré durante 15 días y entonces entendí el significado de la virginidad y supe que mis hermanos no se la habían llevado. Las relaciones eran muy dolorosas. Tanto, que quería regresar a mi casa sólo de pensar en que cada noche debía cumplir con la obligación. Él no tenía cuidado, él sólo iba al punto. Desde entonces tuvimos problemas, porque yo apagaba la luz o me encerraba una hora en el baño.

“Él decía que yo me había puesto algo, que chorreaba barniz de uñas en la cama. Después él entendió que no fingía y yo aprendí a disfrutar a mi marido, como nunca habría de gozar a otro hombre. Pero luego vino el hecho de que yo no sabía hacer el aseo de la casa ni cocinar. Esto provocaba muchos problemas, también que yo siempre estuviera preocupada porque él no estaba o regresaba y se iba con sus amigos. Siempre, todos los días, había problemas. Como a las dos semanas de estar juntos empezaron los golpes. Me golpeaba y pronto supe cómo golpearlo también. Entendí que como aprendí a sufrir desde niña, los pleitos eran algo que me hacía sentir bien”.

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Imagen: Especial

Dolores tardó menos de un año en quedar encinta. Nació la primera hija y la bautizaron Thalía a petición de Juan. Antes de que naciera el segundo de sus hijos, Brandon, la relación se había topado con el inicio de las infidelidades de Juan, de su afición por el trago y de su éxito económico. Dejó la mueblería para la que trabajaba y abrió la suya.

El negocio prosperó al grado en que se convirtió en una fábrica de colchones, salas y comedores; daba empleo a más de 30 trabajadores y disponía de decenas de camionetas repartidoras.

A la vez, Juan inició romances que su mujer intuía, pero que justificaba en su propia minusvalía. En esas condiciones explicó a su marido que, por la seguridad de la niña y el hijo venidero, lo mejor sería casarse.

Él rechazó al inicio la propuesta, pero ella lo convirtió en tema de todo el día. Le decía que si un día lo asaltaban en la calle y moría, sus hijos quedarían en el desamparo por falta de certeza jurídica, que no conocía bien a su familia y que podrían aprovechar la oportunidad para desconocerlos y pretender los crecientes ahorros.

Juan comprendió que su mujer no cedería y, con fastidio, se fue a casar. No hubo boda religiosa, sólo civil. Tuvieron por padrinos a unos desconocidos y no hubo más.

La casa de lámina ya no existía. En su lugar, levantaron una de tres plantas. Ahí mismo se colocó la fábrica de muebles y en la medida que las ventas crecían, Dolores atraía a su familia a la prosperidad. Dio empleo a sus tres hermanas, Esmeralda, Adriana y Gabriela, la menor.

Hasta Josefina apareció y se mudó cerca de la enorme casa, convencida de que su hija había hecho bien las cosas en la vida. Pero en cuanto llegó al vecindario, sorbió con prisa todos los chismes locales y descubrió la inclinación de yerno por cualquier mujer que le pasara enfrente y decidió intervenir.

Cada mañana visitaba a su hija y la ponía al tanto del último rumor de los amores de su marido, sin importar lo verosímiles que fueran. No importaba que la cara de su hija se descompusiera cada día más. Para Josefina, era mejor que tuviera los ojos abiertos y no ser una pendeja.

En tanto, Juan Antonio estaba convencido de que si un hombre alcanzaba la riqueza, sería estúpido disfrutarla sólo con una mujer. Si bien quería a su esposa, concluía que si la había sacado del hoyo negro de Valle de Chalco, tenía derecho a serle infiel y a tratarla mal.

Se resarcía llevando a su mujer a un centro comercial para comprarle toda la ropa de marca que ella pudiera cargar. Le había regalado dos autos y de él dependía buena parte de su familia política. La casa y el desahogo económico traían algunas luces a Dolores, pero si se había fugado con ese hombre que le dio el albergue perdido en su niñez, a la hora de la infidelidad revivía la sensación de humillación y abandono a cada sospecha de traición.

