La Perla Tapatía de Caro Quintero

13/08/2013 - 10:43 pm

“Si crees que ya entendiste, es porque no has entendido nada”, decía Luis Lauro Cantú, profesor de mecánica cuántica en el Tecnológico de Monterrey. Y tenía razón: “nadie entiende cuántica en seis meses, ni en un año”.

Este 9 de agosto liberaron a Rafael Caro Quintero.

El “narco de narcos” de los años 80s.

El que prometió pagar la deuda externa si lo dejaban seguir con su changarro.

El mismo que apareció en canciones de El Tri y en un disco de José Natera.

El mismo.

Frente a Plaza México había una tienda de abrigos de mink, en los 80s. Todo el que haya vivido en Guadalajara sabe que nadie en su sano juicio se pondría un abrigo de ésos en la Perla Tapatía. Tal vez en enero, un par de días, cuando arrecia el frío y es soportable cargar animales muertos a la espalda.

Por Lomas del Valle, en Providencia, Rinconada de Santa Rita, La Estancia y todos los barrios que crecieron en los márgenes de Av. Patria, comenzó a florecer un estilo arquitectónico único (a la par de los imitadores de Barragán y Legorreta), con columnas romanas y techos de dos aguas, con leones de piedra y ventanales. Todos sabíamos quiénes vivían ahí.

O, como en mecánica cuántica, si no lo sabíamos, lo imaginábamos.

También las tiendas de diseñadores italianos se espolvorearon por toda la ciudad, vendiendo a precios risibles. (Después de leer Gomorra, de Roberto Saviano, después de los escándalos por “evasión” de los jerarcas de la moda, ¿uno cree tener una pista?).

Y era la bonanza. El país seguía sumido en la crisis del 82 y en los recortes de Miguel de la Madrid y su Renovación Moral. Pero los tapatíos gastaban a sus anchas, en medio del boom de la construcción y del comercio: “mi tío trabaja para los Caro Quintero”, “mi papá les construyó una casota”, “mi mamá les atiende sus banquetes”. Todos en mi primaria presumían que trabajaban para ellos. Orgullosos. No creo que ni la mitad de mis compañeritos hayan tenido vínculos, ¿o sí?

Guadalajara no volvió a ser la misma. Nunca más esa ciudad volverá a ser la ciudad de mi infancia.

Torturaron a muerte a Enrique Camarena, el agente de la DEA, y los niños festejamos y jugábamos a eso: porque mataron a un gringo. Peor: a un mexicano que se había vuelto gringo. Eran los ochentas y el discurso anti-estadounidense estaba en su apogeo. Era el discurso de la izquierda, de los panistas que mantenían vivo el sinarquismo, el de los libros de texto y, también, el discurso de los capos. “Al patrón lo mataron porque estaba comprando acciones de las empresas yankis”, me dijo un taxista de Medellín, Colombia, al respecto de Pablo Escobar.

Y lo mismo se decía de Caro Quintero, que se quería chingar a los gringos, que se chingó a un gringo y los gringos no perdonan, que por eso lo habían agarrado en Costa Rica. Decían.

Por toda la ciudad aparecieron militares. Metralletas de piso apostadas en los techos. Retenes. Camionetas. Las balaceras constantes a donde íbamos los ya no tan niños cuando todo se había tranquilizado. Pasamos de los álbumes de estampitas a coleccionar casquillos: “ya, ya, ya, nooooooooo: éste seguro es de una Uzi” (la metralletita que nos tenía fascinados porque salía en The Delta Force y otras películas de Chuck Norris).

Aparecieron Los Centaruros y otros grupos policiales. Aparecieron el miedo y las prohibiciones. A mí me partieron el hocico una tarde, cuando volvía con un amigo de estudiar con la morrilla más nerd de la prepa. Nos salvaron las mamás de la cuadra que salieron a rodear a los policías encapuchados.

Un carro-bomba explotó en el hotel Camino Real y la guerra se extendió a Puerto Vallarta mientras el país vivía la ilusión económica de Carlos Salinas de Gortari. Así que a nadie le importó. O ya nadie quiso saber lo que pasaba en el nor-occidente de México. ¿Alguien recuerda el Christine?

Chiapas, el Error de Diciembre, el discurso anti-globalifóbico de Ernesto Zedillo mientras el gasto militar crecía exponencialmente, sin que alguien dijera algo, como si nos preparáramos para una guerra. Y vino la guerra. ¿Cuántos años llevamos?

Ahora liberan a Rafael Caro Quintero.

También a la Reina del Pacífico.

Y posiblemente a Don Neto.

“No mames, ¿por qué estudias algo tan complicado?”, me preguntó un amigo de ciencias políticas de la UNAM. “No es tanto”, le respondí, “complicado lo que tú estudias”.

Porque eventualmente entendí mecánica cuántica. Pero sigo sin entender nada, ni lo más mínimo, de los ires y venires en el flujo internacional del narco.

Extra: Para los sureños que creen que el narco sigue sin infiltrar su terruño: Las mujeres matan mejor, primera novela del poblano Omar Nieto. Nomás comience a leer las primeras páginas en cualquier librería, seguro la compra.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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