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Tomás Calvillo Unna

16/03/2016 - 12:00 am

Gabriel Figueroa Flores y la devoción del desierto

Durante 30 años Gabriel Figueroa Flores fotografió las montañas de 14 en San Luis Potosí y descubrió así la tierra entrañable a la que pertenece.

Paisaje. Foto: Gabriel Figueroa
Paisaje. Foto: Gabriel Figueroa

“El antiguo camarógrafo del viento
te murmura algo al oído.
Afilada mañana de olor a HUMO.” 
de Margarita Mancilla en
Leunar, 3 días de viaje, 30 años de trabajo.

Durante 30 años Gabriel Figueroa Flores fotografió las montañas de 14 en San Luis Potosí y descubrió así la tierra entrañable a la que pertenece. En ese caminar de soleados días y frías noches se convirtió en un peregrino, miembro de una tribu proveniente de la gran urbe de la antiquísima México-Tenochtitlan. Una tribu de finales del siglo XX, que aprendió a respetar y admirar al pueblo huichol cuando en las rutas del gran desierto en ocasiones se acompañaban.

Para Gabriel y la familia de amigos que anualmente emprendía el viaje hacia las tierras altas del desierto de San Luis Potosí, las veredas entre el macizo de los cerros y los bordes filosos de piedras y minerales, arropados por órganos y magueyes, se transformaron en parte sustancial de su paisaje interior.

Con su cámara fue retratando esa inmensidad, que en su desnudez luminosa es el polvo adherido al cuerpo, de quien alcanza a experimentar el latido mismo de la visión de saberse vivo en medio y junto al misterio de los caminos de la tierra.

Las joyas vegetales, los diamantes verdes de ese desierto; el peyote que abre las puertas del universo y sus abismos, reafirmó las texturas de los esplendores del amanecer y anochecer en esa soledad mineral cuyos dioses murmuran los nombres de los suyos en los sueños.

El trabajo de orfebre que sus fotografías nos muestran es la traducción más fiel del logos de un lugar donde aún se escucha y se percibe el alma del planeta que habitamos.

Su disciplina, su profesionalismo de ahondar en la imagen, de llevarnos a través de ella el relato sociológico alrededor del fuego a la contemplación del cielo en sus nupcias con la tierra enlazados por la intuición de las nubes y su fertilidad, son ejemplares.

Concentración en medio de lo que aparece y desaparece, siguiendo las huellas en la vastedad de una permanente iluminación que sus fotografías registran y comparten.
Testimonio en once libros dentro de una valija. Su trabajo está cargado de memoria, una memoria cuyo halo proviene del tesoro de la intimidad.

La edición de los poemas de Margarita Mansilla junto al trabajo de Gabriel Figueroa Flores son en sí el archivo de un patrimonio de la humanidad amenazado por la ambición desmedida y la erosión de una tradición nómada cuya libertad  pretende desaparecerse.

Su trabajo enseña cómo la cultura urbana, puede colaborar en el cuidado de la tierra y elevar la conciencia; compartiendo más que una experiencia estética, un posicionamiento de vida que sabe apreciar el ritmo del planeta a partir de la pequeña y majestuosa parcela que habitamos.

Gabriel Figueroa Flores, con el silencio de sus imágenes confronta la complicidad de nuestra pasividad que es incapaz de levantar la voz para impedir el crimen de quienes se apoderan del desierto con la pretensión de expoliar su riqueza milenaria.

Sus 30 años de peregrino observador, de testigo de los vientos y sus montañas, son la fidelidad del amante que sabe que ha encontrado su propia luz interior.

El clic de su cámara, como las gotas de la lluvia sobre el polvo y las piedras, es ya una fértil palabra que nombra un lugar que tendría que ser reconocido como patrimonio de la humanidad.

Sus fotografías nos advierten del cósmico desierto de catorce que fugaces empresas pretenden cercar, impidiendo el libre tránsito y destruyendo así un paisaje y un caminar que es de todos y de nadie.

#AristeguiTeQueremosAlAire

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