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Tomás Calvillo Unna

16/10/2019 - 12:05 am

Adiós al tigre

El niño se detuvo a unos cuantos pasos de la cabeza que aún mostraba unos pocos mechones rojizos, mientras el hombre se inclinaba y con su oído derecho trataba de percibir signo vital

La alcancía de la infancia. Composición de Tomás Calvillo Unna.

Apenas podía levantar el abultado vientre con sus extremidades. Sus ojos buscaban algo; se movían de un lado a otro sin que su cabeza girara. Tal vez ya había perdido el control sobre el mismo movimiento de ese par de círculos acuosos que tenían un tono amarillento. Su piel también reflejaba un amarillo desteñido, colgaba de todas partes como si su cuerpo se hubiera desinflado. Algo desapareció entre los huesos y la piel, no tenía músculos o al menos no se veía que los tuviera. Se arrastró sólo para probarse que era el último, que ya nadie más permanecía en aquel sitio.

El niño lo miraba a través de una rendija. Lo veía con asombro: era el mismísimo tigre, ahí agazapado en un patio solitario. La vieja casona pronto iba a ser demolida, todos sus huéspedes la habían desalojado. Únicamente el tigre seguía adherido a esos mosaicos guindas, a esos muros verdes carcomidos por el salitre, a esos techos sostenidos por apolilladas vigas. Con gran esfuerzo se desplazó hacia la puerta de la calle, pero su debilidad y cansancio lo vencieron. Permaneció tirado junto a una cubeta de plástico roja donde se acumulaba gota a gota el agua que escapaba de una llave. El niño le llamó en voz baja: “¡Tigre!¡Tigre!”, no lo oía, estaba extendido como si estuviera abrazando el piso. Se comenzó a inquieta y nervioso alzó la voz hasta gritarle: “¿Qué te pasa tigre?”. El vecino, un taxista que estaba tratando de encender el motor de su coche, bajó y caminó hacia la puerta, para asomarse por el pequeño hueco que el niño usaba para espiar sus movimientos.

– Pobre -, exclamó el hombre, volteando a ver al niño.

– ¿Por qué?

– Míralo, Memo, ya no tiene fuerzas, ya perdió todo, a lo mejor hasta la vida.

El niño volvió a asomarse y le dijo que empujara la puerta para entrar. Con una fuerte patada a la altura de la chapa la abrió de par en par. Caminaron hacia el cuerpo inmóvil.

– Creo que está muerto, muchacho.

El niño se detuvo a unos cuantos pasos de la cabeza que aún mostraba unos pocos mechones rojizos, mientras el hombre se inclinaba y con su oído derecho trataba de percibir signo vital.

– Nada, no escucho nada, ha muerto.

El niño no se movió de su lugar por un buen rato.

Llegaron más vecinos y unas mujeres comenzaron a rezar; un anciano trajo un ramo de flores blancas. El taxista le llamó la atención para que saliera de su estado de perplejidad.

– ¿Por qué le decían el tigre? -, le preguntó el niño.

-Porque era pelirrojo y un día hace unos años hubo un concurso de saltos en el barrio. Se colocó, a media calle, un coche cubierto de almohadas para ver quién lo podía saltar. Muchos competimos, pero nos quedamos en el cofre, en el parabrisas o en el techo. Pero él lo saltó todito sin rozarlo siquiera. Desde entonces le pusimos el tigre.

El niño vio cómo se lo llevaron con dificultad en una pequeña camilla. El tigre estaba muerto, sintió que la historia que le contó el taxista no era la verdadera o al menos no era la principal. ¿Por qué tenía el pelo rojo y sus ojos amarillos y su piel que colgaba por todas partes? Únicamente él lo había visto en aquel patio dar vueltas como si se estuviera preparando a salir, a saltar. Antes de que subieran su cuerpo a la ambulancia le dijo: “¡Adiós tigre!” Nadie lo escuchó. Las mujeres continuaron rezando el rosario en el umbral del patio y el taxista pudo poner en marcha su coche.

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