LECTURAS | Yukio Mishima: el suicida fascista, homosexual y romántico

15/07/2017 - 12:04 am

Considerada como el testamento ideológico y literario de Yukio Mishima (1925-1970), El mar de la fertilidad es una tetralogía en la que el autor abarca a través de su inconfundible mundo narrativo la evolución del Japón desde comienzos del siglo XX hasta 1970, expresando su rebeldía contra una sociedad que él consideraba sumida en la decadencia moral y espiritual. Aquí publicamos un fragmento de la primera novela, Nieve de primavera.

Ciudad de México, 15 de julio (SinEmbargo).- Articulada en torno a la trágica historia de amor entre los jóvenes Kiyoaki y Satoko, Nieve de primavera (1968) es la primera novela de esta serie que vertebra como testigo y protagonista Shigekuni Honda. En ella, Mishima retrata con una acritud no reñida con su singular estética la rápida apertura hacia formas de vida occidentales y burguesas que propició en Japón la restauración Meiji en detrimento de la cultura tradicional.

¿Quién fue Yukio Mishima? Fue un defensor acérrimo de la figura imperial como auténtico dios vivo y de un militarismo de corte nacionalista y romántico, que se suicidó con el harakiri hace 47 años, a los 45 de edad.

“Me hallo al borde del momento de mi vida en que todas las patas de la mesa han desaparecido”, dijo en una de sus últimas entrevistas –publicada por Alianza Editorial-“ Si verdaderamente mi lógica no se sostuviera en una experiencia original, si simplemente flotara en el aire, mi estética sería una gran mentira”, argumentó.

“A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión”, expresó.

Autor de 257 obras -incluidas 18 obras de teatro y una película- en sus 45 años de vida, Mishima tuvo una temática audaz y descarnada, atenta a los aspectos más oscuros de las pasiones humanas.

“No comprendo cómo me han dado el premio Nobel a mí existiendo Mishima. Un genio literario como el suyo lo produce la humanidad sólo cada dos o tres siglos. Tiene un don casi milagroso para las palabras”, dijo de él su colega y compatriota Yasunari Kawabata.

En Nieve de primavera, es la primera novela de la tetralogía titulada El mar de la fertilidad, mediante la cual el autor abarca a través de su inconfundible mundo narrativo la evolución del Japón desde comienzos del siglo XX hasta 1970.

En ella, Mishima retrata con una acritud no reñida con su singular estética la rápida apertura hacia formas de vida occidentales y burguesas que propició en Japón la restauración Meiji en detrimento de la cultura tradicional. que vertebra como testigo y protagonista Shigekuni Honda.

Nieve de primavera, la primera parte de la tetralogía. Foto: Especial

Fragmento del libro Nieve de primavera, de Yukio Mishima, publicado con autorización de Alianza México

Capítulo 1

Cuando la conversación en el colegio cambió a la guerra ruso-japonesa, Kiyoaki Matsugae preguntó a su más íntimo amigo, Shigekuni Honda, cuánto podía recordar sobre el particular. Los recuerdos de Shigekuni eran vagos; escasamente recordaba haber sido llevado una vez hasta la puerta de la verja para ver pasar un desfile de antorchas. El año en que terminó la guerra, los dos habían cumplido los once años, y a Kiyoaki le parecía que debían poder recordar con un poco más de exactitud. Sus compañeros de clase que hablaban de la guerra con tanta habilidad se limitaban en su mayoría a embellecer unos recuerdos borrosos con informaciones que habían recogido de los mayores.

En la guerra habían muerto dos miembros de la familia Matsugae, tíos de Kiyoaki. Su abuela recibía una pensión del gobierno, gracias a estos dos hijos que había perdido, pero ella nunca hizo uso de ese dinero; dejaba los sobres sin abrir sobre el anaquel del santuario de la casa. Tal fue por lo que la fotografía que más impresionó a Kiyoaki de toda la colección de fotografías de guerra de la casa fue una titulada “Proximidades del Templo de Tokuri; servicios religiosos por los muertos de la guerra”, fechada el 26 de junio de 1904, el año treinta y siete de la era Meiji. Esta fotografía en sepia era totalmente distinta de los habituales momentos de guerra. Había sido realizada con la vista del artista puesta en la estructura: en realidad parecía como si los millares de soldados presentes estuvieran preparados deliberadamente, como las figuras de un cuadro, para centrar toda la atención del observador en el alto cenotafio de madera sin pintar situado en el centro. En la distancia, las montañas se recortaban suavemente en la neblina, alzándose en pequeños estrados a la izquierda del cuadro, lejos de la amplia llanura. A la derecha, emergían en la distancia diseminados grupos de árboles, perdiéndose en el polvo amarillento del horizonte. Y aquí, en lugar de montañas, había una fila de árboles que se hacían más altos a medida que la mirada se dirigía a la derecha; un cielo amarillo se dejaba ver por entre los claros de las ramas. En primer plano destacaban seis árboles muy altos a intervalos estudiados, colocados de forma que complementaban la armonía general del paisaje. Resultaba imposible determinar qué clase de árboles eran. Sus espesas ramas superiores tenían al inclinarse con el viento una grandeza trágica.

