Pretextos para no salir de casa

15/06/2012 - 12:02 am

Si los amantes hablan del hogar, todos los hogares se vuelven hogueras.

 

Estaba mi padre a la hora de la comida comentando los resultados de la liguilla mexicana, cosa que no es de mi interés, muy contentos todos porque las Chivas habían ganado. Era lunes, recién empezaba la semana.

Y que en la sopa de calabaza les suelto la frase: “¿Se acuerdan que hace unos meses les dije que me iba a ir de la casa? Ah, pues ya llegó la fecha. En dos meses me voy”.

A media cucharada entre el plato y la boca, mi padre se quedó en estado de shock.

Por la noche, después de trabajar, llegó a mi cuarto a preguntarme que por qué me iba, si me hacía falta algo en la casa. Le contesté que no. Que todo estaba bien, pero que era hora de marcharme. Tenía yo 23 años y un conjunto de manías, miedos, ilusiones, angustias y esperanzas que empaqué para llevar a un nuevo espacio.

Hace algún tiempo escribí una crónica de cómo sobrevivir a las mudanzas y no morir en el intento. Pasé por cuatro desde esa primera vez. Aunque he de decir que lo único que transporté hace ya siete años era un colchón, una mesa de plástico rota, un mantel en comodato, ropa y libros.

Ahora que me considero oficialmente mudada, y experta en mudanzas, llega la parte de habitar el espacio. Suena fácil. Un par de cuadros, unas latas de comida, algo de avena y leche, dos sillas de plástico, unas botellas de tinto, la computadora, libros y ya está.

Pero no. En realidad el tema es más complejo. Alguien me dijo en una conversación telefónica que a veces se encontraba buscando pretextos para no salir de casa. Me encantó la frase. No se trata de que esté enganchada con una serie, o que tenga a Johnny Deep esperándome en casa con una cena espectacular.

Se trata de llenar con cariño y paciencia el lugar al que quieres ir cuando no te queda otro más. Se trata de recorrer la vista por los espacios, reconocerlos como tuyos. Se trata de leer recostada en el sofá un buen libro con un té, observando los colibríes que cuelgan de la ventana.

Es acomodar los detalles o regalos que recibes en el espacio que los reclama.

Es colgar cuadros de forma que empiecen a pintar las paredes de colores, esperando al cuarto o quinto, según el presupuesto y el interés.

Es comprar flores los lunes para que te acompañen el resto de la semana.

Es ir al mercado a escoger frutas, comprar unos quesos y unas tortillas azules.

Es prender música según el ritmo que nos apetezca.

Es trabajar con gusto en los proyectos pendientes, escribir, leer, fumar un cigarrillo.

Es el lugar donde algún amigo o amiga pueda llegar a llorar sus penas o celebrar sus alegrías.

Es apreciar tu televisión del año del caldo, donde afortunadamente caben todas las imágenes, aunque este sea un mamotreto.

Es hacerte un café por la mañana y salir decidido a conquistar el mundo. Y poder regresar en caso de la derrota.

Es platicar con la portera y saludar a los vecinos con una sonrisa.

Es donde sostenemos conversaciones triviales o profundas, o bailamos o queremos al amante.

Por eso quiero que mi hogar arda en llamas, que despida calor, que esté a punto de abrasarme, pero que me deje viva para seguir habitándolo, limpiarlo obsesivamente y mantener la esperanza en que mi rosal reviva. Aunque creo que esto ya debería darlo por una instalación tipo naturaleza muerta.

Cuando por cuestiones del destino tenga que irme otra vez, espero hacerlo de acuerdo a un extracto del libro de Herta Müller, en Todo lo que tengo lo llevo conmigo: “Escondí mis tres cuadernos rayados en mi nueva maleta de madera, que yacía bajo mi cama y era mi armario ropero desde mi regreso al hogar”.

No tendré una maleta de madera, pero si un par de cuadernos rayados y eso es todo lo que espero llevarme. Más los buenos recuerdos.

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