¿Y si los dragones fueran reales? ¿Y si los avistamientos fueran ciertos? Bef te contesta en Ojos de lagarto

13/04/2019 - 12:01 am

En la que considera la más querida de sus novelas, Bef nos cuenta que la respuesta a todas esas preguntas pudo haberse hallado en el barrio chino de Mexicali, Baja California, en el México posrevolucionario de principios del siglo pasado, tras una increíble epopeya que abarca los cinco continentes del mundo.

Ciudad de México, 13 de abril (SinEmbargo).– ¿Y si los dragones fueran reales?

¿Y si todos esos avistamientos en lagos africanos y en los océanos de Indonesia fueran ciertos? ¿Y si los hemos confundido con dinosaurios? ¿Y si fueran capaces de volar, de respirar bajo el agua, de reproducirse…?

En la que considera la más querida de sus novelas, Bef nos cuenta que la respuesta a todas esas preguntas pudo haberse hallado en el barrio chino de Mexicali, Baja California, en el México posrevolucionario de principios del siglo pasado, tras una increíble epopeya que abarca los cinco continentes del mundo. Una historia trepidante que avanza gracias a sagaces aventureros, ambiciosos traficantes de especies exóticas, sabios paleontólogos y un humilde veterinario oriundo de Guanajuato que espera cruzar junto a su hijo la frontera a Estados Unidos.

Fragmento del libro Ojos de lagarto, Bernardo Fernández, Bef. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

***

A María y Sofía. Mil dragones las protejan por siempre

Las personas, localidades y situaciones que desfilan por las páginas de esta novela pertenecen por completo al terreno de la ficción, aun a pesar de que varias de ellas fueron reales.

PRIMERA PARTE

Hic sunt dracones*

Mokèlé-mbèmbé okèlé-mbèmbé

Lago Bangweulu, Nubia, 1869

El verdor de la jungla hervía furioso.

El calor despertó a Lorenzo Cassanova a las siete de la mañana. Para esa hora el ruido del campamento no le hubiera permitido seguir durmiendo.

Con su escándalo habitual, que al italiano le recordaba tanto aquel de los bazares de Alejandría, los cazadores que había traído desde el Sudán egipcio se preparaban para iniciar el día.

Se desperezó en el angareb, cama africana similar a un catre de campaña, antes de levantarse. Enjuagó su rostro en la palangana de agua fresca, deslizando los dedos entre los oscuros cabellos de la barba, selva en miniatura que se había tragado su mentón.

Desabotonó el caftán de algodón egipcio con que dormía. Durante la noche el sudor lo había repegado a su piel como la capa del maquillaje corporal que utilizaban los pigmeos de la región. Tomó una camisola militar limpia del baúl de viaje. Agradeció en silencio la presencia de las esclavas, que mantenían en orden el campamento.

Salió de la choza de paja. Lo recibió una nube de mosquitos. La estación, una empalizada circular llena de corrales y jaulas, se levantaba a unos cuantos metros de la orilla del lago.

Al fondo, más allá del tejido de espinos que sellaba la puerta del campamento, el lago se extendía por el horizonte.

Sobre sus aguas se deslizaban parvadas de aves siguiendo el contorno de la orilla. A lo lejos flotaban algunos cocodrilos.

En el centro de la empalizada, las chozas levantadas por los cazadores rodeaban junto con los corrales la gran hoguera que ardía durante la noche para ahuyentar a las fi eras, ahora reducida sólo a brasas humeantes.

Los sudaneses solían cantar y bailar alrededor del fuego hasta muy tarde. A diferencia de otros cazadores, Cassanova no viajaba acompañado de más europeos. Ello, además de ganarle fama de excéntrico, le permitía unirse sin reparos a las francachelas de sus criados mahometanos.

La camarilla se componía de guerreros takruríes, ingeniosos tramperos y fieros cazadores capaces de someter un elefante al galope, cortándole los tendones, y lancheros hawatis, expertos nadadores, arponeros de agua dulce especialistas en cazar cocodrilos e hipopótamos. Entre ellos, Cassanova, como buen siciliano de sangre cartaginesa, se sentía en casa. Completaban la caravana las esclavas compradas en el Congo. Cocinaban para los hombres, ordeñaban las cabras, alimentaban a los animales, mantenían limpio el campamento y no pocas veces consolaban entre sus brazos la nostalgia de los hombres, por la cuenca del Nilo.