La extensión de la llanura resplandecía débilmente; por este lado de las montañas, la vegetación era baja y escasa. En el centro del cuadro, diminuto, estaba el cenotafio de madera y el altar con flores, doblado por el viento el blanco paño.

En el resto no se veían más que soldados, millares de soldados. En el fondo se habían separado de la cámara para dejar ver las blancas borlas de sus gorros y las correas de cuero que cruzaban sus espaldas. No estaban formados en filas rigurosas, sino amontonados en grupos, con la cabeza inclinada. Un pequeño grupo del ángulo inferior izquierdo había vuelto la cara entristecida hacia la cámara, como figuras de una pintura del Renacimiento. Más al fondo, detrás de ellos, una multitud de soldados se prolongaba en un inmenso semicírculo hasta los extremos de la llanura, en número tan crecido que era imposible distinguir unos de otros. Todavía parecían más agrupados en la lejanía, entre los árboles.

Las figuras de estos soldados, tanto en el primer plano como en el fondo, estaban bañadas con una extraña media luz, que perfilaba las polainas y las botas y destacaba las curvas de los hombros rendidos, así como la parte de la nuca. Esta luz cargaba toda la fotografía con una sensación de dolor indescriptible.

De estos hombres emanaba una emoción tangible, que irrumpía en oleadas contra el pequeño altar blanco, las flores y el cenotafio central. De esta enorme masa que se extendía hasta el borde de la llanura brotaba una idea única, por encima de todo el poder de la expresión humana, como un grande y pesado anillo de hierro.

Kiyoaki tenía dieciocho años. Nada de la casa donde había nacido explicaría su sensibilidad, su inclinación a la melancolía. Hubiera sido muy difícil encontrar en  aquella extensa casa, construida en un altozano cerca de Shibuya, a una persona que en algún modo compartiera su sensibilidad. Se trataba de una vieja familia samurái, pero el padre de Kiyoaki, marqués de Matsugae, confuso por la humilde posición que habían ocupado sus antepasados recientemente al final del shogunato, cincuenta años atrás, había enviado al muchacho, cuando todavía era un niño muy pequeño, para ser educado en la casa de un noble de la Corte. De no haberlo hecho así, Kiyoaki no hubiera sido un joven tan sensible.

La residencia del marqués de Matsugae ocupaba un gran espacio de terreno más allá de Shibuya, en los arrabales de Tokio. Los muchos edificios se extendían sobre una superficie de más de cien acres, alzándose sus tejados en un impresionante equilibrio. La cara principal era de arquitectura japonesa, pero en un rincón del parque sobresalía una imponente casa de estilo occidental diseñada por un inglés. Se decía que era una de las cuatro grandes residencias del Japón. La primera, sin duda, era la del mariscal Oyama, en la que podía entrarse con zapatos de calle.

En medio del parque se extendía un gran estanque que llegaba al pie de una colina cubierta de árboles. El estanque tenía espacio suficiente para cruzarlo en barca. Había una isla en el centro con lirios de agua y flores aromáticas, que podían ser recogidas para la cocina. El salón de la casa principal daba al estanque, lo mismo que el salón de banquetes de la casa de estilo occidental.

Yukio Mishima, suicidado a los 45 años en 1970. Foto: Especial

Unos trescientos mojones de piedra estaban diseminados al azar a lo largo de los márgenes y en la propia isla, en la que también había tres grúas de hierro, dos extendiendo sus largos cuellos hacia el cielo y la tercera con la cabeza inclinada hacia abajo.

El agua brotaba del manantial, en la cresta de la colina y descendía por las laderas formando varias cascadas; luego la corriente pasaba por debajo de un puente de piedra, entraba en una piscina matizada con rocas de color rojo de la isla de Sado, para ir a caer en el estanque por un lugar donde en su tiempo florecían mil plantas silvestres. En el estanque había carpas de invierno. Dos veces al año permitía el marqués a los escolares entrar allí durante sus giras.

