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Jorge Alberto Gudiño Hernández

16/12/2017 - 12:02 am

Medalla Altamirano

Mi madre es maestra y lo es desde hace más de cincuenta años. No me dedicaré a exaltar su labor porque soy su hijo y hay quienes piensan que esto calificaría como el vituperio que comete quien halaga en boca propia. Aun así, debo decir que, durante toda mi vida, la he visto entregarse a […]

¿No sería más fácil que la SEP, así como una empresa cualquiera felicita a sus empleados más longevos en las comidas de fin de año, se encargara de premiar a todo el que alcance esos años de labor docente? Foto: Cuartoscuro

Mi madre es maestra y lo es desde hace más de cincuenta años. No me dedicaré a exaltar su labor porque soy su hijo y hay quienes piensan que esto calificaría como el vituperio que comete quien halaga en boca propia. Aun así, debo decir que, durante toda mi vida, la he visto entregarse a su oficio como pocos. Sólo eso.

Sé que ella, desde hace mucho tiempo, sabía de la existencia de la Medalla Altamirano (la llamaré así pues, en diferentes páginas gubernamentales, hay variaciones a su nomenclatura). Ésta se entrega a profesores de instituciones públicas o privadas que han cumplido con más de cuarenta años de servicio. Mi madre, ya lo he dicho, lleva medio siglo en estos trances. Así que le pareció una buena idea solicitarla.

La convocatoria le llegó por estas fechas. La lista de requisitos es importante y se dio a la tarea de juntar los documentos que acreditan sus años de labor docente. Lo consiguió en parte. Durante estos días me estuvo preguntando mi opinión respecto a cómo debía llenar un formato o cómo cumplir ciertos requisitos. Ignorante como soy de dicho proceso burocrático, le sugerí que llegara con su legajo al lugar señalado por la convocatoria para la entrega de papeles y, una vez ahí, hiciera las preguntas pertinentes.

Se encontró con un edificio a medio desalojar por causa del terremoto. A lo largo de algunas mesas de atención, varias maestras hacían el trámite para obtener la medalla. Huelga decir que la distinción se acompaña con un premio económico: menos de $80,000.00. Puede ser mucho o poco, dependiendo de quien lo evalúe, pero suena ínfimo comparado con ciertas jubilaciones de servidores públicos.

A partir de este momento, intento reproducir lo que ella me contó, ya sea que formó parte de su experiencia directa, ya que fuera testigo de primera mano dado que varias colegas intentaban el mismo objetivo. A saber:

Para dejar constancia de los lugares en los que se trabajó, el formato de la solicitud cuenta con tres renglones. Si una maestra estuvo en quince escuelas durante este medio siglo, debía ingeniárselas para que el nombre, el número de incorporación y algún otro dato de cada una de las instituciones cupieran en ese espacio.

Se debe presentar una constancia de que se trabajó en dichas escuelas sin importar, claro está, que la SEP cuenta (o debería contar) con una base de datos donde consta en qué periodos trabajaron qué docentes en qué escuelas. Esta información la solicitan cada año escolar. No sólo eso, dichas constancias deberán estar firmadas por el director técnico de la institución. Sucedió, por ejemplo, que una de las maestras trabaja en una escuela que cambió de nombre pues los dueños decidieron juntar los planteles de niñas y de niños. La directora de antaño ya no trabaja ahí. No hay forma de presentar la carta en cuestión.

Son necesarios los “Acuerdos de incorporación” de cada una de las instituciones educativas. Es decir, un oficio emitido por la SEP que garantiza que dicha escuela está incorporada a la Secretaría. De nuevo, la propia SEP, más que un documento fotocopiado y añejado por las décadas, debería dar fe de esa información. Si un profesor, hace treinta años, no se tomó la molestia de pedir una fotocopia de dicho acuerdo en la escuela en que trabajó mientras vivía en un pequeño poblado de la sierra, casi es imposible que lo consiga ahora. Y la SEP sabe si esa institución estuvo incorporada.

El colmo. Tras palomear los requisitos de una de las aspirantes, la encargada de recabarlos continuó con un diálogo casi inverosímil:

—¿Tiene el talón del primer cheque que cobró?
—No —supongo que la respuesta iba cargada de inquietud, de cierto escepticismo, de la idea de que se están burlando de uno—. Fue hace cincuenta años.
—Mmh. No importa —respondió la burócrata—, sin ese talón no puedo recibir sus documentos.

La Medalla Altamirano no hará de mi madre una mejor maestra. Todo lo que tenía que probar en un salón de clases lo ha hecho ya. El premio económico tampoco la convertirá en una persona rica. Ella sigue trabajando porque ama su profesión y porque no quiere vivir al amparo de una pingüe pensión o de la generosidad de otros. Ni siquiera es que busque ostentar la distinción acomodándola en una repisa especial. Es más probable que, de obtenerla, un buen día se las prestare a sus nietos; no es una adicta a las posesiones materiales. Pese a todo ello, más que ridícula, me parece abusiva la forma en que exigen el cumplimiento de este trámite administrativo. La burocracia llegando al peor de sus resquicios.

En verdad, no quiero hacer una apología a la labor de mi madre. Sin embargo, me imagino a una maestra joven quien decidió guardar el talón de su primer cheque junto con cada uno de los documentos de su vida docente. Uno tras otro, pensando en que décadas más tarde los utilizaría. Bien podría haber caído su departamento en el terremoto más reciente o haberse inundado su casa por culpa del huracán de hace algunos años… o, simplemente, no haberse ocupado de guardarlo todo. Da igual, de cualquier modo no podría participar de la convocatoria. ¿No sería más fácil que la SEP, así como una empresa cualquiera felicita a sus empleados más longevos en las comidas de fin de año, la SEP, pues, se encargara de premiar a todo el que alcance esos años de labor docente? O, tal vez, ¿no sería mejor que desapareciere un premio al que no se puede acceder?

Bien podría esta distinción competir por el mérito de ser el trámite burocrático más engorroso. En una de ésas gana.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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