Campos de exterminio

13/06/2011 - 12:02 am

Por Sanjuana Martínez

La escena es aterradora: las cenizas están esparcidas por el monte. Hay 14 tambos de metal cubiertos de orificios. Quemados. Fueron utilizados para “cocinar” personas. Restos de huesos se difuminan en la tierra.
La atmósfera del lugar, un rancho en el municipio de Salinas Victoria, Nuevo León, es ciertamente tétrica. Flota la muerte en el aire, aunque el olor a carne humana quemada ya no exista.
El método de desaparición rudimentario tiene sus antecedentes en la ignominia nazi, pero las autoridades mexicanas lo denominan de manera natural como una forma de “cocinar personas”. La noticia es difundida con todo detalle y normalidad: “el Ejército encontró 14 tambos con capacidad para 200 litros que sirvieron para calcinar cadáveres”.

Por el suelo están regados los restos del exterminio: galones de gasolina y diesel; dos pares de esposas que seguramente usaban algunos de los que fueron incinerados; cinta adhesiva color gris, tan popular en estos tiempos, utilizada para cubrir boca, ojos y atar pies y manos. También hay casquillos calibre 7.62 y 5.56 disparados por las AK-47 y M-16. Los militares, que saben bien estas cosas, explican que en cada tambo se pueden colocar hasta cuatro cuerpos a los que se rocía de gasolina y se les prende fuego.

No se sabe si los quemaron vivos o muertos. Tampoco sabemos cuántas personas fueron desaparecidas en este crematorio clandestino. Lo que está claro es que la mayoría fueron torturadas. Una credencial de elector aparece tirada. Ropa de hombre también. Los instrumentos de tortura en cambio: mazos, bates, tablas, hachas, cuchillos, serruchos, cimitarras, machetes… quedan pocos, la mayoría se los llevaron para continuar su macabra labor en otra parte.
Me pregunto, ¿cómo han podido llegar a tal nivel de barbarie? Los asesinatos son cada vez más deshumanizantes, más salvajes, más primitivos, más sanguinarios, más alejados del ser humano…

Quieren sembrar el terror. Ya lo sembraron. La gente vive con miedo, con pavor. ¿Y ahora qué?… ¿Cuál es el límite?… La producción masiva del asesinato forma parte del género humano. Así lo dice la historia. La catástrofe de la muerte de 40 mil personas pasa por cotidiana, normal, común…

No hay referencias lúcidas desde el Estado que expliquen lo que está ocurriendo. El gobierno guarda silencio. Pareciera que ignorar los campos de exterminio, los gritos de los torturados, los gemidos de los asesinados, las súplicas de los familiares que los buscan, el llanto de los niños, el susurro de los desaparecidos, el clamor de los que piden paz, las ruegos de los inocentes encarcelados, las protestas de los indignados… los hace desaparecer.
“Solo la violencia es muda”, dijo Hanna Arendt. El gobierno calla ante los horrores de la guerra. Pero los demás nos negamos a guardar silencio, a formar parte del ejército de mudos. “El siglo XX nos ha hecho”, dice Arendt, “olvidar muchos horrores del pasado, pero nos ha traído el terror del totalitarismo capaz de exterminar al ejemplar de nuestra misma especie”.

Los horrores de esta guerra inundan el espectro vital de nuestras vidas. El cúmulo de terror en un solo día con 33 asesinados en el país, es inusitado: dos chicos colgados de un puente peatonal de 21 y 23 años, uno de ellos vivo, emite gritos desgarradores para que lo salven. Eran las 10 de la mañana en Monterrey, en el cruce de las avenidas Revolución y Chapultepec. Un tercero logra escapar y lo acribillan ante la mirada de los demás. Las imágenes en televisión exhiben la agonía de las víctimas. Asistimos en directo a los estertores de la violencia más atroz.

Los puentes que servían para unir, para acercar personas, son usados ahora para desplegar la atrocidad. En el mismo puente donde fue colgada Gabriela Elizabeth Támez Muñiz, alias “la Pelirroja” con el dorso desnudo y el nombre de Yahir escrito en su espalda. Una imagen que ha quedado en la lista del México bronco, dos hombres son colgados del cuello con cadenas. Uno de ellos tiene la pierna derecha amputada, desmembrada. Son las seis de la mañana. Es la avenida Gonzalitos a la altura de las avenidas Ruiz Cortines y Lincoln. Miles de personas se dirigen al trabajo a esa hora, cientos de niños son trasladados a la escuela por sus padres. La escena es espeluznante. La pierna derecha destazada sobre la avenida; uno de los hombres ensangrentado en calzoncillos, el otro, más joven, con el pantalón a las rodillas. Ambos con sendos narcomensajes manchados de sangre. Ambos atados de manos, con la cara de la tortura en su rostro. ¿Alguien podrá olvidar este cuadro del espanto?

La escena es transmitida en vivo por las televisoras. Las familias desayunan con el espectáculo repulsivo de la violencia, acostumbradas al tétrico show de la muerte. Aparentemente inmunes. Susan Sontag lo advierte en su brillante ensayo Ante el dolor de los demás: “No podemos imaginar lo espantosa, lo aterradora que es la guerra; y cómo se convierte en normalidad.”

Y es que la guerra pretende transformar a los seres humanos en testigos mudos. No podemos permitirlo. Hay que revelarse. Hay que encontrar formas de resistencia a la barbarie.

Sanjuana Martínez
Es periodista especializada en cobertura de crimen organizado.
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