Dolores exigía a su marido una relación de cada minuto del día y desarrolló un olfato tan agudo, que era capaz de identificar si el olor a jabón en su cuerpo era de hotel o de motel. Pero carecía de pruebas.

Hasta que durante un pleito con sus cuñadas, también atraídas por la creciente fortuna de Juan, escuchó el nombre y la dirección de su rival: Jessica, la vecina, una muchacha que representaba centímetro por centímetro el ideal de belleza de la propia Dolores: alta, piel blanca, senos voluptuosos, ojos verdes, cabello claro. Tenía 17 años, apenas dos menos que ella, y su vientre no estaba cruzado por cicatrices de dos cesáreas y a meses de tener la tercera.

No por mucho tiempo y esto era lo peor. Jessica desarrollaba un evidente embarazo y Dolores sólo podía atribuirlo a su marido. Confrontó a Juan, quien reconoció la andanza. El hombre lloró y juró que abandonaría a la muchacha y que, si ella quería, podía buscar un amante para saldar cuentas.

Ella guardó silencio.

Cuando su marido terminó de prometer que dejaría a la vecina y se fue, la vieja idea de suicidarse regresó, pero sin anclas en la fantasía.

Volvió a los seis años: era fea y estaba abandonada.

Parada junto a una ventana, rompió el vidrio. Levantó una de las cuchillas transparentes que cayeron al suelo y se cruzó las venas de las muñecas. Juan regresó poco después y la encontró tendida sobre su sangre y la llevó al hospital.

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Imagen: Especial

La depresión de Dolores y las infidelidades de Juan se profundizaron después del nacimiento de Viridiana, nombre tomado, como los otros dos, de una vida frente a la televisión.

Con respecto a sus hijos, Dolores se convirtió en la madre que tuvo y odió. Empezó a golpearlos y a humillarlos. A cada momento sacaba el tema de Jessica frente a su marido y quien fuera.

Una tarde, sus hermanas Adriana y Esmeralda le confiaron cómo Juan Antonio intentó seducirlas por separado. Autómata, Dolores tragó las pastillas que estaban a su alcance. Despertó en el hospital con el marido a los pies de la cama. El hombre le confió que él también sufría y le confesó su hábito por la cocaína con la idea de hacerla sentir mejor, que viera que no sólo ella era miserable.

Dolores había notado que su marido también sufría crisis de ansiedad, que pasaba la noche en vela con la televisión encendida. O se escondía como si lo persiguieran, pero dudó de la adicción o, más que eso, de enterarse por el propio Juan.

Como prueba, su marido sacó de la bolsa de la camisa un papel doblado y le mostró el polvo blanco. Luego negó sus intentos de alcanzar un romance con sus hermanas. Él suplicó perdón por los errores del pasado y reiteró su palabra de que ella podría buscar el desquite.

Pero antes de eso, le dijo, los médicos insistían en que debía ocuparse en algo e ir a terapia sicológica y siquiátrica. Dolores no creyó posible la súbita conversión de su marido a la monogamia, pero decidió buscar una ocupación.

Se inscribió en unos cursos de computación. Observó al profesor, un hombre grueso y sudoroso, como si fuera un melón de cera bajo el sol. Se le acercó y le pidió que la besara. Confundido, consciente de sí mismo, el instructor le pidió razones.

“Mi esposo dice que, cuando besa a otras mujeres tiene una sensación de cuando me besa a mí y a mí me gustaría saber qué es lo que siente”.

Más sudoroso aun, el profesor dio media vuelta y la dejó parada. Ella se sintió más disminuida e imbécil, pero se mantuvo decidida a tomarle la palabra a Juan Antonio.

Contrarrestó la opinión de su cuerpo con las suficientes horas de gimnasio para lastimarse e inició clases de cosmetología.

