Paul tiene 43 años. Lleva el pelo rasurado y en su rostro se dibujan los rasgos de alguien que está por debajo de su peso óptimo. Habla castellano con dificultad, aunque su autoconfianza le ayuda a hacerse entender. Estudió Matemáticas y Economía matemática en una universidad de la República Democrática del Congo, país del que tuvo que huir a causa del conflicto armado y la violencia que lo asola desde hace más de veinte años. Ese fue el primer golpe, el que le impulsó a buscar una nueva vida al otro lado del océano.
Por Kike Gómez
Tapachula, Chiapas, 15 de octubre (ElDiario.es).– Si hay algo de lo que Paul seguro que no se olvidará jamás es del segundo golpe que sufrió en su intento de llegar a Estados Unidos. Siempre recordará los diez días que transitó por la selva de Darién, un embudo de densa vegetación, calor asfixiante, ríos caudalosos y humedad agotadora que separa Colombia de Panamá y donde habitan animales salvajes, insectos, mosquitos y muchas enfermedades. Una tupida y peligrosa jungla en la que varios de sus compañeros de ruta, procedentes de distintos países de África como él, enfermaron o perdieron la vida caminando rumbo al norte.
“Darién, Darién, Darién…”, repite una y otra vez cuando piensa en qué fue lo peor de su camino hasta llegar a México. Allí, bajo aquella espesura, le robaron gran parte de los nueve mil dólares que tenía preparados para su travesía. Pero, sobre todo, recordará ese nombre y ese lugar porque fue allí donde uno de sus hijos le hizo una pregunta que se quedó clavada en su recuerdo dolorosamente: “Papá, ¿nos sacas de nuestro país para esto?”.
“¿Qué puede responder un padre a eso?”, se pregunta Paul con rabia, también con impotencia. “Yo soy el responsable de mi familia, tengo que darles una buena vida, no esto”, dice. Ese “esto” es la espera a una visa humanitaria que protagoniza junto a su familia desde hace meses, la misma que abocó a cientos de migrantes africanos a partir el sábado de Tapachula en una caravana de tres mil personas con el fin de llegar a Estados Unidos.
El intento, sin embargo, ha sido frustrado por las fuerzas de seguridad mexicanas, que detuvieron a cientos de integrantes de la marcha y a los devolvieron a la Estación Migratoria, de donde habían salido. Allí permanecen desde hace casi dos meses migrantes como Paul, que, en numerosas protestas, exigen que se agilicen los trámites para poder transitar por México.
DE CONGO A ARGENTINA CON DESTINO CANADÁ
Paul no se unió a la marcha porque, dice, no veía las condiciones de seguridad necesarias para él, ni para su mujer embarazada de siete meses. “Era muy arriesgado para ella caminar todo ese tiempo”, asegura.
Tiene 43 años. Lleva el pelo rasurado y en su rostro se dibujan los rasgos de alguien que está por debajo de su peso óptimo. Habla castellano con dificultad, aunque su autoconfianza le ayuda a hacerse entender. Estudió Matemáticas y Economía matemática en una universidad de la República Democrática del Congo, país del que tuvo que huir a causa del conflicto armado y la violencia que lo asola desde hace más de veinte años. Ese fue el primer golpe, el que le impulsó a buscar una nueva vida al otro lado del océano.
De Congo se marchó hasta Argentina porque, según dice, le resultaba relativamente sencillo conseguir una visa. Allí nació su tercer hijo, que hoy posee pasaporte argentino. A pesar de todo, su objetivo es –ya entonces era– llegar hasta Canadá, donde tiene la esperanza de poder alcanzar su sueño: un buen empleo que tenga relación con algo de lo que ha estudiado para así poder criar a sus hijos. En México, sin embargo, sufrió un golpe más, el tercero. Igual de duro que los dos anteriores, pero mucho más inesperado. “Aquí se considera mejor a un perro que a un ser humano de raza diferente. Eso es lo que estoy viviendo yo aquí en México”, asegura.
Paul y su familia llevan casi tres meses en Tapachula y no sabe cuándo se podrán marchar. Las instituciones no les dan ninguna solución para regularizar su situación de modo que puedan seguir su camino. Por el momento, están estancados en el sur de México gastando los pocos ahorros que no les robaron en la selva de Darién.
Ya no le llega para pagar la pensión y la comida diaria para toda la familia. Ha tenido que gastar pesos por los papeles que le demandan, por la fotocopias de esos papeles, por las fotografías que debe incluir en los documentos, por el transporte para poder tramitar las solicitudes… Son cientos de pesos que van saliendo de sus bolsillos y no regresan. “Hice una solicitud para poder trabajar aquí en México, pero la respuesta que obtuve fue que el Gobierno no admite que ningún trabajador extranjero puede trabajar sin los papeles correspondientes. Entonces, ¿qué puedo hacer?”, se pregunta.