Cuando Kiyoaki era niño, los criados le asustaban con historias sobre tortugas voraces. Hacía mucho tiempo ya, cuando su abuelo estuvo enfermo, un amigo le había regalado un centenar de tortugas con la esperanza de que su carne restableciera sus fuerzas. Echadas en el estanque, se multiplicaron rápidamente. Los criados habían dicho a Kiyoaki que si una tortuga lograba alcanzarle un dedo con la boca, significaría el final del dedo.

Había varios pabellones para la ceremonia del té y un gran salón de billar. Detrás de la casa crecían en abundancia las batatas silvestres y había una alameda de cipreses, plantados por el abuelo de Kiyoaki, con dos senderos. Uno llevaba a la puerta de atrás, y el otro subía por una pequeña colina hasta la meseta, donde destacaba un santuario en el ángulo de una amplia extensión sembrada de hierba. Allí estaban sepultados su abuelo y dos tíos. Los peldaños, faroles y los torii, todo de piedra, eran los tradicionales, pero a uno y otro lado de los peldaños, en lugar de los habituales perros-león, habían sido colocados en el suelo un par de obuses de la guerra ruso-japonesa, pintados de blanco. Un poco más abajo había un santuario dedicado a Inari, dios de las cosechas, detrás de un magnífico seto de enredaderas. El aniversario de la muerte de su abuelo caía a finales de mayo; por tanto las plantas del seto estaban siempre en todo su esplendor cuando se reunía la familia para celebrar los servicios religiosos y las mujeres se amparaban bajo su sombra para protegerse de los rayos del sol. Sus caras blancas, empolvadas aún con mayor meticulosidad que de costumbre para la ocasión, parecían allí como tocadas de color violeta, como si sobre sus mejillas hubiese caído cierta sombra de muerte.

Las mujeres: nadie podría contar con exactitud el crecido número de mujeres que vivían en la mansión de Matsugae. La abuela de Kiyoaki, por supuesto, tenía precedencia sobre todas ellas, aunque prefería vivir retirada a cierta distancia de la casa principal, con ocho doncellas para atender sus necesidades. Todas las mañanas, con lluvia o con sol, la madre de Kiyoaki, acabada de vestirse, se dirigía inmediatamente, acompañada de dos doncellas, a rendir sus respetos a la anciana dama. Y todos los días la anciana dama escudriñaba el aspecto de su nuera.

–Ese peinado no te favorece. ¿Por qué no te haces para mañana un peinado de estilo de cuello alto? Estoy segura de que te caerá mucho mejor –decía con ojos cariñosos, para cuando al día siguiente apareciera con el peinado al estilo occidental comentarle–: En realidad, Tsujiko, ese peinado de estilo de cuello alto no le va bien a una belleza japonesa tan a la antigua como tú. Por favor, prueba para mañana el estilo Marumage.

Y así, durante todo el tiempo que Kiyoaki podía recordar, el peinado de su madre había estado experimentando cambios perpetuos.

Los peluqueros y sus ayudantes estaban ocupados constantemente. Y no sólo requería sus servicios el peinado de su madre, sino que tenían que peinar también a más de cuarenta doncellas. Sin embargo, sólo en una ocasión habían mostrado preocupación por el pelo de un miembro masculino de la casa. Fue cuando Kiyoaki estaba en su primer curso en la Escuela Agregada de los Pares. Le había caído el honor de ser seleccionado para actuar como paje en las festividades del Año Nuevo, en el Palacio Imperial.

–Sé que las personas de la escuela desean que parezcas un pequeño monje –decía uno de los peluqueros–, pero esa cabeza afeitada no iría bien con tu elegante vestido.

–Pero me van a reñir si llevo el cabello largo.

–Muy bien, muy bien –repuso el peluquero–. Déjame ver cómo mejorarlo. En todo caso llevarás sombrero, pero creo que podemos arreglar las cosas para que cuando te lo quites sobresalgas en brillantez sobre todos los demás jóvenes caballeros.

Eso es lo que dijo, pero Kiyoaki a los trece años se había cortado el pelo. Cuando el peluquero le peinaba, el peine le hacía daño y la loción del cabello le escocía la cabeza. A pesar de toda la destreza del peluquero, la cabeza reflejada en el espejo no parecía distinta a la de cualquier otro muchacho; y sin embargo, en el banquete Kiyoaki fue elogiado por su extraordinaria belleza.

En una ocasión, el Emperador Meiji había honrado con su presencia la residencia de los Matsugae. Para agasajar a su Majestad Imperial se había organizado una exhibición de lucha sumo, junto a un enorme árbol gingko, alrededor del cual se había delimitado un espacio de terreno. El Emperador contemplaba el espectáculo desde un balcón, en el segundo piso de la casa occidental. Kiyoaki confió al peluquero que en aquella ocasión le había sido permitido aparecer ante el Emperador y su Majestad se había dignado acariciarle la cabeza.

