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María Rivera

14/04/2021 - 12:03 am

En el centro de vacunación

En estos días, varios familiares recibieron la segunda dosis de la vacuna contra COVID-19.

La vacunación continúa. Foto: Cuartoscuro.

En estos días, varios familiares recibieron la segunda dosis de la vacuna contra COVID-19. A la salida del mega centro de vacunación que instalaron en el Estadio Olímpico Universitario de C.U. sentada en una de las bancas que se instalaron para quienes esperan afuera a sus familiares, y mientras veía salir a muchos adultos mayores, pensaba con auténtica conmoción en las personas que poco a poco iban transponiendo ese umbral. Corría un viento frío y agradable en la explanada universitaria que me recordó esos días de mi juventud, de placidez y despreocupación, en los que sentíamos que la vida era un día soleado, al aire libre, en un estadio, y no temíamos morir. Otras preocupaciones nos asediaban, más cerca de la búsqueda del sentido, que de la sobrevivencia. Apasionadas discusiones intelectuales, arrebatados enamoramientos, desasosiegos vitales… Nuestra consciencia de la muerte era la consciencia de la eternidad, la incandescencia de un instante.

Mientras miraba esa marcha de hombres y mujeres, algunos muy mayores y enfermos, tuve la consciencia de estar frente a un hecho histórico, capital para la vida de todas esas personas, que muy probablemente estaban condenadas a morir si se contagiaban del virus. Atrás de mí, un fotógrafo tomaba imágenes para algún diario mientras el sol caía a plomo pero con cierto aire milagroso. El sol como una metáfora de lo que perdimos en un año, la luz del día en una calle amplia y concurrida. Mi ánimo era paradójico, sin embargo. Inevitable no pensar en aquellos que no tuvieron la fortuna de caminar por esa fila por donde ahora caminan los salvados, los sobrevivientes, los que llegaron a la cita improbable de una vacuna que hace un año parecía un milagro.

Apostados a los lados, los servidores de la nación, un pequeño ejército de jóvenes de chalecos verdes, gritaban porras y aplaudían cuando los adultos salían. Muchos de ellos, podemos suponer, con pérdidas en sus familias, heridos por una epidemia que se escurrió silenciosa por sus hogares, se llevó a sus seres queridos. Al fondo de las carpas se escuchaba una guitarra que amenizaba la espera, que más bien parecía estar llorando. En menos de una hora mis familiares estaban vacunados, camino a su casa, con una manzana, una botella de agua y una alegría.

En el camino, no hablamos de los muertos, ni del querido tío que hace apenas unos días falleció por complicaciones tras ser intubado. Los muertos se cargan silenciosamente, se llevan como presencias insomnes. El tímido alborozo era más una asunción de lo irremediable que una esperanza. No llegaron todos, no han llegado. La gente sigue muriendo cada día, y el virus mutando, mientras la vacunación camina lentamente. Nos hemos acostumbrado a lo irreparable, la muerte de alguno, las noticias que caen como plomos rápidos en la consciencia ¿realmente lo logramos? nos preguntamos sin preguntarnos. Esta sensación me recuerda a un reportaje sobre un hombre muy mayor que le daba ya lo mismo vacunarse, porque había perdido a siete miembros de su familia. La tragedia de quienes llegaron sin los suyos, con familias desmembradas, a un lugar muy diferente. Pero llegaron y hay que agradecer la vida.

Lastima, sin embargo, que en México no toda la población vulnerable tenga esa suerte, esté completamente indefensa ante el coronavirus todavía. Personas con comorbilidades que no fueron contempladas en los planes de vacunación y que son, además de las personas mayores, quienes más riesgo tienen de morir. Personal médico que tampoco fue contemplado y que tiene un altísimo riesgo de morir por su profesión, totalmente abandonado. Planes absurdos de vacunación a maestros mientras estos grupos de la población no han sido considerados y los niños y adolescentes son susceptibles de contagiarse e incluso enfermar gravemente o quedar con secuelas. Políticas caprichosas e irresponsables dictadas por la política, no por la ciencia, ni el “humanismo”.

Y es que cuesta trabajo entender que el gobierno no entienda el riesgo que padece todo el sector salud, desde un afanador, hasta un cirujano. Desde un dentista hasta un fisioterapeuta, desde un médico general de una farmacia hasta un dermatólogo.

Es sencillamente incomprensible que no entiendan que todo el personal de salud está expuesto al contagio si trabaja en hospitales, atiende pacientes, no necesariamente de covid, sino de otras dolencias, porque la enfermedad es multisistémica, esto es que sus manifestaciones pueden variar ampliamente en su presentación. O sí lo entienden, pero no les importa. No sé qué sea peor, la verdad.

Mientras tanto, y como estamos a ciegas, no sabemos cuándo golpeará la ola del tsunami que ya golpea a otros países, ni si México perderá brutalmente en la carrera contra las variantes o no. Es imposible saber con certeza cuánto tiempo más tenemos. Esperemos que cuando la ola golpee, las personas vulnerables y médicos tengan la fortuna que hoy tienen los adultos mayores y estén vacunados. Esperemos que todos y cada uno de ellos logren caminar por esa fila, bajo carpas soleadas, y que sean recibidos por aplausos, que el viento nos recuerde, a todos, el doloroso privilegio de estar vivos.

María Rivera
María Rivera es poeta, ensayista, cocinera, polemista. Nació en la ciudad de México, en los años setenta, todavía bajo la dictadura perfecta. Defiende la causa feminista, la pacificación, y la libertad. También es promotora y maestra de poesía. Es autora de los libros de poesía Traslación de dominio (FETA 2000) Hay batallas (Joaquín Mortiz, 2005), Los muertos (Calygramma, 2011) Casa de los Heridos (Parentalia, 2017). Obtuvo en 2005 el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes.

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