Ricardo Ravelo
15/05/2020 - 12:05 am
El Presidente fragmentado
Evidentemente, estas acciones de desmantelamiento criminal no se hacen con las Fuerzas Armadas: se efectúan con la ley en la mano, con la Unidad de Inteligencia Financiera trabajando a tope, con la Fiscalía General de la República integrando carpetas de investigación y procesando casos y consignando expedientes bien estructurados.
Como luchador social, candidato presidencial y ahora como Presidente de la República Andrés Manuel López Obrador fue un severo crítico respecto del uso de las Fuerzas Armadas para combatir al crimen organizado y, en particular, el narcotráfico.
En los archivos electrónicos existen múltiples versiones en las que López Obrador fijó su posición sobre este delicado tema; fue un crítico asiduo de Felipe Calderón cuando éste se enfundó el uniforme militar –que, por cierto, le quedó grande –para declararle la guerra al narcotráfico, guerra fallida, pues hasta hoy no sabemos qué diablos combatió Calderón porque, con todas sus ramificaciones perniciosas, el crimen organizado, lejos de ser exterminado, se extendió a todo el continente latinoamericano.
Calderón no sólo simuló una guerra sino que permitió la más atroz corrupción de su Secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, quien encabezada la secretaría de Estado que manejaba a su antojo el cártel de Sinaloa, la organización criminal con la que el Gobierno de Calderón pactó, según sostienen las investigaciones de Estados Unidos.
En resumen, con todo y el uso de las Fuerzas Armadas, el narcotráfico no pudo ser abatido en el sexenio calderonista; los funcionarios acusados de servir al crimen, procesados y encarcelados, salieron libres porque la Procuraduría General de la República (PGR) nunca pudo acreditar los delitos que les imputó. En todos los casos, la entonces procuradora, Marisela Morales –experta en fabricar expedientes con falsedades –la institución utilizó testigos protegidos que mintieron, por ello, nunca pudieron probar sus acusaciones.
En tanto la justicia brilló por su ausencia en el Gobierno de Calderón, las Fuerzas Armadas hicieron de las suyas en todo el país: asesinaron a personas inocentes, desaparecieron a otras; muchas víctimas de la violencia atroz terminaron en fosas clandestinas y se les hizo pasar como criminales para justificar la acción brutal del Ejército. Hacia la segunda mitad de ese Gobierno, las Fuerzas Armadas ya no detenían a los delincuentes: los asesinaban, en muchos casos, argumentando que fueron atacados y tuvieron que repeler el fuego, pero en otros múltiples eventos sangrientos los militares accionaban sus fusiles con toda crueldad. Aquello parecía una guerra entre criminales. Esto fue una verdadera carnicería que, por desgracia, sigue impune a pesar de que cientos de delitos de lesa humanidad, donde Felipe Calderón es señalado como responsable, duermen en los archivos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Todo esto viene a cuento a propósito del decreto que esta semana firmó el Presidente Andrés Manuel López Obrador para regresar a las Fuerzas Armadas al combate contra el crimen organizado. Ni siquiera fue anunciado con antelación: el lunes 11 amanecimos con la información en el Diario Oficial de la Federación, donde se anunciaba que el Ejército y la Marina retornaban al campo de batalla para realizar tareas policiacas.
Con independencia de que existe una urgencia nacional por el desbordamiento de la violencia, lo cierto es que esa decisión coloca al Presidente ante el reflector y lo exhibe como un hombre fragmentado que dice una cosa y termina haciendo todo lo contrario, insostenible en sus decisiones, el mandatario muestra prístinamente su incongruencia. En términos bíblicos se diría que López Obrador es un hombre de doble ánimo, la fuente que emana agua dulce y salada al mismo tiempo, la contradicción, el conflicto insalvable que, tal parece, él no ve y le parece normal su proceder.
A principios de su mandato, claro el diagnóstico de la inseguridad en el país, sometió a la aprobación del Congreso el proyecto para crear la Guardia Nacional. Había razones para construir este cuerpo de élite: catorce cárteles se disputaban –y se disputan todavía –el control del mercado de drogas y las rutas de trasiego. Las policías no eran confiables para ser tomadas en cuenta en el combate al crimen. Hasta ahí todo el mundo estaba de acuerdo.
Vino el debate de la militarización: que si la Guardia Nacional será una estructura militar, que si el mando será civil o no, que si se el Ejército iba a tener el control total del país…Finalmente se determinó que el mando fuera militar y el cuerpo de élite estuviera constituido, en su mayoría, por civiles.
Se dijo entonces que con la Guardia Nacional se cubriría todo el territorio y año tras año el número de sus efectivos se incrementarían, conforme fueran aprobados los exámenes de sus nuevos integrantes; que se calculaba que en tres años o, a más tardar hacia el final del sexenio, la Guardia estaría totalmente integrada para operar como una verdadera policía profesional que garantice seguridad en el país. Aunado a esto, el país se dividió en varias regiones, con un mando en cada una, a fin de que se fuera pacificando el país, primer objetivo del Gobierno de la Cuarta Transformación.