El propio Cassanova había hallado refugio en ellas cuando la soledad agusanaba su pecho.

En los corrales, diferentes animales intentaban ahuyentar a los mosquitos y al tedio. En medio del humor sofocante, el campamento con varios ejemplares de distintas especies hacía pensar que aquellos hombres se preparaban para un nuevo diluvio.

No era así. El cazador italiano recolectaba un pedido para Carl Hagenbeck, el comerciante alemán de animales exóticos.

Cassanova consideraba al teutón su mejor cliente a pesar de sus múltiples excentricidades; la más notable de ellas: referirse a sí mismo en plural.

Se habían conocido apenas cinco años antes, cuando Cassanova desembarcó en Trieste con un cargamento de animales cazados en el norte de Abisinia. Hagenbeck, un hombre alto y delgado, de refinados modales, dueño de una mirada azul que hizo pensar a Cassanova en dos zafiros, era un negociante tan implacable como el león de la sabana.

Fue Olaffson, un comericante de textiles, noruego, a quien Cassanova había conocido en Alejandría, el que lo presentó con Carl Hagenbeck. Lo hizo ahí mismo, en los muelles, apenas reconoció al italiano entre la multitud de estibadores y marineros. Cassanova dejó que sus hombres fueran a saciar sus apetitos en los burdeles cercanos, para cerrar el trato con el recién conocido mercader de especies exóticas.

Sin beber más que té en El Cordero Degollado, la taberna de mala muerte en que cerraron el trato, el alemán ofreció apenas una cuarta parte de lo que Cassanova solicitaba por sus animales.

—¿Cómo puedo estar seguro de que no vienen enfermos de muermo, signore Cassanova? —preguntó con voz suave.

—Son animales sanos, señor. Usted sabe, los que llegan a puerto son los más fuertes. La mayoría murieron en el camino desde Suez.

Hagenbeck dio un trago a su infusión. Clavó su mirada de hielo en Cassanova. A su lado, el cazador siciliano, con la barba desordenada como un arbusto chamuscado, semejaba uno más de sus cazadores sudaneses. Casi lo era.

—Dos mil marcos. No más. ¿Lo toma o lo deja? Cassanova enmudeció. El gentleman añadió:

—Estoy seguro de que el director del Jardin d' Acclimatation de París estaría encantado de ofrecerle un poco más. No mucho. O Charles Price, el director del Zoológico de Londres. Pero ellos no están aquí. Y es que, ay, esas ciudades están tan lejos…

Hagenbeck apuró el resto de su té. Dejó unas cuantas monedas sobre la mesa, suficientes para pagar su bebida y la botella de grappa de la que daba cuenta Cassanova. Se levantó con la suavidad de un bailarín de ballet.

—Encantado de conocerle, signore —dijo camino a la puerta de la taberna. Desentonaba en ese lugar tanto como un pordiosero en Versalles.

—Dos mil quinientos —murmuró Cassanova sin despegar la vista de su copa de licor. La mirada comenzaba a nublársele.

—Ahora ofrezco mil ochocientos —respondió a sus espaldas Hagenbeck, que observaba el puerto desde el umbral del tugurio. El bullicio de los muelles se colaba desde fuera. Adentro, todos los parroquianos los observaban con interés morboso.

—Dos mil —el cazador cerró los ojos con fuerza, para evitar que una lágrima, tan fuera de lugar en su rostro como Hagenbeck en esa taberna, se le escapara de los ojos.

—Mil novecientos.

Cassanova dejó pasar un instante. Cuando escuchó que Hagenbeck se deslizaba hacia la noche, susurró un “trato hecho” apenas audible.

No escuchó nada. Al abrir los ojos se encontró con la mano del alemán, ofreciendo un apretón de manos.

—Es un placer hacer negocios con usted, signore —dijo Hagenbeck sin emoción alguna en su voz.

Horas después, al pagar, le descontó el precio de la botella de grappa.

El ruido de dos antílopes sable machos arrancó a Cassanova de sus recuerdos. Peleaban por espacio en el reducido corral donde habían sido encerrados.

—¡Calmen a esas bestias! —gritó el italiano a sus mozos. Los sudaneses corrieron a separar a los animales.

La cercanía del lago había permitido una cacería generosa. Los animales se acercaban a las aguas para saciar su sed. La mayoría de ellos jamás habían visto un hombre blanco. Eran tierras poco exploradas.

