El desvarío de un rockero de los ’90, sin trabajo, sin dinero, sin familia y sin techo

15/07/2017 - 12:04 am

Vuelven los personajes de Vernon Subutex: jubilados, sin techo, estudiantes, trabajadores con sueldos precarios, marginados y aburguesados conviven en una sociedad que parece maltratar y brutalizar a los individuos. Virginia Despentes, considerada la enfant terrible de la literatura francesa, su recorrido más bien caótico la empuja a moverse en el territorio de la cultura underground y tanto en sus libros como en sus películas trata los temas de la pornografía, la violación o la identidad sexual. 

Ciudad de México, 15 de julio (SinEmbargo).- Vernon sigue en la calle y ha perdido todo contacto con el mundo real. El parque Buttes-Chaumont, al nordeste de París, es ahora su nuevo hogar, y allí convive con otros vagabundos, sin ser consciente de que se ha convertido en una especie de celebridad en internet y de que “La hiena” y sus antiguos amigos, un grupo de individuos socialmente muy dispares, lo buscan desesperadamente. Todos quieren conocer las grabaciones que la estrella del rock Alex Bleach dejó en sus manos antes de morir.

Vernon, este ángel caído del gran periodo del rock de los años 90, “resucita” en este segundo volumen para reunir a sus antiguos amigos que se acercarán a él como si se tratara de un gurú, y la violencia y las penurias de sus vidas serán olvidadas por momentos gracias a la fiesta, el baile y la música de un buen DJ.

Un libro editado por Literatura Random House. Foto: Especial

Fragmento del libro Vernon Subutex, de Virginie Despentes, publicado con autorización de Literatura Random House

Vernon espera a que oscurezca y a que a su alrededor no haya luz en ninguna ventana para trepar por la reja y aventurarse a meterse en el jardín comunitario. Siente punzadas en el pulgar de la mano derecha, ya no recuerda cómo se hizo ese pequeño rasguño, pero, en lugar de cicatrizar, se hincha y le sorprende que una herida tan anodina pueda dolerle hasta ese punto. Atraviesa el terreno en pendiente y bordea las viñas avanzando por un camino estrecho. Procura no tocar nada. No quiere hacer ruido, ni que detecten su presencia por la mañana. Llega al grifo y bebe con avidez. Luego se inclina y pasa la nuca por debajo del agua. Se frota enérgicamente la cara y alivia el dedo herido dejándolo un buen rato bajo el chorro helado. La noche anterior, aprovechó que hacía bastante calor para asearse más a fondo, pero su ropa huele tan mal que después de volver a ponérsela se sentía aún más sucio que antes de lavarse.

Se reincorpora y se estira. Le pesa el cuerpo. Piensa en una cama de verdad. En darse un baño caliente. Pero nada dura demasiado. Se la suda. Solo siente una sensación de vacío absoluto, que debería aterrorizarlo, es consciente de ello, no es el mejor momento para sentirse bien, pero lo único que lo invade es una calma silenciosa y llana. Ha estado muy enfermo. Ahora le ha bajado la fiebre y desde hace unos días consigue reunir las fuerzas para aguantarse en pie. Está mentalmente débil. Se dice que volverá, que seguro que la angustia no tardará en volver. De momento nada le afecta. Está suspendido, como este extraño barrio al que ha ido a parar. La colina Bergeyre es un altiplano de varias calles al que se accede por escaleras, rara vez te cruzas con un coche, no hay ni un semáforo en rojo, ni una tienda. Solo gatos, y muchos. Vernon observa el Sacré-Coeur, frente a él, que parece planear por encima de París. La luna llena tiñe la ciudad de una luz espectral.

Desvaría. Tiene lagunas. No le desagrada. A veces empieza a argumentarse: no puede quedarse ahí indefinidamente, este verano hace frío, volverá a pillar un resfriado, no debe abandonarse, tiene que bajar a la ciudad, buscar ropa limpia, hacer algo… Pero en cuanto intenta retomar ideas pragmáticas, vuelta a empezar: cae en picado. Las nubes tienen sonido, el aire contra su piel es más suave que una tela, la noche tiene olor, la ciudad le habla y él descifra su murmullo, que asciende y lo engloba, él deja que lo cubra y flota. No sabe cuánto tiempo dura esa dulce locura que lo arrastra una y otra vez. No se resiste. Su cerebro, impactado por los acontecimientos de las últimas semanas, habrá decidido imitar las subidas de estupefacientes que ingirió a lo largo de su vida anterior. Luego, cada vez, un ligero clic, un lento despertar, recupera el curso normal de sus pensamientos.

