La radio cuenta la guerra en un pueblo de alucinados lugareños: Juan Herrera

13/10/2018 - 12:03 am

La radio de piedra, primera y deslumbrante novela de Juan Herrera, es una pequeña joya literaria que sorprenderá y emocionará por su lúcida mirada sobre unos tiempos pasados que no necesariamente fueron mejores.

Ciudad de México, 13 de octubre (SinEmbargo).- Con ternura, nostalgia, crítica social e ironía, Juan Herrera nos sumerge en un polvoriento pueblo castellano perdido en la retaguardia de una guerra sin sentido. Un microcosmos habitado por moscas pegajosas, beatas enamoradas, hermanas lujuriosas, mendigos trashumantes, un ciego memorioso, un poeta cojo, un alcalde honrado, un cura cruzado… Toda una galería de alucinados lugareños reunidos cada noche, en torno a una radio de galena, para que su único oyente, su dueño, les contara la guerra.

Con ecos de la picaresca clásica, de El bosque animado, del Amarcord, de Fellini, La radio de piedra es un homenaje a la comunicación oral, a la solidaridad, a la tolerancia y al humor que revela la aguda capacidad para el retrato y la evocación de uno de los guionistas más personales y carismáticos de nuestro país.

La radio de piedra, de Alianza Editorial. Foto: Especial

EL CALOR Y LA FURIA

Aquel año hizo tanto calor que se derritieron las perchas en los armarios y las aceras se llenaron de banderas y uniformes polvorientos. El aire ardía, y en los templos la saliva de los clérigos se solidicaba y caía como ceniza caliente sobre las cabezas de los feligreses.

Fue un mes de julio tan insoportable que, para entretener a las moscas, alguien organizó una guerra. Y de repente, en las manos encallecidas por la hoz y la azada, brotaron pistolas y escopetas que, en un parpadeo, llenaron las cunetas de cadáveres sudados que olían a rabia.

En medio de este paisaje enloquecido, en un pueblecito enjalbegado con el miedo, un hombre inquieto, con un trozo de piedra de galena y un retal de cobre embobinado, construyó una radio. Fue una proeza tecnológica tan anacrónica como pretender construir un telescopio espacial con una zambomba y una lupa. Pero funcionaba, y las consecuencias, no siempre agradables, pronto se dejarían sentir.

El rústico aspecto del aparato no dejaba ver el poder que encerraba. Se trataba de una cajita de madera cruda de esas como de los puros, de la que salían unos cordones entrelazados. Dos de ellos, forrados de tela blanca y rayada, terminaban en unos cascos negros de baquelita, y un tercero, más no y pelado, con pinta de alambre de tender la ropa, actuaba como antena.

La caja era pequeña, pero la antena era interminable. Salía del aparato y, serpenteando por el suelo de la cocina, seguía por el pasillo, continuaba por la gatera y, una vez en la calle, cobijada bajo los aleros de las casas, trepaba hasta el mismísimo pináculo de la torre de la iglesia.

El inventor y único escuchante de este ingenio se llamaba Brígido Ocaña, aunque todos lo llamaban “el Águila”. Este, bien por aburrimiento o por afán de notoriedad, se había aficionado desde niño a las tormentas y, a partir de ahí, a todo lo eléctrico.Tenía una voz gorda y unos ojos grandes y espantados bajo los cuales colgaban dos bolsas de pellejo tan generosas que, de habérselo propuesto, podrían albergar con holgura sus anteojos. Desde el momento mismo en el que cundió la noticia del invento, el pueblo entero se sintió atraído y alerta.

La arradio, o el radio, como lo llamaban algunos, se convirtió en el hilo negro que zurcía todas las conversaciones ya fuera en la plaza, en el pilón o en el arroyo donde lavaban las mujeres.

“Se oyen voces del más allá”, decían unos. “Se escucha la tos de Franco”, comentaban otros. Todos sin excepción hacían cábalas sobre la naturaleza del artefacto y las cosas asombrosas que a través de él podían escucharse.