Cassanova solía cazar, muchos kilómetros al norte, en la comarca de Taka, comprendida entre el Baraka superior, al este, y la corriente alta del Rahad, al oeste. Sin embargo, la agitación política en la zona había ahuyentado a los cazadores europeos miles de kilómetros hacia el sur del continente negro, en búsqueda de regiones menos turbulentas. En Brazzaville, el siciliano y sus hombres se habían embarcado en un vapor para seguir la cuenca del río Congo, a fi n de establecerse en un claro de la jungla a las orillas del remoto lago Bangweulu.

Los pigmeos de la región recibieron generosos al italiano y su cuadra de cazadores mahometanos. Veían con temerosa fascinación a los hombres de la casa flotante.

Durante los primeros días, los sudaneses levantaron la empalizada, construyeron chozas y corrales, desembarcaron las jaulas para las fi eras peligrosas y dispusieron lo necesario para establecer la estación. El italiano los observaba, bebiendo té de menta con ron para combatir el calor. Sólo interrumpían el trabajo para orar hacia la Meca.

En menos de una semana el campamento estaba funcionando. Los cazadores iniciaron la recolección de animales. Era un encargo grande para dos circos norteamericanos y el jardín zoológico que Hagenbeck administraba en Stellingen, cerca de Hamburgo.

Pronto, los lugareños aparecieron con las manos llenas de ofrendas para los visitantes: pollos, cabras, plátanos, cocos, calabazas, cacahuates, miel y un licor amargo llamado munkoyo fueron llevados hasta la empalizada por los pigmeos.

Se organizó una comilona en la que los enanos devoraron todo lo que habían traído. Los sudaneses se permitían ver por encima del hombro a los salvajes sureños mientras éstos golpeaban sus tamtam y bailaban alrededor del fuego.

Cassanova comió y bebió, sabiéndose el centro de la celebración. Lo hizo con desinterés, mientras se comunicaba en árabe con Seppel, su hombre de confianza. Éste le contestaba con monosílabos, como era su costumbre.

Las semanas transcurrieron sin incidentes. Pronto los corrales y jaulas dispuestos para los animales comenzaron a llenarse. Antílopes, monos, varios leones, cabras salvajes, leopardos, babuinos y hasta seis elefantes se apretujaban en el campamento tras caer presos.

Los bambenzelé, que era como se llamaban a sí mismos los pigmeos, se ofrecieron a ayudar a los cazadores en su tarea. Conocedores de la fauna local, resultaron ser muy útiles para Cassanova y sus hombres.

Tras casi dos meses, la temporada de caza se acercaba a su fi n. Pronto habría que embarcar a los animales. Les esperaba un lento peregrinar hacia el norte. Apenas un puñado de ellos llegaría a su destino.

Esa mañana sólo quedaba pendiente uno de los encargos de Hagenbeck. Era necesario capturar una pareja de hipopótamos para llevarlos vivos hasta el circo de Adam Forepaugh, en Filadelfia.

Los hawatis habían intentado capturar a los animales dentro del agua; sin embargo, parecía que los paquidermos habían desaparecido del lago. Su búsqueda resultó infructuosa.

Pensando que el ruido del campamento había asustado a los hipopótamos, el italiano decidió aventurarse hacia el sur del lago para cazarlos en regiones más solitarias.

Para ello Cassanova ordenó echar mano de un viejo truco de los takruríes, utilizado en las orillas del Nilo. Acompañados del líder de los pigmeos y algunos de sus hombres, el siciliano y los sudaneses bordearon en lanchas la orilla del lago en pos de las huellas de los hipopótamos. Buscaban determinar sus rutas habituales.

Descendieron en una orilla despejada y se internaron en la verde negrura del espesor vegetal.

La expedición dio con un rastro de animal pesado que, sin embargo, no parecía hecho por ningún hipopótamo.

—Tampoco son de elefante, sahib —dijo Seppel, revisando las huellas.

Cassanova las observaba, inquieto. Jamás había visto un rastro parecido. Ni él ni su compañero se atrevían a imaginar qué animal las había dejado. Lo único que les quedaba claro es que era un enorme herbívoro, pues no existían carnívoros con pezuñas.

El italiano llamó al líder de los pigmeos, que marchaba a retaguardia de la expedición.