Inclinado ante el grifo, vuelve a beber largos tragos, que le desgarran la tráquea. Desde que cayó enfermo tiene la garganta dolorida. Creyó que iba a palmarla en aquel banco. Las pocas cosas que sigue sintiendo con intensidad son de orden físico: un picor atroz en la espalda, la mano herida, en la que siente punzadas, las ampollas en los tobillos, que se infectan, la dificultad para tragar… Coge una manzana del fondo del jardín, es ácida, pero necesita azúcar. Trepa con dificultad por la reja que separa el jardín de la casa en la que suele dormir. Se agarra a las ramas para levantar el cuerpo y casi se parte los morros al caer al otro lado. Acaba de rodillas, en el suelo. Le gustaría darse pena u horrorizarse de sí mismo. Algo. Pero nada. Solo esa tranquilidad absurda.

Atraviesa el patio trasero de la casa abandonada en la que ha establecido su cuartel general. En la planta baja, lo que estaba destinado a convertirse en un patio con una vista sublime de la capital se ha quedado en un cobertizo de cemento que permite protegerse del viento y de la lluvia. Los postes de hierro oxidado que sujetan el techo cuadriculan el espacio. Hace poco, Vernon se enteró, por boca de un tío de la obra de enfrente, de que hace ya años que dejaron de trabajar en la casa. Los cimientos estaban a punto de desmoronarse, las paredes maestras se agrietaban y el propietario se decidió a hacer obras importantes. Pero murió en un accidente de coche. Sus herederos no se pusieron de acuerdo. Se destrozan entre sí con notarios de por medio. Cerraron la casa y la abandonaron. Vernon duerme allí desde hace ya varias noches, sería incapaz de decir si hace diez días o un mes –ha perdido la noción del tiempo, como de todo lo demás. Le gusta su escondite. Al amanecer, abre un ojo y se queda inmóvil, impresionado por la amplitud del paisaje. París se descubre, vista desde tan alto que parece acogedora. A la hora en que el frío se hace demasiado intenso, se acurruca en una esquina y dobla las rodillas contra su cuerpo. No tiene ninguna manta. Solo puede contar con su propio calor. Un gato pardo, tuerto y obeso, llega a veces a tumbarse sobre su vientre.

Las primeras noches en la colina Bergeyre, Vernon durmió en el banco en el que se desplomó al llegar. Llovió sin parar durante días. Nadie lo molestó. Delirando, con fiebre altísima, se pegó un viaje increíble, desbarró entusiasmado. Volvió en sí progresivamente, salió a su pesar del cómodo algodón de su delirio. Un viejo borracho, al encontrárselo en su banco el primer día de sol, primero lo acribilló a insultos, pero al verlo demasiado débil para contestar, se preocupó por su situación y luego le cogió cariño. Le llevó naranjas y una caja de paracetamol. Charles es ruidoso y estrafalario. Le gusta refunfuñar y hablar del norte, donde nació y donde su padre era ferroviario. Se parte de risa dándose golpecitos en los muslos y sus carcajadas degeneran en una tos viscosa que amenaza con ahogarlo. Vernon está en “su” banco. Tras una rápida evaluación, cuyos criterios solo conocía él mismo, el viejo decidió hacerse amigo suyo. Se ocupa de él. Pasa a comprobar que todo va bien. Le advirtió: “No te quedes a dormir aquí ahora que hace bueno” y le señaló la casa, a unos metros. “Apáñatelas para entrar y esconderte en la parte de atrás. Que no te vean unas horas cada día, porque si no los servicios municipales vendrán a desalojarte inmediatamente. Aún necesitas descansar un poco, amigo mío.”

Vernon no prestó atención a la advertencia, pero ya el segundo día de buen tiempo descubrió lo que el viejo le había aconsejado. Los trabajadores municipales pasaban el chorro de agua por las aceras. No los oyó llegar. Uno de ellos le apuntó a la cara con la manguera. Se levantó de un salto y el trabajador le quitó los cartones que lo protegían del frío. Era un joven negro de rasgos finos, que lo miraba de arriba abajo con expresión de odio. “Pírate de aquí. A la gente no le apetece ver tu sucia jeta de vago por la mañana, al abrir la ventana. Lárgate.” Y por el tono, Vernon entendió que le interesaba obedecer inmediatamente, no tardarían en llegar las patadas. Se tambaleó, tenía las piernas entumecidas por haber pasado tanto tiempo tumbado. Deambuló por las calles de los alrededores. Estaba atento al sonido de la camioneta de la limpieza y procuraba alejarse de ella. Lo injusto de su situación lo dejaba totalmente indiferente. Aquel día empezó a darse cuenta de que algo en él no iba bien. Se preguntaba adónde había ido a parar. Tardó un tiempo en entender por qué aquel lugar le parecía tan extraño: no pasaba ningún coche y ni siquiera se oía el ruido del tráfico. A su alrededor solo había casitas bajas rodeadas de jardines, como antaño. Si el banco del que acababa de levantarse no hubiera dado justo por encima del Sacré-Coeur, habría pensado que, en un ataque de fiebre, había cogido el tren y estaba en provincias. O en los años ochenta…