Pensaba en hombres lejanos a su familia, porque veía en su marido a un hombre salido de las películas de Pedro Infante, un hombre de rancho originario de los límites calientes del estado de México, Michoacán y Guerrero, con pistola y pronto para iniciar pleitos de la nada.

Buscó tratamiento emocional luego de abandonar cualquier reunión social, porque al llegar a la risa se le activaba un llanto irreversible que concluía en su cama. Le recomendaron un terapeuta de la Facultad de Estudios Superiores Zaragoza, Joaquín.

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El analista de Dolores era un hombre de 40 años que le gustó desde la primera sesión porque encontró en él la variante de hombre culto y mesurado, elementos que integraba en su fantasía de ser verdaderamente una mujer de sociedad.

Ella hablaba de su tragedia y él leía cuentos. Joaquín la citaba para la última consulta, despedía a su asistente y tendía una cobija en el recibidor del consultorio. Ahí hacían el amor y platicaban después de cualquier cosa, parte por la que iba Dolores, pues entendía como mejor amante a su marido.

Hasta que él se descubrió en medio de un conflicto profesional que otros de todo tipo, así que debieron ir juntos a terapia.

En un tiempo ella se aburrió con el tono solemne y culposo de Joaquín, así que lo dejó.

Buscó otro siquiatra que poco pudo frenar las consecuencias de la nueva tragedia de su paciente. Gabriela, la hermana menor de Dolores, le dio detalles de dónde vivía Jessica. La otra subió a uno de los dos autos que le había comprado el marido y fue a la dirección sin reparar en las razones por las que su hermana conocía esos detalles. A 20 metros vio a Juan Antonio salir con un niño en brazos y a Jessica con una enorme barriga.

No esperó más tiempo y ahí mismo reclamó. El marido la sujetó del brazo y la regresó al coche. Antes de que él diera explicación alguna, Dolores detalló cómo había dado con el lugar. Él dijo entonces que Gabriela estaba dolida y que con ella sí había logrado tener un amorío. De cuatro hermanas, ese hombre había pretendido a cuatro.

Tras la confesión, José Antonio bajó del auto y entró a su otra casa.

Dolores manejó de regreso y logró confirmar o se convenció que su marido le decía la verdad. A puñados tragó las 107 tabletas que tenía de Tafil, el medicamento prescrito para el control de la depresión, la ansiedad y el pánico. Una vez más, despertó en un hospital.

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Dolores pensaba que, alrededor de Juan Antonio, ningún hombre era capaz de mirarla siquiera de reojo.

Hubo una excepción, Octavio, el mejor amigo de su esposo. Era más joven y, por requisito que se autoimpuesto tras el bochornoso desaire del profesor de computación, más atractivo que Juan Antonio.

“Si voy a convertirme en lo que mi madre decía de mí o que fui, no será con un hombre más feo que mi marido. Y qué más da”, resolvió sobre las miradas de Octavio.

“Le llamaba por teléfono y le pedía que fuera a la casa. Mi dolor se satisfacía al saber que yo le era infiel a mi marido en su casa, en su cama y con sus fotos colgadas. Yo sabía que si él se enteraba me dejaba o me mataba y yo no sabía cual de las dos cosas podría dolerme más”.

Fue una aventura fugaz. Cuando Octavio comenzó a hablar de amor y de huir hacia la felicidad, ella no tuvo más remedio que echarlo de la cama. La advertencia de Dolores fue clara: sólo serían amantes.

Juan Antonio cada vez estaba más ausente y sólo por excepción dormía con su mujer.

La familia había dejado la casa de San Miguel Teotongo, Iztapalapa, ahuyentada por la violencia de sus vecinos que tomó forma en el secuestro del padre de Juan y atraída por un lugar donde los niños crecieran cerca de otros de su misma clase, con buenas escuelas privadas al alcance y grandes centros comerciales a la mano.