Lejos estaban todos de imaginar que esa curiosa cajita les traería una nueva y dolorosa experiencia, la de aprender a sufrir de oído.Y es que, hasta la llegada de la radio, estos lugareños curtidos sufrían solo por las penas y desgracias propias o, como mucho, por las que les ocurrían a las personas de su cercanía. A partir de la llegada de la radio, las penas y desdichas de todo el país iban a sentarse a cenar con ellos, todas las noches.

Al llegar la radio, fuera por la novedad o por el olor adictivo de la sangre derramada, los vecinos tomaron la costumbre de ir cada día en procesión, con el alcalde a la cabeza, a escuchar el parte a la casa del Águila.

El ritual comenzaba a la caída del sol. Primero llegaban las mujeres, cargadas de botijos y sillas bajitas, para formar una la en la acera que se prolongaba hasta el ayuntamiento; más tarde aparecían los hombres con sus toses, y, a eso de las diez menos cuarto, se dejaban oír los primeros siseos ansiosos en demanda de silencio.

Por fin, al dar las diez en el reloj de la torre, el Águila se sentaba ceremoniosamente delante de su mesa camilla, se colocaba los cascos en las orejas, apretaba el botón y, tras un minuto de espera, volvía a ponerse en pie, pero ahora con los ojos cerrados, en estado de trance. Entonces agarraba el alambre de la antena con su mano derecha y, dubitativo, como el que camina pisando charcos, comenzaba a dar pasos a izquierda y derecha.

—Las ondas de radio son de naturaleza caprichosa —solía explicar— y nunca llegan a la cocina por el mismo vericueto del aire. Cada día hay que encontrarles la querencia y salir a su encuentro con el respeto con el que se sale en busca de las ánimas del purgatorio.

Había días difíciles en los que el rastreo de las ondas terminaba en la parte más alta de su tejado. Y ahí, de pie sobre el caballete, con el alambre en la mano, el pueblo en pleno contenía la respiración, y hasta los perros y las gallinas parecían quedarse tiesos como si fueran de mimbre. Pasaban los minutos, lentos como bueyes, y no se oía ni el aleteo de un párpado.

De repente el Águila daba un respingo, ladeaba la cabeza, subía el brazo izquierdo, doblaba una rodilla y así, en esa postura inverosímil,se quedaba rígido como un prejuicio. Sobre una sola pierna abría desmesuradamente los ojos y gritaba: “¡Manteca!”.

Era oír “manteca” y todos sabían que un día más el Águila había logrado conectar con la guerra.

Llegado ese momento crítico, el pueblo se ponía de puntillas y hasta los corazones se detenían para no hacer ruido, a la espera de que el Águila contara lo que acababa de escuchar. “Franco ha dicho que la Virgen está tan triste que en Zaragoza ha llovido sangre.”

Otro día avisaba de que “en Palencia las cabras llevan una semana cagando ranas”; y otro, que “en Teruel se han visto monjas llorando mercurio, como los termómetros”.

EL APOCALIPSIS DEL ÀGUILA

Estos versículos apocalípticos zarandeaban el ánimo de los presentes, fueran estos niños o viejos, viejos o jóvenes, y así, formando cadena, jóvenes o perros, perros o pulgas, pulgas o garrapatas.

Cada vez que el Águila conectaba con la guerra, el pueblo entero quedaba consternado tratando de descifrar el intríngulis del mensaje. Había familias que se pasaban la noche rezando el rosario para conjurar estas nuevas plagas bíblicas. Otros, más descreídos, se organizaban en grupos de discusión alrededor de una botella de vino para tratar de escrutar el sentido profundo de cada frase.

En apenas unos días, y gracias a ese insignicante aparatito, el pueblo había cambiado más que en varios siglos. La radio del Águila había traído a sus convecinos una enfermedad moderna: los quebraderos de cabeza.Antes de la radio, la gente dormía a pierna suelta; tras su llegada, en pocos días se agotaron las aspirinas. Nadie pegaba ojo. Y el no dormir y la desazón creada por los mensajes iban agotando a las gentes, que se pasaban el día deambulando sonámbulas por los rastrojos. El que más y el que menos vivía dándole tientos al botijo relleno de tila o de valeriana aromatizadas con anís para tratar de calmar los nervios.