Por ello, la Policía Federal fue disuelta. No había nada que hacer con una estructura corrompida que terminó al servicio del narcotráfico.
La Guardia Nacional entró en operación a principios del año pasado en el sur de Veracruz, principalmente en el corredor petrolero Minatitlán-Coatzacoalcos, después de una oleada de matanzas que sacudió a esa región. Esa fue la prueba de fuego del nuevo cuerpo policiaco, pero la zona no entró en calma, por el contrario, hasta la fecha sigue tomada por el crimen.
Lejos de frenar la violencia y a los cárteles del narcotráfico, la Guardia Nacional ha resultado ineficaz ante el flagelo del crimen organizado. El país sigue atenazado por la violencia de alto impacto y lejos, muy lejos se ve la posibilidad de que el Gobierno de López Obrador pueda resolver este problema. Más bien, lo está administrando, lo justifica, lo acepta, pero no lo resuelve. Simplemente no hay resultados.
Ahí siguen operando abiertamente los catorce cárteles en el país. Sinaloa, Cártel de Jalisco, Cártel del Noreste, Los Rojos, Guerreros Unidos, ente otros, son los más poderosos. Nadie puede con ellos.
A este fracaso se suma el hecho de que el Gobierno de López Obrador, como hemos consignado en este espacio, sigue sin construir una política criminal eficaz e integral que no solamente considere la atención de lo que el mandatario llama “las causas” sino que implemente, por ejemplo, un proyecto para desmantelar el patrimonio que dispone el crimen organizado y que está en manos de políticos y empresarios.
No existe, hasta ahora, un mapa de ese patrimonio ni un diagnóstico respecto de dónde están invertidos los capitales de los grupos mafiosos. El combate eficaz al crimen forzosamente debe contemplar decomisarles el dinero, quitarles sus empresas, destruir las redes mafiosas en estados y municipios. Este proyecto se antoja como para que sea tan grande como el que puso en marcha Colombia e Italia en los años más críticos que estos países vivieron frente a la guerra contra el crimen.
El combate al crimen no es sólo perseguir a pequeños narcos en las calles. Eso es perseguir lo que comúnmente se llama “la morralla” . El proyecto anticrimen va contra la clase política vinculada, la que brinda protección, la que ha amasado capitales: ahí están los Yunes Linares, Los Herrera Ale en la Comarca Lagunera, Los Zaragoza Fuentes en Chihuahua, gaseros y señalados como lavadores del cártel de Juárez; en Jalisco operan decenas de familias en el lavado y el narcotráfico que, al mismo tiempo, hacen política. Y así está todo el país.
La lista es enorme, pero el Presidente no habla de estos vínculos empresariales y políticos con el crimen; tampoco habla de la narcopolítica ni se ha referido nunca al problema que priva en los municipios: más del 80 por ciento de las demarcaciones del país están gobernadas por políticos que, al mismo tiempo, forman parte de un grupo criminal. Estos son los responsables de que las policías municipales estén contaminadas.
Evidentemente, estas acciones de desmantelamiento criminal no se hacen con las Fuerzas Armadas: se efectúan con la ley en la mano, con la Unidad de Inteligencia Financiera trabajando a tope, con la Fiscalía General de la República integrando carpetas de investigación y procesando casos y consignando expedientes bien estructurados.
Si realmente el Presidente quiere resolver el problema de la violencia debe golpear estas estructuras, quitarles el dinero y desarticular las redes criminales que están bajo la protección de la política. También debe haber una vigilancia estricta, a través de la UIF, para revisar los recursos que reciben los candidatos a puestos de elección popular, porque muchos legisladores y gobernadores llegaron a sus puestos financiados con dinero de la mafia y, por ende, sirven a esos intereses. No les importa el país sino sus negocios ilegales.
El uso de las Fuerzas Armadas no es una decisión atinada. Dice Ricardo Monreal, el Presidente de la bancada de Morena en el Senado, que debemos confiar en los militares. Pero ¿cómo confiar cuando existen expedientes impunes en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos por delitos de lesa humanidad y no se ha castigado a nadie?
El riesgo que existe con las operaciones de las Fuerzas Armadas en tareas policiacas es que se incrementen las violaciones a los derechos humanos, se repita el holocausto que se vivió en el sexenio de Felipe Calderón, donde hubo más muertos que combate real al crimen organizado.
Al Presidente no se le entiende, cambia de dirección y no se sostiene en una postura clara y congruente. Esto es consecuencia de su fragmentación interior: tal parece que su voluntad lucha con otra parte suya que lo atenaza en un eterno conflicto.
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