Escogieron el fraccionamiento privado de Arenal de Guadalupe, en Tlalpan. Compraron una casa con 20 metros de frente que casi demolieron para ampliarla a una residencia de tres pisos. Entre más grande, mejor. Sin embargo, la casa nunca convenció a Juan, cuyas ausencias se hicieron más prolongadas por la apertura de una nueva fábrica de muebles en Toluca.

Dolores buscó un nuevo amante y lo encontró en otro empleado de su marido, un hombre alto, rubio y de su misma edad, Miguel, quien la motivaba y le decía que era una mujer hermosa. Se enamoró y aceptó fugarse con él. Reunió algo de ropa, una buena cantidad de dinero y subieron a un camión a Morelia. A los días, Dolores se descubrió como una mujer que abandonaba a sus hijos por un desconocido, le pidió perdón y se regresó a la ciudad de México. Terminó la relación de un solo corte.

Al entrar a su casa, lo primero que vio fue al marido sentado a la mesa de la cocina. Se reconciliaron durante una semana, hasta que ella sintió y confirmó su cuarto embarazo. Hizo cálculos y se dio cuenta que el niño sería de Miguel.

“Si nacía mi hijo rubio como Miguel, mi marido lo mataría y a mí, porque ya tenía sospechas, pero él era de ese tipo de hombres que necesitan tener algo seguro para poder actuar”.

Fiel católica, pensó que el legrado era inaceptable y decidió decirle a su marido que en su huída, con una sobredosis de antidepresivos, llevó a su habitación a un maletero. Pidió perdón y recordó que él mismo le había ofrecido buscar un amante para emparejar los cartones.

Juan Antonio la escuchó con atención y, cuando su mujer calló, la derribó de un puñetazo. Luego la pateó en el suelo, mientras ella gritaba que le había mentido y que el niño era suyo, pero no logró convencerlo.

Él le recordó que si se había quedado con ella años atrás fue porque tuvo evidencia de su virginidad, pero ahora era una puta.

Dolores sufrió un aborto espontáneo y luego el abandono de Juan Antonio. Los hijos comenzaron a descomponerse. Ella era incapaz de despertar antes del mediodía y, si lo lograba, los mandaba a la escuela casi como salían de la cama. La mayor, entonces de diez años, intentaba arreglar a los otros dos y hacerles algo de desayunar. Con la enorme casa en obra y sin ayuda doméstica, las hijas de Dolores subían al camión con las calcetas del uniforme embarradas de cemento.

“Juan seguía yendo a la casa y seguíamos teniendo sexo. A veces a la fuerza y a veces porque yo quería. Así era nuestra relación. Él me golpeaba, pero a los cinco minutos estábamos en una relación sexual bastante buena y satisfactoria, que me llenaba emocionalmente. Aunque pudiera andar con sus amigos, amaba a mi marido. Siempre me satisfacía y yo a él. Yo lo llené como ninguna. Creo que por ese motivo nos enfermamos. No podíamos vivir juntos, pero el hecho de no saberlo conmigo me dolía mucho. Ya no sabía qué dolía más: estar con él o sin él. Él también sufría y también lloraba. Sufríamos y nos amábamos mucho. Después era yo quien suplicaba que regresara a la casa.

“Me enteré de que en Toluca ya tenía una novia, pero le suplicaba que volviera. Su misma familia me dijo que era muy guapa, muy alta y de 17 años. Cuando iba a la casa, yo lo invitaba a estar conmigo. Él me decía que yo era una mujer que valía mucho y que, aunque hubiera estado con otros hombres, él sabía que se merecía eso y más, pero que ya no podía vivir conmigo. Terminé siendo su tercera amante, detrás de la mujer con la que vivía en Toluca y de la primera, Jessica. Pero era la única a la que no escondía de las otras dos. Él estaba mal por las drogas y yo por la depresión. Podíamos besarnos y de repente me agarraba de los cabellos, me aventaba al suelo y me pateaba. Cuando se iba, juraba que si me volvía a golpear, lo mataría. Así que cuando regresaba, escondía cuchillos alrededor de la cama, pero a pesar de las golpizas, yo terminaba abrazada a sus pies pidiéndole que no se fuera”.