Y es que, por si la dificultad de entender esas enigmáticas frases fuera poca debido a los nervios o al atontamiento por el adormecedor zumbido de las moscas, a esta venía a sumarse la deformación de los mensajes.

Ocurría a menudo que los mensajes, con el roce del boca a boca, se iban retorciendo y dando de sí, como los zapatos viejos, y donde alguien decía haber escuchado que “el Ebro ha sido invadido por un millón de truchas ciegas”, otros juraban haber oído que “el Ebro se lo han bebido las cigüeñas”.

Había noches tormentosas en las que estas confusiones terminaban con empujones y guantazos. En otras se alcanzaba tal grado de tensión que tenían que sacar de la cama en calzones al Águila para que repitiera a voces el mensaje que poco antes había escuchado.

En evitación de males mayores, el alcalde Fulgencio el Saltón se reunió consigo mismo y, tras unos minutos de ensimismamiento, tomó la decisión irrevocable de hacer saber que, “a partir de hoy, el primero en recibir los mensajes del Águila será este alcalde presidente, y que, una vez oídos y entendidos, los apuntará con tiza y letra clara en una pizarra grande que se colgará en la puerta del ayuntamiento”.

De esa manera, concluía el alcalde, “el que sepa leer que lea, que para eso tendrá todo el día siguiente la pizarra en la tapia; y el que no sepa leer que deje de toser y ponga mejor la oreja o que se joda y se achante”.

La medida del alcalde parecía bienintencionada, pero quedaba un cabo suelto. Todo el mundo sabe que en los pueblos de España, incluso en aquellos donde, por no haber, no hay ni sombra de árbol ni rastro de mala leche, siempre hay un individuo con gafas que dice ser poeta, aunque, al decir “poeta”, en realidad se quiera decir un individuo con grave adicción a la escritura en verso, un fanático del ripio, del trovo y del pareado. Es decir, lo que viene a ser un pesao.

Eliseo Menasalbas era probablemente el más pesao de todos los poetas con gafas redondas de España. Y es que, además de rimador contumaz, era cojo solemne. Menasalbas cojeaba haciendo ostentación de su cojera; tal vez fuera esa su particular manera de darle las gracias a la tara que lo había librado de ir al frente.

Fuera por eso o por simple chulería, Menasalbas cojeaba con circunloquios. No se conformaba con el monótono traqueteo de otros cojos; él lo hacía cojeando en círculo, abarcando todo su entorno: bien asentado el pie bueno, echaba el torso y los codos hacia atrás hasta formar un pronunciado arco con la espalda, y esta tensión lumbar le permitía dar un golpe de cadera y lanzar la pierna tuerta como un agelo, describiendo un círculo que concluía en el punto exacto del suelo donde quería apoyar el pie tonto.

Menasalbas era un pesao cojitranco del que la gente huía espasmódicamente, como se huye de los toros en los encierros. Pero no se daba por eludido con estas migraciones, y allí donde había una posibilidad de colocar un soneto, una cuarteta o un simple pareado acudía presto y lozano, dando saltitos como una perdiz nueva, dispuesto a dar la brasa.

Conociendo al personaje, se veía venir de lejos que a la iniciativa del alcalde no podía dejar de sumarse la del incansable Menasalbas. Su idea consistía en sobredimensionar su título de “cronista social de la villa” para añadirse el de “cronista local de guerra” con el cometido exclusivo de levantar acta diaria de las frases que salieran por la radio.

De esa manera, argumentaba el poeta, en el archivo municipal quedará constancia documental de estos hechos acaecidos con el objeto de que, andado el tiempo y terminada la contienda, sea posible la confección de un gran libro en verso, algo así como el Os Lusíadas de su muy admirado Luís de Camões, pero armado por él.