El jefe bambenzelé acudió seguido de su gente, todos emocionados como niños por participar en la cacería. Apenas vio las huellas, retrocedió aterrado. Aun en la negrura de su rostro Cassanova pudo ver que el hombrecillo había palidecido. Los demás enanos retrocedieron temblorosos.

Seppel, que comenzaba a mascar su dialecto, preguntó qué sucedía. Cassanova no pudo moverse de su posición.

—Mokèlé-mbèmbé —susurró el jefe pigmeo con el pavor de quien ha visto al diablo de frente.

—¿Qué dice? —preguntó Cassanova en el umbral de la ira.

—Mokèlé-mbèmbé —al repetir el nombre, los demás pigmeos huyeron hacia sus lanchas. El jefe alcanzó a repetir una vez más el nombre antes de correr detrás de los otros. Nunca volvieron a verlos.

—Quiero ese animal, Seppel —murmuró Cassanova. El sudanés dio una orden en árabe; los hombres se pusieron a trabajar.

Cavaron un pozo profundo y lo cubrieron de yerbas, sabedores de que en tierra las crías de hipopótamo siempre caminan adelante de la madre. Ésta, al ver a su pequeño desaparecer tragado por la tierra, saldría despavorida corriendo en dirección contraria.

Dejaron la trampa lista, a fi n de volver al día siguiente. Retornaron a sus lanchas para emprender el camino de regreso al campamento, embotados por el calor y los mosquitos.

Durante la noche, mientras Seppel y Cassanova compartían un trago de munkoyo, escucharon a lo lejos un alarido que desgarró la tranquilidad nocturna.

—Ya cayó —dijo Seppel.

Sin contestar, Cassanova dio un trago largo. La bebida era de un sabor nauseabundo, dejaba su amargor incrustado en el paladar. Pero era lo único que había.

Toda la noche, los lamentos del animal llegaron hasta el campamento. Cassanova no pudo dormir. Nunca había escuchado algo así. Parecía una madre llorando a un hijo muerto.

Al amanecer fueron a buscar su presa envueltos en la inquietud. Hallaron el agujero rodeado de pisadas frescas; no había huellas de hipopótamos cerca.

Desde el fondo de la trampa, los quejidos del animal sonaban cada vez más apagados. El italiano pensó en el llanto menguante de un niño que ha berreado por horas.

—Levántenlo —ordenó, sin atreverse a mirar hacia el agujero. Algo en esos gemidos le producía una inquietud ajena a su oficio de cazador. ¿Acaso era miedo?

Uno de los hawatis se inclinó sobre el agujero. Retrocedió de inmediato, lleno de espanto.

—¿Qué demonios…? —el italiano caminó hasta el borde de la trampa, donde aquello que vio lo hizo exclamar: —Porca Madonna!

En el fondo del agujero, dos ojillos reptíleos lo observaban implorantes. Estaban clavados en una cabeza afilada que lo hizo pensar en la de una serpiente, si bien era del tamaño de la de un caballo. Ésta era sostenida por un largo cuello que terminaba en un absurdo cuerpo de elefante del que a su vez partía una cola de cocodrilo.

A lo largo de uno, dos, cinco, quince latidos del corazón, Lorenzo Cassanova se quedó paralizado, observando a la bestia gemir. Cuando logró salir del trance vio que sus cazadores escrutaban al animal con la misma fascinación que él.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó a Seppel, sabedor de lo ofensivas que resultaban sus maldiciones a los oídos musulmanes.

—Sólo sé que no es un hipopótamo, sahib.

Con cuidado, los hombres hicieron descender cuerdas de cáñamo que rodearon el corpachón de la bestia. El animal se revolvió inquieto mientras lanzaba chillidos estentóreos que helaron la sangre de los cazadores.

Lograron izarlo entre dieciocho hombres. A la luz del sol, pudieron apreciar que su piel era suave al tacto. A una orden de Cassanova, Seppel le acercó al hocico un perol lleno de grog, brebaje preparado con ron y azúcar. Era la mezcla con la que solían calmar a los elefantes inquietos. La bestia bebió ansiosa. En pocos minutos cayó en un sopor plúmbeo.

Mientras lo arrastraban hacia la lancha, un rugido tronó desde la jungla. Bramido furioso que retumbó en la selva como un trueno.

—Larguémonos de aquí —ordenó Cassanova. No fue necesario el énfasis, los hombres estaban ansiosos por irse.