Eso había tenido lugar hacía cuatro años, pero parecía poco posible que el Emperador recordara la cabeza de un simple paje visto una vez en las festividades del Año Nuevo.

–¿De veras? –exclamó el peluquero abrumado–. Joven amo, ¿usted quiere decir que fue acariciado por el Emperador en persona? –Al decir esto, se deslizó sobre el suelo del tatami, apretando las manos fervorosamente, en auténtica reverencia al muchacho.

El uniforme de un paje para asistir a una dama de la Corte consistía en una chaquetilla de terciopelo azul y pantalones que llegaban justo por debajo de las rodillas. Por ambos lados de la chaquetilla caían cuatro borlas blancas. Había otras en las mangas y en los pantalones. El paje llevaba espada en la cintura, medias blancas y zapatos abrochados con botones de esmalte negro. En el centro de su amplio cuello de encajes iba anudada una corbata de seda blanca, y un sombrero tricornio, adornado con una gran pluma de ave, que caía por la espalda, sujeta por una cinta de seda.

Yukio Mishima, mucho antes de Murakami, el escritor japonés más conocido por el mundo. Foto: Especial

Cada Año Nuevo, alrededor de veinte hijos de la nobleza, con sobresalientes expedientes escolares, eran escogidos para hacer turnos, en grupos de cuatro, junto a la Emperatriz, o en grupos de dos junto a las princesas, durante los tres días de las festividades. Kiyoaki acompañó a la Emperatriz una vez, y otra a la princesa Kasuga. Cuando le llegó el turno con la Emperatriz, ella había llegado con solemne dignidad por los pasillos fragantes de incienso y almizcle, quemados por los servidores de palacio, y él había permanecido detrás de ella durante la audiencia. Era una mujer de gran elegancia e inteligencia, pero por aquel entonces, ya mayor, estaba cercana a los sesenta años. La princesa Kasuga, sin embargo, no pasaba mucho de los treinta. Hermosa, elegante, imponente, era como una flor en el momento de su mayor perfección.

Aún ahora, Kiyoaki recordaba menos el sobrio atuendo de la Emperatriz que el espléndido armiño de la princesa, salpicado de perlas. La cola del traje de la Emperatriz tenía cuatro especies de ojales para las manos de los pajes, mientras que el de la princesa sólo llevaba dos. Kiyoaki y los otros habían sido adiestrados tan exhaustivamente que no tenían ninguna dificultad en sujetarse con firmeza, mientras avanzaban.

El cabello de la princesa Kasuga tenía brillo y negrura de laca. Visto por detrás, aquel cuidadoso peinado parecía disolverse en su nuca, dejando las trenzas sueltas sobre sus hombros desnudos, cuyo débil brillo embellecía el escote.

Se mantenía muy erguida y caminaba hacia adelante con paso firme, sin ningún temor para quienes llevaban su cola, pero a los ojos de Kiyoaki aquel enorme abanico de piel blanca parecía brillar y desvanecerse con el sonido de la música, como un pico cubierto de nieve, 18 Nieve de primavera oculto primero, y luego visible, por un grupo de nubes. En ese momento, por vez primera en su vida, se vio sorprendido por la fuerza de la belleza femenina, y la explosión deslumbrante de elegancia, que hizo enardecer sus sentidos.

El uso pródigo que la princesa Kasuga hacía del perfume francés se había extendido a su vestido, y su fragancia anulaba el olor del almizcle y del incienso. En un punto del pasillo, Kiyoaki tropezó. La princesa volvió ligeramente la cabeza, y como señal de que no estaba en absoluto ofendida sonrió suavemente al joven. Aquel gesto pasó inadvertido. Con el cuerpo perfectamente altivo, en aquel breve movimiento de cabeza había concedido a Kiyoaki una mirada fugaz. En aquel instante cayó sobre su blanca mejilla un mechón de pelo, y por el rabillo del ojo se dejó traslucir una sonrisa veloz como un relámpago. Pero la línea de su nariz no se movió. Como si nada hubiera sucedido… El perfil fugaz de la cara de la princesa, demasiado rápido para ser llamado honestamente perfil, hizo a Kiyoaki sentirse como si hubiera visto resplandecer un arco iris durante un instante en un prisma de puro cristal.