Y ahí se lio el lío. Enterado el Águila del propósito de Menasalbas, convocó una reunión urgente en el ayuntamiento para decir con su voz gorda y sus ojos espantados que no estaba conforme con ese plan y que no iba a consentir que las frases que salían por su radio, esa radio que él había construido con sus manos y con su dinero, pasaran a ser propiedad del ayuntamiento y, menos aún, puestas en verso por Menasalbas.

La gente, viendo que el Águila iba en serio, que estaba más mosqueado que un capón en diciembre y que con ese cabreo se corría el peligro de que rompiera la radio, se puso en masa de su parte y, a base de murmullos, le dio su aprobación.

Pero Menasalbas, como el pesao juramentado que era, no se achicó ante estos reparos. A pesar de la cojera, de un salto se encapirotó en el respaldo del sillón del alcalde y desde allí, obviando algunos abucheos, dijo en alto y bien clarito que, al igual que el dueño del abanico no es dueño de la brisa que produce, del mismo modo el dueño de la radio no es dueño de las palabras que salen por ella y que, por lo tanto, en defensa del bien común y de las generaciones venideras, él iba a seguir con su memorándum.

LA GUERRA, LAS MOSCAS, LOS MENDIGOS Y EL FAQUIR

No demasiado lejos de estas disputas lugareñas, la guerra continuaba a lo suyo, picando carne humana sin reparar en gastos. Cada día, los tersos cielos del atardecer eran arañados por el vuelo ronco de los bombarderos y los barbechos resecos del estío, machacados por el tráco continuo de camiones cargados de odio.

En las afueras de los pueblecitos, las tapias de los cementerios amanecían revocadas con el gotelé de los fusilamientos y, como remate, tras las puertas de sus casas, cientos de mujeres y niñas violadas y humilladas lloraban su indefensión condenadas al silencio. Es la guerra. Desde que el mundo es mundo, todas las guerras son la misma guerra.

Las guerras no necesitan razones, les basta con los pretextos, y casi todos son válidos. Las guerras solo necesitan caravanas de refugiados cargados con bultos absurdos, niños sucios de mirada acuosa, mujeres despeinadas y moscas, muchas moscas. No hay guerra sin moscas. Si las bicicletas son para el verano, las guerras son para las moscas.

Las moscas se divierten en las guerras parándose en el punto de mira de los fusiles, en la calva de los generales y en la frente trémula de los fusilados. Las moscas gozan atormentando las orejas de los huérfanos y, sobre todo, posándose sobre los ojos vidriados de los cadáveres para las fotos de los corresponsales de guerra. Es su manera de pasar a la posteridad.

Las moscas y los hijos de puta disfrutan en las guerras porque hay basura en abundancia y porque ambos son inmunes a la mala conciencia.

Ese julio fue tan abrasador que las bayonetas de los moros de Franco degollaban y cauterizaban las heridas en el mismo tajo. Estos fogonazos de miseria y vandalismo eran el decorado cotidiano de las historias que los grupos de mendigos traían y llevaban huyendo de la guerra y pidiendo pan y sombra.

“A veces la sombra alimenta más que el pan”, solía decir Abelito, uno de aquellos mendigos camineros. Lo decía bien abrigado con su boina, una chaqueta de pana marrón, unos pantalones grises de rayón y una camiseta de lana que alguna vez fue rosa. Aunque sea verano, para los mendigos siempre es febrero.

En las guerras siempre hay mendigos y refugiados, y en esta tampoco escaseaban. Aunque estos dos grupos humanos se confundan a menudo, vistos de cerca tienen muy poco en común. Su desamparo trashumante en cierto modo los une y hermana, pero los refugiados huyen por motivos ideológicos, raciales, religiosos o simplemente por miedo y por hambre.

Los mendigos, en cambio, aterrizaron en la vida errante para huir del mundo o de su propia vida. Sin embargo, hay que reconocer que, a pesar de sus diferencias, los mendigos y los refugiados tienen algo curioso en común: no vestir nunca de blanco.

En esos años del odio, y para protegerse, los mendigos formaban grupos de seis a diez individuos. Eran grupos muy heterogéneos, compuestos por tullidos, enanos, homosexuales, locos y tontos.