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Imagen: Especial

Dolores idealizaba a sus hombres, porque sólo así se convencía de que era mejor no estar sola. Se volvía sumisa y permisiva para no sentirse rechazada. Al conseguir un nuevo amante, deshacerse de él y ver cómo su marido era exitoso en sus amoríos, se encontraba en un mundo en que las hipótesis de sus padres eran ciertas: era puta y era fea; era mínima y era mejor morir.

Alternaba queridos con intentos suicidas. Contaba tres queridos por seis atentados contra ella misma, los dos primeros sin ninguna posibilidad de quedar sin vida. Pero a cada oportunidad se volvía más letal. Juan era el centro de su existencia y el temor de perderlo activaba el deseo de matarse; en esta ansiedad se desencadenaba un coraje desmedido ante un hombre al que consideraba negligente, represor y despreocupado.

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Abel apareció como el hombre opuesto. Lo conoció en el bautizo del hijo de su hermana Adriana. Era dos años más joven que ella y profesionista. Es o era hermano de Eduardo, el marido de Adriana. Se hicieron amigos y al poco tiempo iniciaron un romance y se enamoraron.

Él dejó un prometedor trabajo en Saltillo, Coahuila, a favor de la relación. Ella, por primera vez en diez años, dejó los antidepresivos. Por primera vez en su vida, con excepción de los primeros días con Juan Antonio, se sintió con la cabeza fuera del pozo de culpas. Prácticamente, Abel se mudó a la casa de Dolores. Se hizo amigo de los niños y ella casi formalizó como nuera con la madre de su amante y de su cuñado. Eran dos hermanas y dos hermanos.

“Abel ni se hacía a la idea de que yo seguía manteniendo relaciones por gusto con mi marido. Le mentía diciéndole que me forzaba a estar con él. Aunque a veces esto era cierto e independientemente de que yo amara a Abel, sabía reconocer que mi marido me hacía feliz en la intimidad y yo lo seguía buscando. Era un vicio. Le hablaba por teléfono y él le ponía algún pretexto a su novia para estar conmigo. Yo era la tercera amante, pero la única que podía saber de las otras dos.

“En verdad me enamoré de Abel. Me hacía reír, sentirme respetable y olvidar mi otra vida. Le pedí el divorcio a mi marido. Él propuso dejar a su novia y regresar conmigo. Me aterré, pues no quería que eso sucediera y le dije que su nueva chica le convenía y que él y yo estábamos mal, enfermos, y que terminaríamos matándonos. Le di todas las explicaciones posibles y que yo ya conocía, pero a las que me negaba, porque lo amaba. Pero en ese momento ya quería a otro hombre. Insistí con el divorcio y Juan amenazó con matarme si lo dejaba, que si yo tenía alguien más me mataría a mi y después a él. Y fue así que Abel y yo decidimos acabar con él”.

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Dolores y Abel decidieron matar a Juan Antonio en agosto de 2001 y pidieron ayuda a Adriana y a Eduardo. Dolores no tendría preocupaciones económicas, porque la fábrica de San Miguel Teotongo estaba a su nombre.

Lo demás quedó en manos de la familia política con la que ya había roto toda relación. El sábado 10 de ese mes afinaron los detalles. Al día siguiente, Juan recogería a sus hijos y a Dolores para ir al cine.

Abel, como hombre salvador y ofendido, conseguiría una pistola. Burlaría la seguridad del fraccionamiento y esperaría a su hermano Eduardo y a Adriana, pues Dolores no quería quedarse sola un instante.

En la madrugada, Dolores dejaría las llaves en los escalones de la entrada y llevaría a los niños a un escondite.