Casi habían terminado de subir al animal a la lancha cuando un nuevo rugido tronó desde la espesura.

—Seppel, el mosquetón.

El moro obedeció. Comenzó a cargar nervioso el arma mientras todos los demás se afanaban por subir a su presa en la embarcación. No terminó de hacerlo.

El suelo se sacudió como si una estampida de elefantes cargara hacia ellos.

El pánico estalló entre los cazadores. Treparon apresurados a las lanchas para remar a toda velocidad. En su miedo, Cassanova intentaba gritar que amarraran bien al animal. Era inútil querer elevar su voz sobre el rugido ensordecedor. Sólo se habían alejado unos cuantos palmos de la orilla cuando un monstruo venido del fondo del infierno surgió de la maleza, y arremetió furioso contra la embarcación.

Cuentos chinos (1) uentos chinos (1)

Shanghai, China, 1864

El recuerdo más antiguo que tenía Pi Ying era el del aroma del té de jazmín llevado todas las mañanas hasta sus aposentos por un criado.

La habitación del niño estaba en el segundo nivel del edificio señorial del yamen de su familia, en el territorio inglés de Shanghai.

El yamen consistía en una retícula formada por una hilera de edificios, encontrada en ángulo recto con otra de pabellones que rodeaban un jardín central. En medio se levantaba un estanque lleno de carpas rojas en cuya superficie flotaban nenúfares y juncos.

La habitación de Pi Ying era la contigua a la alcoba señorial, donde dormía su padre, viudo desde un trágico viaje de negocios a Pekín del que su esposa no volvió.

El recuerdo de ella era nebuloso para el niño, la presencia de su padre apenas una sombra distante. Su educación había sido confiada al anciano Wang, protegido de la familia desde tiempos del abuelo de Pi Ying, quien también se había encargado de la educación de su padre, Kin Fo.

Todas las mañanas el criado, de nombre Sun, plegaba las cortinas de bambú de la habitación de Pi Ying al tiempo que el señorito, apenas un niño, se espabilaba en su cama de latón traída desde Brighton.

Después recibía un baño en una tina de mármol, asistido por Sun, al tiempo que ambos cantaban cancioncillas tradicionales para alegrar la mañana.

Ya vestido, con pantalones ku de seda negros y blusón pao, idénticos a los usados por su padre, Pi Ying bajaba al comedor para desayunar.

Sentado en una mesa chaki de madera negra laqueada, Sun le servía un cuenco de arroz con huevos escalfados de pato y frutos de litchi. Al terminar, iba a otro de los pabellones del yamen a recibir la lección de su tutor.

Wang, un viejo filósofo nacido en Dashanpu, un pueblito en la provincia china de Sichuan, le enseñaba al niño escritura y caligrafía, principios de matemáticas y astronomía, le leía poemas clásicos chinos del Shijing y lo instruía en confucianismo. Lo preparaba, en fi n, para que llegado el momento pudiera suplir a su padre al frente de la casa comercial fundada por su abuelo, Tchung Heu.

Igual que su padre, Pi Ying era un niño de inteligencia asombrosa. Precoz en sus capacidades matemáticas, parecía haber heredado el instinto comercial de sus antepasados, no así la cautela con que éstos solían proceder.

Pi Ying no era de naturaleza reflexiva. Esa debilidad de carácter, aunada a una ambición desmedida más propia de un viejo, preocupaba a su pedagogo, que con horror reconocía en el niño la astucia de las serpientes.

—Tu ímpetu es el de una tormenta de verano, cachorro —le decía el anciano Wang, que se estaba quedando ciego, durante un receso—, pero la fuerza bruta debe reunirse con sabiduría en un solo punto para lograr sus objetivos. De otro modo, se diluye.

Durante las tardes, Pi Ying era libre para jugar con trenes de juguete ingleses, traídos desde Hong Kong, los cuales corrían en un circuito de montañas y lagos liliputienses que ocupaban una habitación entera del pabellón de juegos del yamen.

Cuando se aburría, podía pedir a Sun que le ayudara a fabricar cometas de papel para volarlos, o que a escondidas de Wang lo llevara a pescar a las orillas del río Huangpu en una frágil panga con la que los criados de su padre iban y venían de compras al mercado aledaño, en los muelles de Shanghai.

