Al miedo permanente a ser desalojados por las autoridades, como pasó con otros campamentos, ahora se suma un nuevo contratiempo. La contingencia sanitaria ha hundido su principal sustento: la venta de artesanías.
Por Eduard Ribas i Admetlla
México, 15 abr (EFE).– Alejandra no tiene acceso al agua para lavarse las manos como piden las autoridades. Es una de los 80 indígenas damnificados por el terremoto de 2017 que subsisten en un campamento en el centro de la capital mexicana desprotegidos frente a una pandemia en la que no creen mucho.
Después de tres años malviviendo con sus cuatro hijos en una tienda de campaña improvisada, el coronavirus no es precisamente una de sus prioridades: "La mera verdad, no creemos en esta enfermedad. Los chilangos (capitalinos) sí creen, pero nosotros, que somos de pueblo, no lo creemos", cuenta a EFE.
El campamento se encuentra en un cruce de calles de la colonia Juárez, un barrio acomodado del centro de la capital, donde el contraste entre los edificios neoclásicos y las carpas de plástico atadas a los árboles es muy evidente.
En cada una de las tiendas de campaña, donde llegan a vivir hasta cuatro familias hacinadas, no hay espacio para las medidas de distanciamiento social decretadas por el Gobierno. Ni tampoco para el exhorto a que la población se quede en casa, simplemente porque no la tienen.
PRIMERO EL TERREMOTO...
Esta comunidad otomí, originaria del central estado de Querétaro, se instaló hace más de dos décadas en el predio de la antigua embajada de la Segunda República Española.
Pero el inmueble quedó totalmente inhabitable tras el sismo de magnitud 7.1 que azotó el centro del país el 19 de septiembre de 2017 dejando más de 200 muertos en la capital y decenas de edificios colapsados.
"Ya van a ser tres años que estamos en la calle, la autoridad no nos ha hecho caso, no recibimos apoyo, no tenemos nada de ellos y no sabemos qué va a pasar ahora", explica Alejandra, harta de reclamar ayuda para ir a una vivienda digna, por la que están dispuestos a pagar si es necesario.
Su ubicación no facilita la relación con los vecinos. Los residentes, que tienen que esquivar las cuerdas con ropa tendida para llegar al supermercado del barrio, se quejan del ruido y del bloqueo de la calle.
Pero los otomíes son los primeros interesados en abandonar esta esquina de la ciudad, donde sus hijos se entretienen jugando a futbol entre un mosquerío y bajo un sol abrasador.
"Hay problemas con los vecinos. Si se pusieran en nuestro lugar, se darían cuenta de que no es por gusto, es por necesidad de una vivienda. Está en riesgo la vida de los niños", relata esta otomí, que lleva nueve años en la capital.
Pero lo que mas enerva a la comunidad es que cuando hay un robo en la zona, la policía no tarda en aparecer en el campamento. "Esto no se vale. Somos indígenas, pero también sabemos ganar nuestro dinero. No nos dedicamos a robar", reivindica.
...Y AHORA LLEGA EL VIRUS
Al miedo permanente a ser desalojados por las autoridades, como pasó con otros campamentos, ahora se suma un nuevo contratiempo. La contingencia sanitaria ha hundido su principal sustento: la venta de artesanías.
"No hay nadie en la calle. La autoridad dice que no podemos salir, pero tenemos que trabajar. Vivimos del día, no tenemos un trabajo fijo", explica Alejandra, mientras enseña con su hijo las muñecas de trapo que cosen en el campamento.
Han pasado 15 días desde que el Gobierno federal decretó la crisis sanitaria por el COVID-19, que obliga a parar las actividades económicas no esenciales y exhorta a la gente a quedarse en casa durante la pandemia, que lleva 406 muertos y 5 mil 399 contagios en el país.
En dos semanas, ninguna autoridad sanitaria se había acercado al campamento de los otomíes, que tienen que ir a una fuente cercana para recargar bidones de agua y ni se plantean adquirir gel antibacterial o cubrebocas.
Preocupada por ello, Guadalupe, una representante vecinal con buena relación con los indígenas, ha llamado a una clínica que no tarda en enviar un grupo de sanitarios para repartir vitaminas, suero y gel para los niños.
"Todos lo necesitamos, pero ellos, por las condiciones (en las que viven)... Si hay un brote aquí esto se multiplica", afirma Guadalupe, quien lleva 15 años viviendo en la zona.
Los niños se agolpan rápidamente frente a la mesa instalada por los médicos, quienes explican a las madres que hay que desinfectarse recurrentemente. Ellas asienten en la cabeza sin saber muy bien cómo hacerlo.
"Es una situación precaria, no tienen servicios, entendemos que están aquí sobre la calle, pero no porque quieran", recalca Guadalupe, quien también ha pedido a las autoridades que traigan camiones cisterna para suministrar agua al campamento.
Ella es de las pocas vecinas que ha intentado unir los dos mundos enfrentados en esta esquina de la Juárez: "Los mexicanos somos muy clasistas y racistas, en colonias como esta se ve más. Yo estoy acá y tú estás abajo. Si hago una fiesta, lo mío es diversión, pero lo tuyo es escándalo. No entendemos muchas cosas todavía", lamenta.