Jorge Alberto Gudiño Hernández
16/07/2022 - 12:05 am
Llegó el bicho
“En otras palabras, otro encierro, más breve, nada grave. Decidí cancelar la presentación de mi libro. No era responsable presentarme frente a un grupo de personas”.
Pasaron más de dos años antes de que la COVID llegara a esta casa. Lo peor (o lo mejor, según se vea) fue que vivimos en un estado cercano a la paranoia pandémica. Redujimos al máximo nuestras salidas, dado que nuestras actividades permitieron seguir trabajando a distancia. Dejamos de convivir con muchos amigos y a la familia la veíamos cuando se cumplían ciertas condiciones. Fuimos muy estrictos con el confinamiento en 2020 y 2021 pero el regreso a clases presenciales nos hizo aceptar que debíamos integrarnos a una realidad diferente. Entonces la exigencia para cada uno de los cuatro integrantes de esta familia se centró en el uso correcto del cubrebocas mientras acumulábamos esquemas de vacunación.
Y todo funcionó, hasta que dejó de hacerlo.
Si bien es imposible rastrear con certeza el momento del contagio, todo indica que fue mientras el pequeño disputaba la final de una liga de futbol. Ni siquiera jugó toda la temporada porque nuestros temores permitieron que se inscribiera hasta tres meses antes de que terminara. Aun así, lo convocaron y fue muy feliz durante esos partidos. Como eran al aire libre consentimos en que jugara sin cubrebocas. Nosotros, desde la tribuna, permanecimos con la cara cubierta. Siguió un convivio que también cumplió con nuestras exigencias: aire libre, mucho espacio, barbijo cuando era necesario.
Fallamos.
Primero vinieron los síntomas y las pruebas de antígenos negativas. La peor era mi mujer. Tenía tos y una gripa fuerte, aunque menor a alguna influenza. Como persistía, fue por una PCR. Positiva, entonces. Mis dos hijos y yo repetimos las pruebas de antígenos. El menor se sumó a la positividad. El mayor y yo seguíamos negativos. Comenzamos a desconfiar de nuestra capacidad para manipular las pruebas caseras. Además, como dentro de la casa no nos habíamos aislado los unos de los otros, lo más sencillo era asumir que todos estábamos contagiados. El camino era simple tras hablar con los doctores: analgésicos para los sintomáticos, agua y descanso; revisar temperatura y oxigenación.
En otras palabras, otro encierro, más breve, nada grave. Decidí cancelar la presentación de mi libro. No era responsable presentarme frente a un grupo de personas.
Mi esposa insistió en que sería útil saber si B y yo estábamos contagiados. Fuimos a hacernos pruebas PCR (por cierto, en la Facultad de Ciencias de la UNAM son muy buenas, muy rápidas y mucho más baratas que en otros lugares). Mi hijo mayor, positivo. Yo, al parecer, seguiré siendo negativo. Más allá de las bromas en torno a mi no contagio (“ni el bicho te quiere”…), es un tanto perturbador no saber por qué algunos no nos contagiamos. Eso sí, no me asumo inmune ni mucho menos.
Los síntomas duraron poco y fueron controlados. Las vacunas hicieron su trabajo. Tocará ser prudente con el alta para poder salir. Me quedan, de momento, tres reflexiones: da igual cuánto se haya cuidado uno, siempre es posible un contagio tras un ligero descuido; esta variante del bicho es mucho más contagiosa, lo que significa que uno debe ser aún más cuidadoso; las vacunas son una maravilla y urge que se les pongan a todos los niños.
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