Abelito, por ejemplo, era tonto. Por desventura para él, no lo parecía y, en consecuencia, el papel de tonto de baba del grupo lo tenía en propiedad Juanito el Tonto, que con sus dientes remontados, su moco intermitente y su cabeza de níspero no dejaba lugar a dudas. Abelito, siendo tonto de nacimiento, en compensación era guapo, alto y fornido, y tenía dos ojos grandes y nobles del color de las aguamarinas. Con ese agraciado aspecto no le quedaba otra que aceptar el papel de vago, de cobarde y hasta de desertor, por lo que a menudo era el preferido de la chusma a la hora de recibir las pedradas.

Abelito apechaba con su sambenito con el mejor ánimo, aunque a veces perdía los nervios y entonces era mejor no estar a menos de diez metros de su furia. Dimas, el ciego,solía decir que, aunque Abelito era un santo, hasta a los santos, si se los tocas, se les hinchan los cojones.

Dimas era el líder de la cuadrilla de mendigos y el mejor amigo de Abelito. Era un ciego avejentado, de pelo ralo y ojos glaucos, más listo que el hambre y que viajaba siempre con un libro gordo titulado Vidas de santos.

Tenía mal genio y peor aliento, pero poseía dotes de actor y sabía las mañas para sacar buenas limosnas contando historias truculentas a la sombra de las moreras de las plazas. Si se encontraba a gusto, se tomaba dos cuartillos de vino y las historias se le coloreaban con el verde picante del sexo o el rojo furioso de la sangre. Aunque las más terribles y sangrientas eran siempre las historias de los santos, que fingía leer en el libro y que eran sus favoritas.

Dimas, como muchos ciegos, tenía una memoria prodigiosa. Si oía una voz, nunca la olvidaba. Recordaba palabra por palabra conversaciones enteras ocurridas meses y hasta años atrás. De vez en cuando, y para hacer un alarde, pedía a cualquiera que eligiera un número al azar. ¡Cualquier número!, repetía en voz alta. Una vez elegido, solicitaba a la concurrencia que buscara ese número entre las páginas del libro de los santos. Encontrada la página, de una manera frenética y mientras todos la leían con asombro, la recitaba entera, letra por letra, de la primera a la última y sin equivocarse jamás.

Esa tarde Dimas, guiado por el fornido brazo de Abelito, se había sentado en un poyo de piedra que había en la puerta de una vaquería. Una vez allí, y para conseguir unos vasos de leche con calostros, comenzó a contarles historias al vaquero y a su familia.

—La guerra es terrible —dijo de pronto—, pero no consigue nunca parar la vida. La vida puede más que la guerra. La vida puede con todo —armó a continuación—: siempre que termina una guerra, a los pocos años, por muchos muertos que haya dejado tras ella, aumenta la población.

—¡Eso es verdad! —exclamó el vaquero, quitándose una mosca grande de la punta de la nariz.

Al sentir que el vaquero había picado el anzuelo, Dimas, dramatizando el tono y modulando la voz, continuó su soliloquio:

—Por dura que sea una guerra, y esta lo está siendo de cojones, la vida sigue llenando los burdeles, los casinos, los teatros y hasta las plazas de toros.

“Hace unos días, precisamente el día que empezó la guerra, en la plaza de toros de Tetuán de las Victorias había novillada.Toreaban tres novilleros: Cruz Morales, excelente estoqueador; Benito F. La Rosa, buen artista, y Bernardino Cabañas, debutante en esa plaza, que se enfrentaban a seis novillos de Abente.

“Total, que una hora antes de la corrida, en la puerta de la plaza, estábamos Abelito y yo dando lástima para sacarnos unas perrillas para la cena. De pronto, alguien dijo que esa tarde, y fuera de cartel, iba a actuar el gran faquir Dajatarto, recién llegado de Kapurtala.

“A nosotros los toros ni fu ni fa, la verdad, pero un faquir…, un faquir auténtico de Kapurtala no se ve todos los días, y menos yo que soy ciego sobrevenido.Aguijoneados por la curiosidad, y amparándonos en un tumulto, conseguimos colarnos hasta la andanada.