Su padre, el marqués de Matsugae, observaba la participación de su hijo en las festividades, admirando el aspecto brillante del muchacho en su precioso atuendo ceremonial, y saboreando la propia complacencia del hombre que ve cumplido el sueño de toda su vida. Este triunfo disipó sus temores de parecer un impostor, por sus intentos de presentarse como apto para recibir al Emperador en su propia casa. Ahora, en la persona de su hijo, el marqués había visto la fusión definitiva de las tradiciones aristocrática y samurái, congruencia perfecta entre los antiguos nobles de la Corte y la nueva nobleza.

De todos modos, a medida que la ceremonia continuaba, la satisfacción del marqués por los elogios prodigados por el público al muchacho se cambió en inquietud. A los trece años, Kiyoaki era demasiado apuesto. Dejando a un lado su natural afecto por su hijo, el marqués no podía menos de advertir que destacaba de los otros pajes. Sus pálidas mejillas tomaban color carmesí cuando estaba excitado, sus cejas estaban agudamente definidas y sus grandes ojos, todavía con seriedad infantil, estaban enmarcados por unas largas pestañas. Eran negros, y había en ellos una luz seductora. El marqués estaba excitado por los cumplidos ante la belleza excepcional de su hijo y heredero, y sintió preocupación por ello. Estaba bajo los efectos de una premonición incómoda. Pero como era hombre extremadamente optimista, se olvidó de todo aquel desconcierto tan pronto como terminó la ceremonia.

Aprensiones similares eran normales en el joven Iinuma, que había ido a vivir a casa de los Matsugae con diecisiete años, el anterior al servicio de Kiyoaki como paje. Iinuma había sido recomendado como tutor personal de Kiyoaki por la escuela de Kagoshima, y enviado con los Matsugae con testimonios sobre sus facultades mentales y físicas. El padre del actual marqués era reverenciado en Kagoshima como un dios poderoso y feroz, e Iinuma había aceptado la vida en casa de los Matsugae tal como lo había oído en el colegio al hablar de las hazañas del 20 Nieve de primavera anterior marqués. En su año con ellos, sin embargo, su forma de vida había echado por tierra algunas esperanzas y herido sus juveniles sensibilidades puritanas.

Podía cerrar los ojos a otras cosas, pero no a Kiyoaki, que era su responsabilidad personal. Todo Kiyoaki, sus miradas, su delicadeza, su sensibilidad, sus cambios de pensamiento, sus intereses, pesaba sobre Iinuma. Y la actitud del marqués y la marquesa en relación con la educación de su hijo le afligía igualmente.

–Yo nunca educaré a un hijo mío de tal manera, aunque me hagan marqués. ¿Qué supone usted que el marquesado añadirá a los principios de su propio padre?

El marqués era puntilloso en cuanto a la observación de los ritos anuales por su padre, pero casi nunca hablaba de él. Al principio, Iinuma esperaba que el marqués hablaría más a menudo de su padre y de sus recuerdos, pero en el transcurso del año tales esperanzas vacilaron y se desvanecieron.

La noche que Kiyoaki volvió a casa después de cumplir con sus deberes como Paje Imperial, el marqués y su esposa dieron una cena familiar y privada para celebrar el acontecimiento. Cuando llegó la hora de que Kiyoaki se fuera a la cama, Iinuma le acompañó hasta su habitación. Las mejillas del muchacho de trece años estaban sonrosadas por el vino que su padre, medio en broma, le había obligado a beber. Se escondió entre las colchas de seda, dejó caer la cabeza sobre la almohada y se durmió con respiración dificultosa. Sus venas azules se estremecían, y la piel era tan transparente que casi se veía el frá- gil mecanismo interior. Aun en la media luz de la habitación, sus labios aparecían enrojecidos.

Iinuma comprendió que era inútil esperar que el muchacho hiciera los juramentos entusiastas de lealtad hacia el Emperador que una noche como aquélla habría provocado en cualquier joven normal japonés, camino de la virilidad, privilegiado con la realización de tarea tan honrosa.

Kiyoaki estaba recostado de espaldas, mirando al techo, con los ojos llenos de lágrimas. Kiyoaki, que sentía demasiado calor, sacó los brazos desnudos y empezó a doblarlos detrás de la cabeza. Iinuma le amonestó, y le cerró el cuello suelto de su bata de dormir.

–Vas a coger un catarro. Ahora debes dormirte.

–Iinuma, yo… he cometido un error hoy. Si me prometes no decir nada a mis padres te diré de qué se trata.

–¿Qué fue?

–Hoy, cuando llevaba la cola de la princesa tropecé ligeramente. Pero la princesa me sonrió y me perdonó.

Iinuma se sintió molesto por palabras tan frívolas, por la ausencia de todo sentido de responsabilidad, por la mirada de arrobamiento que había en aquellos ojos, por todo…

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