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Antonio Salgado Borge

15/05/2015 - 12:02 am

Felipe Calderón, el devaluador imperdonable

Felipe Calderón está de vuelta. Aprovechando los reflectores de la actual campaña electoral, este ex presidente panista se ha dejado ver en varias ciudades de la república apoyando a diversos candidatos del PAN, quienes lo pasean y presumen con el orgullo propio del equipo que exhibe el trofeo de un campeonato. Calderón ha asegurado que, […]

Felipe Calderón está de vuelta. Aprovechando los reflectores de la actual campaña electoral, este ex presidente panista se ha dejado ver en varias ciudades de la república apoyando a diversos candidatos del PAN, quienes lo pasean y presumen con el orgullo propio del equipo que exhibe el trofeo de un campeonato.

Calderón ha asegurado que, a diferencia de los ex presidentes priistas, él sí puede dar la cara y hacer campaña por su partido. Sus correligionarios han tomado esta postura como un dogma y han empezado a circular en honor al político resucitado textos y memes en los que se le califica como “uno de los mejores presidentes”, se le atribuyen dos o tres logros –pagó la mitad de la deuda que dejó el PRI, por ejemplo- o se hace referencia a lo mucho que en el México actual se “extraña” a este ex presidente.

En realidad Calderón está en su derecho de hacer campaña, el PAN en su derecho de aceptarlo y los panistas, ya sea por ignorancia, por conveniencia o por fe genuina, en su derecho a endiosarlo. El problema es que sus exultaciones y sus mantras parecen estar encontrando eco en parte de nuestra sociedad, nublando la memoria sobre la realidad de la gestión calderonista y produciendo, por lo tanto, su injusta idealización. “La memoria –decía Reyes Mate- es justicia porque reabre el archivo y coloca como causa pendiente la respuesta a las injusticias pasadas”. Si la memoria es justicia, el olvido es injusticia. Seamos entonces justos y recordemos algunos aspectos de la presidencia de Felipe Calderón.

Felipe Calderón no será recordado, como Luis Echeverría o José López Portillo, por ocasionar devaluaciones monetarias; pero sí debe pasar a la historia como un presidente que devaluó profundamente la vida de sus gobernados.

Lejos de ser una época dorada para la economía nacional, el sexenio 2006-2012 dejó saldos deprimentes en este rubro. Cuatro elementos fundamentales dan cuenta de ello. El crecimiento económico entre 2007 y 2012 fue de 1.96% en promedio, el menor de los últimos 24 años y, de su mano, la economía informal aumentó 22%. Mucho más sensible para millones de seres humanos resulta la disminución notable de su calidad de vida en este mismo período. En tan sólo seis años el poder adquisitivo de los mexicanos cayó 42% y la población afectada por la pobreza aumentó en 7 puntos porcentuales.

La gestión calderonista tampoco puede ser un referente de justicia. Lejos de ser combatidas la corrupción y la impunidad se mantuvieron intocadas. Quizá el caso más representativo, aunque de ninguna forma el más grave, sea el de la “Estela de luz”; monumento inútil y frívolo cuyo costo original sería de 400 millones de pesos, pero que terminó por costar más de mil millones. Calderón permitió también que la aerolínea Mexicana fuera llevada a la quiebra en beneficio de su propietario y de Aeroméxico, su principal competidor. Directivos de ambas empresas estaban relacionados con el ex presidente. La impunidad prevalente quedo exhibida en casos indignantes como el de la guardería ABC.

Ondeando la bandera de “el fin justifica los medios”, traducido coloquialmente en su tristemente célebre “haiga sido como haiga sido”, Calderón emprendió una suerte de “guerra justa”  irracional y unilateral contra los cárteles de la droga. Incluso concediendo que el objetivo de esta guerra fuera legítimo o alcanzable, su resultado está a la vista: no sólo no logró disminuir el consumo o el tránsito de drogas –fines sumamente cuestionables-, sino que su sexenio murieron más de 70,000 seres humanos, desaparecieron 20,000 personas, se vieron obligados a desplazarse 250,000 y el país quedó sumido en una espiral de violencia. Las pérdidas humanas fueron escalofriantes y, con excepción de los usuales beneficiarios económicos o políticos de la política prohibicionista, la mayoría de los mexicanos no ganamos absolutamente nada.

Hay quienes piden que nos olvidemos todo este sufrimiento y que reconozcamos que es preciso aplaudir el “valor” con que este ex presidente hizo frente a los narcotraficantes. Pero incluso quienes nos extienden esta invitación a sumergirnos en los pantanosos terrenos axiológicos deben reconocer que la concepción de la valentía como una virtud puede resultar sumamente engañosa. Uno puede tener el coraje para entrar a la jaula de un zoológico a combatir al tigre residente cuerpo a cuerpo, pero este atrevimiento no hace que esta decisión sea mínimamente sensata.

Aristóteles consideraba que la valentía puede aparentar estar inspirada por el coraje cuando ésta viene acompañada de elección y racionalidad. Sin embargo, la valentía y coraje son distintos. Para este filósofo griego atacar irracionalmente como consecuencia del dolor, del miedo o del coraje sin prever nada terrible es propio de las fieras o de animales como los asnos. La “guerra de Calderón” no tiene, por tanto, nada de valiente. Su coraje sí tiene mucho de irresponsable y su perdón es innegociable. Lo peor que puede pasar a un ser humano como consecuencia de la irracionalidad de decisiones que sólo afectan a su persona es la muerte.  Por la fiereza de Felipe Calderón han tenido que pagar decenas de miles de mexicanos.

Durante el gobierno de Calderón también se devaluaron las garantías de protección a la dignidad humana. Las violaciones a los derechos humanos derivados de esta política bélica han sido ampliamente documentadas. Durante su sexenio la tortura se incrementó exponencialmente , las víctimas de la violencia fueron deshumanizadas y divididas entre “criminales” y “daños colaterales” que terminaron por ser  ignorados o traicionados. Calderón ni siquiera llevaba cuenta de los desaparecidos. También propuso una ley que incluía un apartado, afortunadamente no aprobado, en el que se confería a los cuerpos policiacos facultades para catear nuestros domicilios sin orden judicial.

A pesar de todo lo anterior, a los admiradores de Felipe Calderón les queda un último as bajo la manga: asegurar que su sexenio fue mejor que el de Enrique Peña Nieto. En realidad sin la tragedia vivida durante el sexenio del hombre de las tardes misteriosas y del carácter recio no podría explicarse el regreso del PRI a la presidencia; pero, dado que el priista ha sumado a los vicios calderonistas una montaña de los propios, muy probablemente esta afirmación terminará por ser cierta.

Calderón podrá ser, en términos relativos, mejor que Peña; sin embargo, esto no lo convierte automáticamente en un buen presidente ni le resta gravedad sus acciones u omisiones. La idealización de su sexenio sería una muy mala noticia para nuestro país porque en ella viene implícita la apuesta a un pasado que es causa próxima del desastre presente y la declinación a otro futuro posible. Aplaudir su supuesta valentía o recordarlo con añoranza equivaldría a expedir una carta de perdón a uno de los grandes devaluadores de la vida en México; a abrazar la injusticia que acompaña al siempre tramposo olvido.

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Antonio Salgado Borge
Candidato a Doctor en Filosofía (Universidad de Edimburgo). Cuenta con maestrías en Filosofía (Universidad de Edimburgo) y en Estudios Humanísticos (ITESM). Actualmente es tutor en la licenciatura en filosofía en la Universidad de Edimburgo. Fue profesor universitario en Yucatán y es columnista en Diario de Yucatán desde 2010.

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