Abel entraría y subiría por la escalera hasta la habitación que ya conocía y dispararía a un Juan que estaría durmiendo. Tomaría algunas alhajas y dinero que ya sabía dónde estaban y huiría.

Dolores hablaría a la Cruz Roja y a la policía después. Darían la versión de un asalto: uno o dos hombres entraron, mataron a Juan Antonio y robaron.

Entre más sencillo mejor.

Enterrarían a Juan Antonio y luego, todos juntos, irían a Cuernavaca aprovechando la última semana de vacaciones de los niños.

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Imagen: Especial

El 11 de agosto Juan pasó temprano por sus hijos y su esposa.

Salieron a comer y entraron a una función de Jurassic Park III por la tarde. Regresaron a casa, cenaron y Dolores acostó los niños. Juan Antonio decidió dormir desnudo y prendió la televisión para arrullarse.

Poco antes de las tres de la mañana, Dolores bajó las escaleras, dio vuelta a la sala y abrió la puerta. Dejó las llaves a un lado de los escalones y quedó a la espera. Adriana y Eduardo llegaron en taxi poco después; el vigilante la reconoció y le permitió la entrada al fraccionamiento privado.

Abel, oculto, ya los esperaba.

Adriana abrió la puerta y entraron a la casa en penumbra. Dolores los escuchó y despertó a sus hijos. Les susurró que no hablaran y los llevó a un cuartito de la planta baja, donde ya estaban escondidos Adriana, Eduardo y la hija de ambos, Jessica.

Abel subió y se sacó de entre el pantalón y la rabadilla una pistola Browning nueve milímetros. Entró al cuarto en que dormía Juan Antonio. Pero la cocaína, las puertas y los pasos le habían adelgazado el sueño. Abel avanzó en la media luz mezclada del farol de la calle que entraba por la ventana y la televisión encendida. Juan despertó y reconoció una silueta distinta a la de su esposa. Se intentó enderezar sobre el colchón. Abel apuntó y le disparó a la cabeza. Jaló el gatillo una vez más.

“Son ladrones”, explicó Adriana a los niños tras oírse abajo los fogonazos.

Eduardo corrió escaleras arribas seguido por Dolores. Prendieron la luz de la habitación y encontraron a Juan Antonio sentado a la orilla de la cama, apretándose con una mano el chorro de sangre que le brotaba del cuello. La bala le había salido por el hombro derecho. Levantó la cabeza y vio a su mujer más sorprendida que preocupada. Luego a su cuñado y entendió qué pasaba. Quizás Abel ni se dio cuenta de que había fallado el segundo disparo. Sin cerciorarse, huyó con la pistola y sin robar nada.

–¡Tú me mandaste matar! –aulló Juan Antonio. –¡Te voy a matar a ti y a toda tu familia, hija de la chingada! –y corrió con el puño alzado hacia ella y resbaló con su propia sangre.

–¡Vamos a matarlo! –suplicó Dolores a su cuñado, horrorizada de que, aun en esos momentos, su marido la tratara de esa manera.

–¡Tráeme un cuchillo! –balbuceó Eduardo y Dolores corrió a la cocina.

Juan tenía 34 años. Era un hombre fuerte y ágil. Le decían El Flaco. A pesar del hábito de la cocaína y el consumo de alcohol, Juan estaba en buena condición física. Quizá la combinación de esas condiciones lo hizo tan resistente durante la agonía. Sin atención médica, con el tiro hubiera sido suficiente para que muriera.

Juan decidió pelear y se lanzó contra Eduardo. Forcejearon, pero Juan se desangraba y se debilitaba a cada momento y su concuño era más pesado que él. Eduardo lo arrojó contra la ventana que daba a la calle. Tras los disparos, la lluvia de vidrios que cayó sobre el pavimento terminó de despertar al vecindario.

