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Alma Delia Murillo

13/05/2017 - 12:03 am

Ruidos paralelos

Escucho la cadencia de las teclas, el retintín del rodillo cuando se desplaza para volver al margen de la hoja, los silencios armónicos; casi me parece que distingo una clara melodía.

Escucho la cadencia de las teclas, el retintín del rodillo cuando se desplaza para volver al margen de la hoja, los silencios armónicos; casi me parece que distingo una clara melodía. Foto: Pinterest

Llevo ocho meses viviendo aquí, casi un proceso de gestación completo.

Aquí es un departamento en la delegación Cuauhtémoc, una cosa estándar, relativamente cómoda.

Es curioso cómo el tiempo es un fenómeno que escapa a la conciencia, pero que permea todos los sentidos y no nos damos cuenta hasta que algo nos hace reparar en ello.

Vivo sola y soy una persona que disfruta el silencio, puedo estar en silencio durante días enteros, sin hablar con nadie.

Me acompaña algún atasque musical que invariablemente contiene mucho jazz y los ruidos de mi perro que unas veces gruñe, otras ladra, de vez en cuando se lame la pata como si fuera una de esas paletas que hay que chupar para llegar al centro chicloso. Me acompaña, sin falta, el tecleo de mi máquina porque siempre estoy en el parto de algún texto.

Pero cada calle de esta ciudad tiene su sonoridad y hay momentos en que mi pequeño concierto de ruidos personales se ve amenazado por la cortina que baja y sube en la taquería que queda justo bajo mi balcón— ya pueden imaginar los efluvios tan irresistibles como odiosos que percibo—; además de la taquería tenemos el tianguis de los martes que a las seis de la mañana rompe plaza a tambor batiente; los vendedores todo terreno sacan su artillería pesada mientras silban, cantan y se gritan unas frases motivadoras con tan genuino entusiasmo que ya lo quisiera la mitad del personal de las apáticas empresas por las que pasé en mis años de oficinista.

Recién me mudé a este lugar que ahora llamo casa, me llegaban del edificio contiguo, los gritos de una chica que debía tener al mejor amante del mundo o quizá el placer se lo procuraba ella sola, vayan ustedes a saber, pero qué aullidos daba, hembra en celo como la que más. Una noche dejé de escucharla. Espero que ese silencio no signifique la separación de los amantes porque pensar en las rupturas de las parejas me entristece.

Y en la tesitura de los tórtolos, en el mismo edificio donde vivo yo, pared con pared, había una pareja de argentinos que, aún siendo de lo más tranquilos, tenían ese timbre agudo y el acento porteño que no deja de sonar imperativo: vení, esperá, andá, cerrá la puerta… con ellos vivía un perro que se ladraba con el mío y algo no andaba bien entre ellos, tal vez el acento chilango mío y de mi peludo tampoco les encantaba a los del clan de al lado. Esos vecinos se mudaron y ahora, por suerte, pared con pared vive una amiga que es amante de Nina Simone y a menudo me llegan notas de esa voz extraordinaria.

Pareciera que apenas me entero de cómo suena vivir aquí, será porque por fin puedo poner atención a otra cosa que no sea el derrumbe que traía en el pecho cuando llegué a este espacio y que seguía tirando bloques como los cerros cuando se desgajan. No sé.

El hecho es que hace exactamente cuatro noches a esta partitura cotidiana se incorporó un ruido nuevo y estoy consumiéndome de curiosidad. Se trata de una máquina de escribir. ¡Una máquina de escribir!

Escucho la cadencia de las teclas, el retintín del rodillo cuando se desplaza para volver al margen de la hoja, los silencios armónicos; casi me parece que distingo una clara melodía.

No puedo de las ganas de saber quién es y por qué escribe en una máquina de esas, en una máquina del tiempo.

Cada noche me asomo al balcón e intento detectar de dónde viene pero no lo logro. Por más que afino la oreja el runrún de la calle me hace perder la precisión y sigo sin tener la certeza.

Y juro que no son las voces de mi cabeza. Distingo bien entre los ruidos de adentro y los de afuera, se los aseguro. Mi curiosidad va en aumento de tal manera que ayer estuve a punto de salir a tocar las puertas preguntando dónde vive el o la de la máquina de escribir. Pero después pensé que quizá ese sonido es un regalo que así, sin cuerpo ni rostro, le pone perspectiva a mi propia existencia. Náufragos de las letras, me gusta pensar, navegantes, vecinos de mar buscando el mismo faro. Y lo más sensato es que lo deje así, porque también podría ocurrir que cuando lo descubra, resulte ser una caja registradora llevando la contabilidad más anodina de no sé qué local y no. Para desencantos ya tuve bastante desde que me enteré que los unicornios no existen, ni el abre fácil es fácil, ni la democracia es democracia, ni el amor es lo que creíamos y, ahora lo sé, ni el silencio es el silencio.

 

@AlmaDeliaMC

 

 

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