Demasiado débil para seguir deambulando, volvió a su punto de partida en cuanto la camioneta se hubo alejado. Se frotaba las mejillas con las palmas de las manos, sorprendido de sentir que tenía tanta barba. El frío le había magullado todo el cuerpo, tenía sed y olía a orina. Recordaba a la perfección los acontecimientos de los últimos días. Había abandonado a un amigo en el hospital, después de una pelea callejera que lo había dejado tirado en el suelo, sin preguntarse si volvería en sí. Anduvo errante bajo la lluvia y apareció allí, había estado enfermo como un perro, y feliz como un pobre loco. Pero, por más que lo esperara, todavía no sentía la asquerosa dentellada de la angustia. Quizá lo habría incitado a reaccionar. Solo existía su cuerpo dolorido, y su propio olor, que a decir verdad le hacía buena compañía. Las emociones corrientes habían huido de él. Se puso a mirar el cielo, y en eso ocupó el día. Charles volvió a sentarse a su lado, en el mismo banco, un poco antes de que anocheciera.

–Me alegro de ver que sales de tu letargo, mi querido gilipollas. ¡Ya era hora!

Le explicó que estaba al norte de París, cerca del parque Buttes-Chaumont. Charles le ofreció una cerveza y le tendió media barra de pan blandengue y aplastado, que debía de llevar en la bolsa desde hacía bastante y sobre la que Vernon se lanzó con avidez. “Joder, come despacio o te pondrás enfermo. ¿Mañana estarás todavía aquí? Te traeré jamón dulce, tienes que recuperar energías.” El viejo no era un vagabundo, no tenía las manos destrozadas y sus zapatos eran nuevos. Pero tampoco iba como un pincel. Al parecer tenía la costumbre de beber con tipos que huelen a meados. Se quedaron un momento así, sentados, sin decirse gran cosa.

Luego Vernon se siente ingrávido. Una mano invisible ha girado todos los botones de su mesa de mezclas, todo está ecualizado de otra manera. No consigue alejarse de ese banco. Mientras no lo desalojen por la fuerza, la colina Bergeyre está suspendida, una isla minúscula y flotante. Se siente bien allí.

Da cortos paseos para estirar las piernas y no ocupar el banco todo el día. A veces se sienta en la escalera que delimita su territorio, se detiene en una calle, pero siempre vuelve a su punto de partida. Su banco, delante de un jardín comunitario, con vista ilimitada por encima de los tejados de París. Empieza a crearse hábitos.

Al principio, los obreros que trabajan en la rue Remy-deGourmont, justo al lado, lo ignoraron. Hasta que el jefe de obra fue a fumarse un cigarro en el descanso, mientras hacía una llamada. Se dirigió hacia el banco y Vernon le cedió el sitio, se alejaba para que no se fijara en él cuando el tío lo llamó: hace dos días que te observo… ¿Tú no tenías una tienda de discos? Vernon dudó, por un segundo quiso contestar no y seguir su camino. Su antigua identidad ya no le interesaba. Le había resbalado por la espalda como un abrigo viejo, pesado y engorroso. Quién había sido durante décadas ya no era cosa suya. Pero el tío no le dejó tiempo: ¿no te acuerdas de mí? Era aprendiz de panadero, curraba al lado… iba bastante a menudo. Su cara no le decía nada. Vernon separó los brazos: ya no estoy del todo en mis cabales, y el individuo se rió: sí, lo entiendo, la vida te ha dado buenos palos… Desde entonces pasa cada día en el descanso a charlar dos minutos. Cuando vives en la calle, un ritual de tres días es ya una vieja costumbre. Stéphane lleva bermudas y botas altas de deporte, tiene el pelo rizado y fuma tabaco de liar. Le gusta contar sus recuerdos de festivales, hablar de sus críos y detallar sus problemas con los tíos de la obra. Evita toda alusión al hecho de que Vernon duerma en la calle. Difícil decir si se trata de un tacto fuera de lo normal o de insensibilidad pura y dura. Le ofrece que se líe un cigarro y a veces le deja patatas fritas o la Coca-Cola que le queda… Y le permite ir al baño de la obra durante el día. Es un gran cambio para Vernon, que ya había hecho dos agujeros al fondo del jardín de la casa en la que duerme, pero es toda una historia hacer un agujero profundo en la tierra solo con las manos y luego volver a cubrirlo para que no huela, ni siquiera cuando hace calor… a medio plazo, habría sido su perdición. Los vecinos del barrio habrían acabado quejándose del olor.