Hay varias instituciones tratando de dar apoyo a las miles de personas que están en la misma situación de Paul. Desde Acnur o el Servicio Jesuita de Ayuda al Refugiado se presta a los migrantes un mínimo apoyo económico durante cuatro meses, además de otros tipos de ayudas psicosociales y jurídicas. Lo mismo hace el Centro de Derechos Humanos Fray Matías, que trabaja en un humilde edificio del centro de Tapachula a cuya entrada se apelotonan diariamente decenas de migrantes de diferentes nacionalidades esperando ser atendidos.
Fray Matías trata de cubrir las necesidades de cada una de las personas que les solicitan ayuda, pero poco a poco vez se sienten cada vez más desbordados por la falta de personal y de espacio en sus oficinas. En los meses que van de enero hasta agosto, sólo en el Fray Matías se han atendido a 16.000 personas, un número más alto que la suma total de los últimos cuatro años anteriores. “Están jugando con las personas”, dice Salva Lacruz, encargado de incidencia de la organización. “Todo está pensado para impedir el tránsito por el país. Son personas atrapadas en el sistema de fronteras”, expone.
Tapachula es una ciudad cosmopolita en la que cada día aparecen miles de personas recién llegadas desde diversos países del mundo: Congo, Honduras, Cuba, El Salvador, Haití, India, Sri Lanka… Todos con el mismo objetivo de llegar a Estados Unidos o Canadá. Pero el caso de los migrantes africanos es algo particular. Lacruz opina que están en una situación “límite” por la falta de recursos económicos, la lejanía de sus países, el abandono de sus embajadas y cierto tinte racista, afirma, en el país al que han ido a parar.
“Les recomendamos que se acojan a la condición de refugiado, pero lo hacemos así porque no les queda otra salida”, explica el responsable de la ONG. Pero la gran mayoría de las personas de origen africano que pasan por los diferentes centros de ayuda, no sólo el Fray Matías, no quiere quedarse en México ni ser refugiada aquí. Una de ellas es Paul. Si se acogiese a esa condición, si solicitase refugio en México, no podría volver a solicitar la esa misma condición en Estados Unidos o Canadá.
—Migrar es un derecho universal y pedir refugio depende de la voluntad de cada uno —dice el congoleño.
—¿Estás seguro de que en Canadá será todo mejor?
—Sí, tengo la esperanza de que así será —confiesa Paul con tono de voz enérgico y con la mirada firme.
Después añade el motivo de ese convencimiento, pero la firmeza desaparece de su mirada. “Tengo noticias de que en Canadá están buscando mano de obra. Además allí te dan un lugar donde dormir mientras tramitas los papeles”, responde con las dudas propias de una persona que ha atravesado tantas dificultades.
Paul mantiene la confianza, como lo hacen otros cientos de africanos que siguen recorriendo una y otra vez los kilómetros que separan entre sí a las instituciones donde deben estampar los sellos o plasmar sus firmas. Caminan a pleno sol, con altísimas temperaturas, con una humedad agobiante y bajo tremendos aguaceros tropicales. Llevan siempre bajo el brazo carpetas de plástico o a la espalda mochilas deshilachadas y agujereadas donde guardan los documentos. Van gastando los ahorros y las energías que les quedan para recibir siempre la misma respuesta negativa a sus solicitudes de visado.
Hasta hace unos meses, los migrantes extracontinentales podían solicitar un “salvoconducto” con el que se les permitía transitar por México durante 20 días, tiempo suficiente para llegar a la frontera norte. Sin embargo, el 10 de julio esta disposición cambió y ahora sólo se les permite abandonar el país por la frontera sur. Estos extranjeros se topan con falta de intérpretes e instalaciones y servicios adaptados, así como con la ausencia de sedes diplomáticas de sus países de origen. Además, el Gobierno es reticente a enfrentar las altas sumas de dinero para el retorno asistido y opta por mantenerlos retenidos por largo períodos de tiempo.
TENSIÓN CRECIENTE POR UNA SOLUCIÓN QUE NO LLEGA
“Me arrepiento de haber venido, sí, pues ha sido un sacrificio perdido”, reconoce Paul. Pero volver atrás ya no es una opción para ninguno de ellos. “¿De qué manera? Si no tengo dinero. ¿A dónde? Si ahora soy apátrida”, se pregunta. Se refiere a la condición de apatridia que otorgan la Estación Migratoria –en la práctica, un centro de detención– y el Centro de Regulación a los africanos estancados en Tapachula.
Esto hace que no puedan ser deportados, pero quedan en un limbo legal por el que tampoco pueden continuar su camino hacia el norte y tienen prohibido abandonar el estado de Chiapas. “Los declaran como apátridas con el objetivo de que renuncien a su nacionalidad para que así se regulen como apátridas o para que abandonen el país por la frontera más próxima”, explica Salva Lacruz, “Por la frontera más próxima”, repite, haciendo hincapié en que lo que, a su juicio, se busca es que desistan de sus pretensiones de alcanzar Estados Unidos.
Los migrantes, además, se quejan de que en sus papeles han confundido los nombres o los apellidos y que por ese motivo se les rechaza la visa humanitaria o la condición de refugiado para quien la solicita.