Con la mirada a la misma altura y de frente, uno de los vecinos vio a Juan Antonio desnudo, parado en la cornisa y aferrado al marco y la cortina, mientras gritaba que lo estaban matando. También a un hombre vestido con una sudadera oscura y una franja blanca que no dejaba de golpearlo. Eduardo retrocedió y Juan logró regresar al cuarto. Eduardo tomó un pedazo de vidrio y regresó al ataque. Cayeron al suelo y Juan puso las manos por delante. Su brazo derecho ya casi estaba inútil. Eduardo lo hirió en el cuello. Juan metió la mano izquierda y la punta chata del cristal se le resbaló sobre la ceja. El vecino seguía las sombras y los gritos.

El vigilante también sabía que en la casa de la calle de Las Flores ocurría un crimen y habló a la policía. Dolores llegó con dos cuchillos y Eduardo escogió uno para continuar matando a Juan, esta vez con la ayuda de su cuñada, ambos empecinados en acuchillar la cabeza de Juan, necio en no morirse de una vez.

Eduardo se agotó y entendió que el plan se desmoronaba. Bajó y se encontró a su mujer afuera del cuartito, siguiendo los ruidos del asesinato. Los niños se asomaban con una cara como si siguieran en el cine.

“No pasa nada, no te va a pasar nada”, le dijo antes de salir a la calle para gritar que necesitaban ayuda.

Vestía una sudadera azul marino con una franja blanca y llevaba las manos chorreando sangre de Juan y suya, cortadas cuando empuñó el vidrio.

En la habitación, Juan no dejaba de respirar y de ver a su mujer. Adriana vio salir a Dolores e ir al cuarto de al lado y regresar con un martillo en la mano derecha. Se sentó a horcajadas sobre Juan Antonio y lanzó el primer golpe. Juan Antonio no se rendía y se cubrió la cara con la mano derecha, donde cayó el primer martillazo. Dolores dejó caer el acero sobre la frente abriendo un agujero de diez centímetros de ancho y cinco de largo. Con el cerebro a la vista, volvió a levantar el martillo una y otra vez para golpear la nariz, la boca, el resto de la cara, de la cabeza, hasta completar 16 golpes.

Se levantó y caminó hacia atrás. Exhausta, dejó caer el martillo a sus pies. Eduardo regresó y vio a su concuño. La mujer recogió el martillo y corrió a esconderlo.

* * *

La noche en la calle de Las Flores se hizo azul y roja. Los murmullos del vecindario despierto en la madrugada del lunes se hundieron debajo de la sirena de la Cruz Roja.

El socorrista Edgar Gómez descendió de la ambulancia y dudó en entrar. La policía no llegaba y los vecinos decían que los asaltantes aún estaban en la casa. Esperó un momento y se decidió a entrar con el equipo de primeros auxilios y el radio. Se encontró con las primeras manchas de sangre en la puerta de entrada. Siguió el rastro que se hacía más intenso en las escaleras. Dudó en asirse del barandal, también embadurnado de líquido rojo. Las paredes tenían manos pintadas de sangre resbalando y desapareciendo hacia abajo. Aceleró el paso y encontró a una mujer con las manos apretadas y una blusa gris tinta en sangre, al igual que las sábanas, los vidrios y los retazos de la cortina medio arrancada. Vio un hombre con la cabeza destrozada y luego un estremecimiento de su cuerpo, como un reflejo nervioso.

“¡¿Se va a salvar?!”, le preguntó la mujer con una angustia proporcional al daño del hombre. Edgar se esforzó por acercarse sin pisar el lago rojo. Tomó un brazo del hombre y buscó pulso. Le sorprendió que la sangre aún estuviera líquida y el cuerpo caliente. Sintió compasión por esa mujer que supuso era la viuda y que insistió, con aflicción redoblada: “¿Va a morir?”

* * *

Intentaron detallar el asalto del que habían sido víctimas. Cometieron varios errores y pronto se culparon entre ellos.