Desde hace tres días, Jeanine va a verlo a escondidas. También da de comer a varios gatos callejeros. Lleva comida a Vernon en tupperwares. Se esconde porque los vecinos ya le dijeron que no animara a quedarse a los sintecho. Vernon no es el primero. Ella le contó: al principio, a todo el mundo le parecía simpático y quería ayudar al prójimo, pero hubo muchos problemas: restos de vómitos, una radio que dejaron encendida toda la noche con el volumen a tope, un parlanchín flipado que no tenía límites y quería entrar en casa de la gente a charlar, otro ciego de psicotrópicos que hablaba solo y asustaba a los niños… El vecindario no tuvo elección, hubo que dejarse de compasión. Jeanine se empeña en compartir con él su cena. Es una mujer diminuta, encorvada, presumida, con las cejas dibujadas a lápiz con un trazo que casi nunca es regular, aunque siempre lleva los labios bien pintados y los rizos impecables de su pelo canoso enmarcan su cara empolvada. “En casa me pongo los rulos cada mañana, dejaré de hacerlo cuando me bajen a la tumba.” Lleva colores vivos y lamenta que el verano sea tan feo, porque no se puede poner bonitos vestidos “y no sé si el año que viene estaré aquí para disfrutar de él”. Le dice a Vernon que es “majísimo, se ve enseguida, a mi edad se tiene ojo, es usted majísimo y tiene unos ojos fantásticos”. Dice lo mismo a los gatos a los que da de comer. Le llena botellas de agua, le lleva arroz en el que ha fundido generosas raciones de mantequilla. No hace ningún comentario, pero Vernon supone que la mujer considera que lo que es bueno para el pelo de los gatos necesariamente lo es también para el hombre. El día anterior le había llevado varias onzas de chocolate envueltas en papel de plata. Le sorprendió lo mucho que disfrutó comiéndoselo. Por un instante, casi le dolieron las pupilas. Había olvidado ya lo que es meterte en la boca algo con un sabor que te gusta.

Como todos los días hacia las seis de la tarde, Charles sale del bar de apuestas hípicas de la rue des Pyrénées y sube la avenue Simon-Bolivar hasta el colmado de delante de la entrada del parque. El camarero no es de sonrisa fácil. Apenas aparta la mirada de la pantalla en la que sigue partidos de críquet para devolverle el cambio.

El viejo entra a paso lento en el Buttes-Chaumont. No tiene prisa. Varios padres esperan, sin hablarse, ante el pequeño teatro de marionetas. Dentro, sus retoños gritan “¡cuidado, detrás de ti!”. El banco que ha elegido está a la izquierda, no muy lejos de los baños públicos. Limpia la madera pintada de verde con la palma de la mano, siempre hay capullos que dejan gruesas capas de barro, porque ponen los pies encima para hacer flexiones elevadas. Abre su primer botellín con el mechero. Frente a él, dos gatos se acechan y sueltan de vez en cuando inquietantes maullidos sin decidirse a iniciar la pelea.

A Charles siempre le ha gustado ese parque. Allí toma su aperitivo, tras haber pasado las primeras horas de la tarde librándose de la pálida luz del día, escondido al fondo de su bar. El gran problema del Buttes-Chaumont son los desniveles: cualquier día la palmará intentando subir una cuesta.