“El calorazo era tremendo, pero había mucho ambiente y la plaza estaba casi llena. Sonaron clarines y, al abrirse la puerta de cuadrillas, salió un hombrecillo pequeño y endeble vestido de blanco, como un niño de comunión. En la cabeza llevaba un turbante, perilla de cabra y unas babuchas amarillas de esas de los moros que tienen la punta rizada como un matasuegras. Esto que cuento, verlo, no lo vi, pero lo cuento como me lo contaron.

“El caso es que a Dajatarto lo anqueaban dos jenízaros fortachones con barba frondosa y turbante multicolor. Un paso más atrás aparecieron unas señoritas animadoras, a las que llamaban“odaliscas”, envueltas en velos que se movían al compás de sus caderas.

“Sonaba una música rara, como de flautas desafinadas, y unos tambores grandes que, al redoblar, te resonaban en la barriga; y ahí el faquir dio comienzo al paseíllo. Por lo visto, andaba despacio y tieso como un junco pero haciendo esparajismos y reverencias, y, mientras los hacía, se iba quitando la ropa hasta quedarse solo con las babuchas, el turbante y una especie de pañal blanco. De esta guisa llegó hasta el mismísimo centro del ruedo seguido de las odaliscas.

“Una vez en los medios, los dos fornidos guardianes sacaron unas palas y unos picos que llevaban colgados a la espalda, como los zapadores del ejército, y en un visto y no visto cavaron una fosa cuadrada de dos metros de profundidad.

“En ese instante se paró la música y quedaron solo los tambores. Las odaliscas envolvieron ceremoniosamente al faquir en una sábana blanca, como si estuvieran enrollando una bandera, cubriéndole cabeza y todo.

“Cuando estaba bien envuelto y rígido como un bacalao, lo tumbaron en el suelo. Con aire solemne, lo depositaron en el fondo de la fosa mientras retumbaban los tambores. Era el ceremonial de un entierro. Los guardianes rellenaban la fosa con la tierra que habían extraído del agujero. Para revisar la faena, vinieron los areneros de la plaza, que apisonaron la fosa pasándole luego rastrillos para dejar el ruedo liso como la palma de la mano.

“Al parecer, pensaban torear toda la novillada con ese hombre ahí, enterrado y sin respirar, en el centro del ruedo. En eso consistía la actuación del faquir. La plaza era un runrún de comentarios, y en esas estábamos, con la gente nerviosa y nosotros asustados ante la tragedia que podía suceder, cuando se dejaron oír en los alrededores de la plaza algunos tiros aislados.

“Al principio pensamos que eran cohetes, pero las carreras y los gritos de la gente nos pusieron sobre aviso de que la cosa era gorda. Por lo oído, se trataba de un enfrentamiento entre los guardias de asalto y unos falangistas. Pero entonces sonó una bomba de mano, seguida de ráfagas de fusil, y ahí el público entró en pánico y, sin miramientos ni remilgos, se produjo la desbandada…

Juan Herrera. Foto: ADN

Juan Herrera: Ha trabajado treinta años en radio y televisión, experiencia que queda plasmada en La Radio de Piedra. Juan Herrera nació de milagro, en la década de los cincuenta, cerca de Toledo. Su vida es la de un eterno estudiante repetidor de todo tipo de asuntos: desde la Ingeniería Aeronáutica a la guitarra de blues o el dibujo, pasando por la publicidad, la radio, la televisión, el humor, el circo y el flamenco. Como profesional remunerado ha trabajado treinta años alternando y simultaneando la radio y la televisión. Ha creado y colaborado en la puesta en marcha de infinidad de formatos de gran éxito: en la radio, Jack el Despertador, el primer morning de humor de la radio española, en la mítica Radio 3; La radio de Julia o No somos nadie; en teatro, obras como 5Hombres.com, 5Mujeres.com y La vida según San Francisco; y en televisión, El Club de la Comedia, el mítico Humor amarillo o El Hormiguero, donde continúa trabajando en la actualidad.

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