Al revisar la maleta de viaje de Adriana, los agentes encontraron uno de los cuchillos. El otro lo hallaron en la cocina. El martillo, manchado con una pasta de sangre, hueso, piel y cabello, estaba en el horno de la estufa.

Los peritos encontraron cerca de la puerta de la habitación una muela con una corona de oro. A la izquierda del crucifijo de la cabecera quedó incrustada la ojiva de plomo cobrizado que atravesó a Juan.

A los policías se les ocurrió explicar a la prensa que Dolores fue motivada por la impotencia de su marido: “Lo mata por incumplido”, titularon las páginas rojas.

Años después, Dolores aclara que no fue así: “Juan fue el mejor amante que tuve en mi vida”.

Fue sentenciada a 27 años y seis meses de prisión con el cargo de homicidio calificado cometido en pandilla. El castigo fue confirmado tras la apelación de la sentencia interpuesta por la mujer.

Dolores está presa en Santa Martha Acatitla y lleva once años y medio compurgados. Eduardo Hernández fue sentenciado a la misma pena y Adriana recibió 20 años. Abel sigue huyendo.

“Nos agarraron ya cansados. Yo sí declaré. Dije todo, porque fue más fácil sacarme la verdad a mí. Al principio lo negaba y dije que habían llegado a asaltarnos, pero al final dije todo”.

Tras el encierro, las ansias suicidas regresaron con más fuerza. Fue recluida en el módulo siquiátrico de la Torre Médica Tepepan, el hospital de los presidarios de la Ciudad de México. De rutina, los médicos preguntaban qué haría cuando saliera de prisión. Dolores contestaba una sola idea: “Matarme”. No sólo era la cárcel. También era la imposibilidad de estar despierta mucho tiempo. Dormir y dormir no hubiera tenido mayor importancia si no fuera por la recurrencia de las pesadillas en que el marido estaba vivo y con el rostro molido.

* * *

“Soy una mujer fea”, insiste en la prisión. Quizás ni ella lo crea.

Dolores tiene unos enormes ojos cafés, largas pestañas, cejas tupidas y bien delineadas. Su nariz es pequeña y altanera. Su boca siempre está bien pintada. Dolores es una de las raras mujeres de Santa Martha que viste con falda. Ella lleva una de tubo que pronuncia las curvas de sus caderas y alarga su cuerpo delgado. Lleva algunos mechones de cabello decolorados, como de salón de belleza.

Anda de la mano con otra mujer. No es lesbiana, pero en prisión más de la mitad de las mujeres intima con otra. A diferencia de los hombres presos que lo hacen con otros varones en la búsqueda de poder y dominio, ellas lo hacen por compañía y afecto.

Dolores dice que no, que se trata de una amiga. Que su amor actual es de un hombre, pero es un amorío inconfesable y que ya no habla con Adriana.

“No nací para delinquir. No me dedicaba a delinquir. Crecí en un lugar en que no había tanta delincuencia como ahora”, dice y voltea a su alrededor, a la cárcel. Se le escapa una risa. “Fueron las circunstancias las que me trajeron aquí. Tal vez por eso hablo de esta manera”.

Después de matar a Juan, no sólo Dolores quedó confinada. Una de sus hijas comenzó a hacer movimientos extraños, con secuencias compulsivas. Movía el cuello hacia la derecha tres ocasiones, a la izquierda cuatro, a la derecha cinco… Una mañana, la muchacha miró con detenimiento la punta del compás. La colocó sobre una vena del antebrazo y la clavó. Alcanzó a golpearse dos veces con el filo antes de que la controlaran. Poco después, junto a una ventana, rompió el vidrio y se hirió con una de las cuchillas transparentes. Fue internada en el hospital y después en un albergue para hijos de madres presas. Ahí le platicó a un siquiatra de las conversaciones que tenía con una niña que le hablaba y luego veía muerta.

–¿Quién es esa niña? –preguntó el médico.

Con voz baja, la hija de Dolores respondió.

–Soy yo.

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