Laurent se reúne con él. Sabe sus horarios. Siempre hay una cerveza para él. Repite infinitamente las mismas cinco o seis historias, que acompaña con una risa cavernosa. A la décima vez que lo oyes soltando la misma cantinela, te entran ganas de decirle que cambie de disco, pero Charles no pide demasiado a sus coetáneos. No se puede ser bebedor y al mismo tiempo remilgado con las compañías. Laurent forma parte de su día a día. Por supuesto, preferiría que fuera la gorda Olga la que tomara el aperitivo con él. Siempre ha sentido debilidad por las locas. No le importaría volver a meterse en líos si una noche de verano Olga dejara que le tirara los tejos. La primera vez que la vio, ella llevaba zuecos de color verde manzana, él se rió en su cara, la llamó Bozo el payaso, y ella le pegó un guantazo directamente. Charles tuvo que responder dándole una somanta de palos. Olga habría querido devolverle cada uno de los golpes, pero no puede evitarlo, es una blanda. Cuando pega, es como si diera besos. Al viejo le conmovió verla forcejear con tanta convicción y lo único que siente por ella es cariño. Ella todavía le guarda rencor por aquel primer encuentro. A Charles le gustan locas y feas. Siempre ha fingido lo contrario. Asiente cuando sus colegas le hablan de una tía que no es un callo como de un tesoro al que mimar, muchas veces ha dicho que soñaba con una chavalita guapetona que no montara pollos y nunca se liara a romper platos, pero no son más que cuentos que se cuentan los tíos como él. Ha tenido ocasiones de liarse con una tía aceptable, pero se ha quedado con la Véro, y cada vez que le es infiel, la tía es horrorosa. Para gustos los colores. Las tías decentes lo aburren.

Los caminos del parque están encharcados. Ha llovido durante horas. Ya nadie habla de otra cosa en los bares, del tiempo, de la mierda de primavera que han tenido. Los paseantes tardarán en volver. A su alrededor solo hay corredores que parecen haber esperado, emboscados entre la maleza, a poder surgir y jadear como si los estuvieran torturando. Está hasta el gorro de ellos, le gustaría detenerlos en el acto, en nombre del sentido común, porque es evidente que lo que se obligan a sí mismos a hacer es peligroso para su salud. Laurent se mira los zapatos asqueado.

–¿Tú no calzarás un 40?

–El 44. ¿Por qué me lo preguntas?

–Siempre llevas zapatos bonitos. Estoy buscando un par… Estos no me gustan nada.

–Estos son zapatos para el trabajo. No son cómodos.

–Tuve que pasarme por el guardarropa de la ayuda social para encontrar esto… no había nada. Es la crisis, la gente no da sus cosas.

–Lo tienes chungo.

–Mañana iré a ver a la rue Ramponeau, espero que tengan un par de mi número, estos me rozan el talón, se me van a hacer ampollas.

En el banco de al lado, un negro enorme en chándal plateado hostiga a un blanco enclenque en pantalones cortos, que se mata siguiendo sus órdenes. El coach grita con voz estentórea “¡no pares, no pares, coge la cuerda, sin pararte, venga, no te pares!” y el debilucho pegando saltitos y mirando al vacío, destrozado, a punto de palmarla. Laurent no les presta atención mucho rato, está fascinado por una tía jamona que sube por el camino con un mono azul, como un astronauta borracho. Charles le pasa otra cerveza a Laurent y dice:

–Si de mí dependiera, prohibiría a los deportistas en el parque. Nos echan a perder el ambiente.

–Nos privarías de todas las chavalitas que corren medio desnudas. Esa que llega, por ejemplo, ¿no sería una pena prohibirle que nos maravillara?

El problema de los tíos como Laurent, y son legión, es que sus reacciones son siempre previsibles. La estudiante rubia y limpita que baja la cuesta a pequeños pasos no tiene absolutamente ningún interés. Huele a jabón hasta cuando corre. No es que Charles tenga un baremo moral…

Virginie Despentes, escritora y cineasta francesa. Foto: Especial

Virginie Despentes (Nancy, Francia, 1969) es novelista y directora de cine. Transgresora y provocadora, su mirada punzante sobre nuestra sociedad nunca está exenta de un toque de ironía. A los diecisiete años dejó el instituto y se marchó a vivir a Lyon, donde encontró empleo en una tienda de discos, colaboró en revistas musicales, cantó en un grupo de rap y trabajó en un peep-show. La popularidad le llegó con su primera novela, Fóllame (Reservoir Books, 1998), que fue llevada a la gran pantalla. Desde entonces ha publicado Perras sabias (Anagrama, 1998), Lo bueno de verdad(Anagrama, 2001, galardonada con el Prix de Florey llevada al cine por el prestigioso director Gilles Paquet-Brenner), Teen Spirit (2002), Bye-Bye Blondie (Pol.len, 2004) y Apocalypse bébé (2010), galardonada con el prestigioso Prix Renaudot. En 2006 publicó su ensayo autobiográfico Teoría King Kong (Melusina, 2007), donde se postula como una de las defensoras del posfeminismo. Con la trilogía Vernon Subutex, Despentes se reafirma como una voz imprescindible de las letras francesas.

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