Viajar de mochilazo … y no perder el estilo

15/03/2013 - 12:01 am

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Para María y Arnau

Cuando uno piensa en “vacaciones”, hay de dos sopas. O elegimos un lugar turístico nacional o internacional, o nos quedamos en casa. Si es la primera opción, por lo general, se acomoda uno en casa de alguna persona conocida o se hospeda en algún hotelillo sencillo y encantador –con sus peros y sorpresas– y come en lugares típicos. Esto es el turismo promedio. Gastas en una habitación, te inscribes en algún tour (no los critico porque a mí me gustan) y caminas la ciudad o el pueblo donde te encuentras.

Cuando aterrizas o bajas del camión al destino turístico, por ahí vemos unos “backpackers”. Personas sin edad a las cuales no les prestamos mayor atención. Quizá si tienen rastas un chiquillo los señale, fuera de eso, cada quien sigue su camino.

Tenía muchos años sin viajar de mochilazo. No me había colgado nada parecido a una mochila desde los cinco años en que iba a la primaria. Durante la adolescencia llegué a acampar con frecuencia en distintas playas de Jalisco o Michoacán. Tuve una pésima experiencia en París en un hostal que se veía muy acogedor, pero donde me asaltó un ejército de pulgas. Borré la palabra “hostal” de mi mente. Yo, reconozco, soy una pésima viajera. A donde vaya, así sea a visitar a mis padres, cargo ropa que jamás utilizo, libros que no abro y un par de tenis que no salen de su bolsa.

Pasó una década antes de que emprendiera un viaje así. Simplemente no se había dado.

Y que me lanzo. Fue un reto, tuve que pasar unas horas decidiendo qué trapos empacar hasta que cupieran en la maleta junto con mi neceser de baño. Por fin lo logré, cerré el bulto e incluso me sentí “hippie” por estar cargando diez kilos en la espalda y un tapete de yoga que, para mi defensa, utilicé tres días.

El plan era no tener plan, excepto la primera noche. No se vaya con la finta, viajar de mochilazo es una ciencia compleja. Es encontrar EL LUGAR que por un octavo de lo que uno paga en un hotel de tres estrellas es simplemente maravilloso. Implica mínima reservación en los hostales más afamados y recomendados por los turistas vía Internet, y seguir a otros que viajan como tú. Yo le llamo tejido de caminos mágicos.

Los “backpackers” son una especie de comunidad que se reconoce en una serie de puntos muy interesantes, por más distintos orígenes o nacionalidades que tengan. Creo que al final, a todos les gusta platicar y hacen del viajar un arte de bajo presupuesto. Genios del manejo de los pesos.

Hay de todas las edades y oficios, lo que comparten es que por lo general su fecha de regreso a sus respectivos países aún no está definida. O sea que le preguntas cuándo se regresa, y te responde con “no lo sé”. Envidia de la mala.

Viajar de mochilazo nos enseña muchísimas cosas de la vida al desnudo. La vida para disfrutarla en su expresión total… la conversación trivial o profunda. El sonido del viento al dormir en una hamaca. Disfrutar y tomarle confianza a una cama donde miles antes que tú han dormido.

A cocinar con extraños en la noche y aceptar tomar un té con alguien más.

A escuchar hablar de la crisis española a dos catalanes y entablar una discusión sobre el nacionalismo vasco, ventajas y desventajas.

Describir a México. Y explicar mil veces qué es esto del narco y las interminables intrigas políticas para compararlas con las de otras naciones.

Dilucidar qué pasa en la realidad nacional y asegurarle a los otros viajeros que ya se puede viajar a las playas de Michoacán, ya que la armada naval está resguardando la costa y aún se puede disfrutar de los atardeceres en las playas de olas salvajes, llenas de pelícanos expertos cazadores de cardúmenes.

O contemplar a los surfistas en búsqueda de la oleada perfecta.

Compartir el baño con extraños de todo el mundo.

Hacer amigos y ofrecer tu casa sin compromisos. Menuda historia. Esto lo hice en Mérida y me llevé una gran sorpresa con una pareja donde él, Arnau, venía de Barcelona empleado de una fábrica de globos aerostáticos y había decidido invitar con su boleto extra a la novia, María.

El primer día que los vi, no bien cruzamos un par de palabras, les pregunté si conocían la Ciudad de México, que considero un destino turístico vital. La respuesta fue no. He de decir que para mi no es raro acoger extraños y hospedarlos. Así que los invité.

Un par de semanas después me llevo la sorpresa de recibir un correo que si mi oferta de hospedaje seguía en pie, a lo que contesté con un sí inmediato. Llegaron ambos con sendas maletas, listos para conocer esta caótica urbe. Ese mismo día los mandé al Zócalo con precarias instrucciones y nombres de lugares escritos en una servilleta.

Fue divertido llevarlos a Xochimilco para que se pasmaran con los mariachis flotantes. Llevarles a Coyoacán a ver un partido de futbol en una cantina típica y a conocer la Casa Azul de Frida Kahlo.

Ir al Mercado Sonora, un tanto desconcertados por la cantidad de mezclas: la santa muerte, los miles de animales exóticos enjaulados, tazas, jarrones, y toda la idiosincrasia mexicana reunida en un lugar donde se grita todo, precios, rezos, oraciones, descuentos y el pásele güero.

Cuando se fueron, realmente me dio un poco de nostalgia. Y eso que solo estuvimos un par de días juntos.

Así que espero tener la oportunidad de ir a visitarlos a su pueblo. Y que me hagan una deliciosa tortilla española y una ensalada. Ah, y pan con tomate.

Su regalo de despedida fue muy simbólico. Me dejaron su cuchillo de viaje (no creímos que pasaría por aduana) a cambio de uno de plástico de recuerdo y un mezcal de colección.

Y me tradujeron lo que ahora considero un hermoso lema de mi pequeño espacio: Es- Serveix- beure- y- mejar- a- totes- hores. Se sirve cerveza y comida a todas horas.

@mariagpalacios

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