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Jorge Alberto Gudiño Hernández

16/08/2014 - 12:01 am

Dedicar un libro

La semana pasada estuve en Nueva York; por primera vez. Me sorprendieron muchas cosas y me dejé abrumar por la ciudad. Entre todas ellas, elijo ahora a las librerías. En un momento en el que han quebrado varias grandes cadenas de venta de libros, lo cierto es que sigue habiendo muchísimas. Más aún, son enormes. […]

La semana pasada estuve en Nueva York; por primera vez. Me sorprendieron muchas cosas y me dejé abrumar por la ciudad. Entre todas ellas, elijo ahora a las librerías. En un momento en el que han quebrado varias grandes cadenas de venta de libros, lo cierto es que sigue habiendo muchísimas. Más aún, son enormes. Tiendas departamentales enteras dedicadas al libro. Las hay especializadas y de interés general. Entrar a ellas es inevitable, toda vez que, en muy buena medida, también son sitios de interés para los turistas.

Podría escribir un par de cuartillas respecto a la oferta dentro de ellas. Sin embargo, lo que más me llamó la atención no fue la cantidad de ejemplares ni lo bonitos que son muchos de los libros. Fue, en cambio, un altero de libros a la mitad de una de ellas la que hizo detenerme: estaban firmados por el autor. Y eso los volvía por demás atractivos para los compradores. Abrí el libro en cuestión y vi una simple firma, un garabato que ni siquiera contenía el nombre. Eso despertó muchas preguntas.

No porque dudara que, en efecto, el autor los hubiera firmado. Al contrario, soy confiado y estaba seguro de que eso había sucedido. El asunto radicaba en otra pregunta: ¿por qué a un lector le interesa más un libro firmado?

Se me ocurre que muchos lectores consideran que ese garabato le agrega un valor no cuantificable al libro. Por cuestiones profesionales, he recibido libros con dedicatoria. No me emocionan demasiado. Entiéndase: tenemos en casa cerca de quinientos libros dedicados entre los cuatro miembros de la familia. Entre ellos, hay dos de premios Nobel, algunos en inglés e, incluso, una dedicatoria en serbio. Y no todos me entusiasman.

Las razones, supongo, tienen que ver con un algo de soberbia. De poco me vale un libro con la firma estampada y sin ninguna palabra antes. Bien podría estar impresa; en verdad, no me hace diferencia. Tampoco me la hace un libro firmado con el automatismo de los autores célebres: “Para Jorge Alberto, con la simpatía de…”, “For Jorge Alberto, firma” o “Para Jorge Alberto, estas páginas, firma”. De ésas cualquiera que haya tenido la paciencia de formarse un par de horas, puede conseguir varias.

Me queda claro (a mí me pasa con frecuencia) que dedicar un libro es complicado. Los lectores quieren algo más personalizado. Existen autores que se han convertido en verdaderos especialistas a la hora de las dedicatorias. Platican un par de minutos con su lector, sacan algo en claro y actúan en consecuencia. Otros, por el contrario, prefieren hacerse de varias fórmulas que van alternando para dejar a los lectores satisfechos.

Si pienso como lector, confieso que atesoro las dedicatorias dirigidas a mi persona, en las que se nota el esfuerzo antes de plasmarlas. Tengo la fortuna de contar con varios amigos escritores. Sus dedicatorias están entre las preferidas toda vez que fueron dirigidas a mí en concreto. Si pienso como autor, las cosas no son tan sencillas. Dedicar libros es complicado. Sobre todo, a gente que uno conoce a medias.

Imaginen el escenario: uno acude a un taller de lectura que conoce desde hace varios años o se junta con un grupo de amigos que ha leído la novela. Al final de la plática varios piden que les autografíe su libro. Lo hago con gusto pero con un hondo pesar. Estoy seguro que, incluso antes de que me haya ido, estarán mostrándose sus dedicatorias. Y eso, en consecuencia, los hará compararlas. Es terrible. Porque la dedicatoria no siempre es producto de la relación entre el lector y el escritor, a veces parte de una idea repentina o de un poco de cansancio. En realidad, no siempre salen como uno quiere. Y el lector (yo mismo cuando lo soy) espera otra cosa.

Lo peor es cuando, tras la esforzada dedicatoria, el lector en turno abre el libro delante de mí y se pone a leerla. Entonces me siento expuesto, es como bailar desnudo en público. Siento que me están juzgando, que analizan si la dedicatoria es lo que ellos buscaban. A últimas fechas lo que era grave lo es aún más: hay lectores que fotografían la dedicatoria y la suben a sus redes sociales. Un verdadero tormento para los autores cuya seguridad está llena de dudas.

He considerado, lo confieso, poner sólo mi firma o encontrar una fórmula tan simple como las que mencioné más arriba. Por supuesto que no lo haré. Antes que autor soy lector y sé lo que busco cuando le pido una dedicatoria a otro escritor, amigo o no. Y en ese entendido, atesoro de forma especial algunas de esas dedicatorias. Eso sí, nunca las he compartido de forma pública.

Así las cosas, me queda claro lo que esperan los lectores. Entiendo, incluso, que hagan pública su nueva adquisición: su ejemplar se acaba de convertir en algo único. Pese a ello, sigue sin resultarme atractiva una dedicatoria impersonal, mucho menos una firma aislada. Aunque, bien visto, ésa también es una estrategia comercial que permite que en Nueva York exista una gran cantidad de librerías de tamaño impensable para nuestra ciudad. Ojalá aquí pudiera pasar tal cosa, aunque nos obligaran a los autores a firmar ejemplares sin ton ni son. Eso sí, de cualquier otro modo, pese al posible sufrimiento, prefiero seguir con las dedicatorias largas: el lector se lo merece y el esfuerzo bien vale la pena.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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