Una de las funcionarias del Instituto Nacional de Migración (INM) encargada de tramitar sus solicitudes sostiene que el problema que tienen los africanos es que los polleros o los coyotes –quienes les organizan el viaje o les guían por el camino— les dicen que no les muestren sus pasaportes una vez que llegan a la Estación Migratoria, porque así no podrán ser deportados. “Pero nosotros desconocemos su lengua y sus nombres y podemos cometer errores al escribirlos. Una vez que llegan a la Oficina de Regulación, efectivamente, no coinciden. Lo que es un motivo para la deportación”, explica.
Por otro lado, muchos países africanos no tienen consulado en México y, en la mayoría de las ocasiones, son las propias embajadas de los ciudadanos emigrados las que no dan respuesta y quedan desamparados. De modo que si no se obtiene respuesta y nadie responde por ellos, los declaran apátridas hasta que consigan la regularización.
Para Salva Lacruz todos estos problemas residen simplemente en que ahora, en México, existe un “sometimiento” y una “cesión de la soberanía” a Estados Unidos. “Aquí, en Tapachula, comienza la frontera de los Estados Unidos”, opina. Con el objetivo de evitar que Donald Trump impusiera aranceles a sus importaciones, México firmó en junio un acuerdo con EU por el que envió a sus fronteras norte y sur a la Guardia Nacional. El Gobierno accedió a expandir en toda la zona fronteriza la política estadounidense conocida como “Permanezcan en México”, que permite devolver a ese país a los solicitantes de asilo para que esperen a que se tramiten sus peticiones.
Desde mediados de agosto, cientos de africanos acampan frente a la Estación Migratoria Siglo XXI de Tapachula, la más grande de México y de toda Latinoamérica. Es un edificio enorme e inaccesible para los medios de comunicación. Muchos de los que han pasado por allí lo describen como una prisión. Acampan allí porque no tienen otro lugar donde vivir, pero también lo hacen para exigir que las autoridades federales les den una solución para una espera que se les hace interminable, tratando de formalizar los papeles que les permitan transitar por México hasta el norte.
Junto con el resto de su familia, Paul ha colocado una pequeña tienda de campaña de color verde y negro, sobre una mediana ajardinada entre la puerta de la Estación Siglo XXI y la carretera que todas las mañanas bloquean impidiendo el paso a los funcionarios vestidos de blanco que trabajan allí. Los trabajadores, a una distancia prudente, se refugian del sol bajo un puñado de árboles. La Guardia Nacional y la Policía Federal han montado un dispositivo de seguridad frente a la puerta y periódicamente hacen intentos por conseguir que accedan algunos de los funcionarios. En alguno de esos intentos la tensión crece y se producen encontronazos entre la Policía y los manifestantes que acaban con personas heridas.
Paul es uno de los más activos y grita como el que más con una pancarta entre las manos en la que ha dibujado un mapa de África con un ojo que llora y donde se puede leer: “Libertad Inmigrantes Africanos”. “Si consigo pasar, si conseguimos tocar el corazón de toda esta gente que no nos deja cruzar, quizá pueda volver a empezar a vivir”, dice el hombre.
INTENTOS DESESPERADOS
En la madrugada del 11 de octubre, el cuerpo del camerunés Emmanuel Cheo Ngu apareció tendido sobre la arena de una de las playas de Tonalá, en la costa de Chiapas. Tenía 39 años y había fallecido ahogado unas horas antes tras el naufragio de su embarcación. Avanzado el día, apareció el cuerpo de una persona más, aún no identificada, mientras que siete hombres y una mujer, de origen camerunés, pudieron ser rescatados. Según el Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos, el bote partió desde la costa de Guatemala o desde el sur del estado de Chiapas, ya en México, con destino Oaxaca. No descartan que haya más desaparecidos.
“Tiene que haber 12 o 13 desaparecidos, porque iban 22 cameruneses en la embarcación”, afirma Paul. Un día después del naufragio, más de tres mil personas de diversas nacionalidades –El Salvador, Guatemala, Cuba, Haití, República Democrática del Congo, Angola y Camerún– emprendieron la marcha por la carretera costera que conduce desde Tapachula hasta el estado sureño de Oaxaca.
Pero horas más tarde, los vehículos y cuerpos de la Guardia Nacional interceptaron al grupo, obligando a sus miembros a subir a las camionetas que los trasladarían de vuelta a la Estación Migratoria Siglo XXI. Los agentes federales detuvieron a 613 migrantes. El resto de las personas que engrosaban la caravana se dispersaron a lo largo del camino por temor a ser arrestados. Según el INM, estas detenciones se realizaron “con pleno respeto de los derechos humanos”.
El Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos asegura que el naufragio y la caravana son consecuencias de las políticas de control migratoria fronteriza. “La desesperación de las personas migrantes atrapadas en Tapachula provocará que busquen cada vez más opciones que aumentan el riesgo para sus vidas”, afirma.
Paul no sabe, no puede responder a la pregunta de si algún día su desesperación le llevará a hacer algo así. “Sólo sé que tengo fe. Tengo fe en que Dios nos ayudará a llegar al destino. Más tarde o más temprano, pero llegaré”, zanja.