Sin embargo, lo que más fascinaba al pequeño Pi Ying era deambular por los pabellones del yamen destinados a albergar los objetos artísticos que su familia atesoraba: leones de jade, vasijas de porcelana, biombos de seda decorados con flores de loto, máximas morales caligrafiadas en pliegos de fi no papel arroz, gigantescos dragones de papel que colgaban del techo y un sinfín más de exquisitas piezas obtenidas por el padre y el abuelo en sus viajes de negocios a lo largo del territorio chino.

De todos los objetos coleccionados, lo que más llamaba la atención del niño eran tres esferas de marfil que se mantenían protegidas dentro de una vitrina y descansaban sobre cojines de seda. Cuando el niño preguntaba a su tutor por ellas, el anciano sólo contestaba con elegantes evasivas.

La apacible rutina de Pi Ying hubiera continuado intacta de no haber sido por el estallido de la rebelión de Taiping. Cuando los rebeldes quisieron tomar Shanghai, el yamen de Kin Fo fue una de las primeras propiedades del territorio inglés atacadas por los cristianos.

El asalto llegó de madrugada. Muchos años después Pi Ying recordaría que un rumor sordo interrumpió su sueño. El avance caótico de la tropa llegó hasta las puertas del yamen donde no pudo ser contenido por los criados de su padre, mismos que fueron aplastados bajo el avance de los rebeldes.

Desde su ventana, Pi Ying observaba aterrorizado cómo los soldados prendían fuego a los edificios. Las llamas devoraron en minutos el conjunto. Paralizado por el miedo, el niño no era capaz de salir de su habitación.

Lo siguiente se volvía nebuloso en los recuerdos del señorito. El sonido de pasos subiendo por las escaleras. El inconfundible estruendo de una pelea cuerpo a cuerpo en la habitación de su padre. Acaso un grito, el último proferido por Kin Fo a la hora de ser degollado por sus enemigos.

La reconstrucción de lo sucedido enseguida se fundía en una atmósfera onírica en la que Pi Ying nunca logró discernir fantasía de realidad.

Era claro que un soldado entró a su habitación blandiendo una antorcha. Y que aparentemente se sorprendió de encontrarse con un niño. Pocos segundos después, el hombre salió de su asombro para prender fuego a los tapices de seda que colgaban de las paredes. En ese momento, Pi Ying lo recordaría con claridad casi sesenta años después, el individuo sacó una daga de entre sus ropajes y se aproximó al niño con un cruel fulgor asesino en los ojos.

Fue cuando Wang entró al cuarto a salvar a su amo.

El anciano peleó con el soldado. Al niño le sorprendió ver que el viejo miope era un guerrero feroz, quien luchó por la vida de Pi Ying como un tigre.

Sin embargo, el desenlace del combate era borroso en los recuerdos del joven amo. Lo siguiente que lograba evocar con claridad era la huida, en medio de la noche, por el río: Wang remando sobre la misma lancha en que Sun llevaba al niño a pescar.

Lo que nunca olvidó Pi Ying fue la orden que le dio su tutor mientras se acercaban a los muelles de Shanghai. El viejo se inclinó sobre un bolso de seda del que extrajo las tres misteriosas esferas de marfil.

—Éste es nuestro último secreto. Pase lo que pase, habrás de protegerlo con tu vida —Wang volteó hacia atrás, donde a lo lejos las llamas que consumían el yamen se elevaban hacia el cielo en una columna.

Por unos minutos el filósofo pareció perderse en sus recuerdos, mientras Pi Ying acariciaba la suave superficie de las perlas gigantes. Cuando el anciano salió de su ensimismamiento, continuó:

—Tu padre y tu abuelo hicieron muchos enemigos. Sabía que esto acabaría así.

La expresión confusa de Pi Ying no pasó inadvertida para el viejo.

—Lo entenderás, llegado el momento.

Después, los recuerdos de Pi Ying se fundían en la oscuridad de aquella noche, con la imagen del viejo Wang que lloraba en la panga sobre el río Huangpu.

Cuando los enemigos de Kin Fo hicieron pesquisas en los embarcaderos de Shanghai al día siguiente, buscando a un niño acompañado por un anciano, nadie pudo darles razón. Un coolie opiómano tirado sobre los muelles insistió a gritos en que los había visto la noche anterior, mientras subían a un barco con destino a los Estados Unidos, sin que nadie le hiciera caso.

Nunca más se volvió a saber de ellos en Shanghai.

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