Fabrizio Mejía Madrid
13/01/2022 - 1:03 am
Las lecciones de la saliva
Yo fui uno de los que creyó que la pandemia nos podría traer lecciones civilizatorias, es decir, que iba a contribuir a señalarnos qué estábamos haciendo mal como especie.
La nueva ola de contagios de COVID me puso a pensar en una frase del filósofo Slajoj Zizek: “Es más fácil pensar en el fin del mundo que en el final del capitalismo”. Le debemos al cine tener una idea clara de cómo se ve un metorito que se estrella contra la Tierra, un virus que nos mata, o unos extraterrestres que nos eliminan con un rayo devastador. Pero no tenemos una imagen de cómo se ve acabar con la desigualdad, el sufrimiento, y la explotación. En la muy comentada película de Netflix que protagonizan Leonardo DiCaprio y Cate Blanchet, No mires arriba, sucede justo eso: un asteroide que se dirige a la Tierra y, aunque los astrónomos saben cómo desviarlo antes de que se estrelle contra todos nosotros y extinga la vida en el planeta, un empresario convence a la Presidenta de los Estados Unidos de aprovechar los minerales raros que existen dentro del meteorito y que valen miles de millones de dólares. La idea es dividirlo en pequeños pedazos, pero el plan fracasa y la vida en el planeta es aniquliada. No obstante, el empresario, que se parece mucho a Bill Gates, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos o Elon Musk, huye de la destrucción final en una nave espacial de su propiedad.
Las referencias de esta película al cambio climático son explícitas. Durante casi 40 años los científicos han difundido mediciones sobre el calentamiento global que provocan la industria y el transporte, el consumo de carne de res, pero los empresarios y políticos lo han negado o han visto una oportunidad para sacar los minerales que el deshielo dejará expuestos. Pero la película se puede leer también como una reflexión sobre la pandemia de la COVID.
Yo fui uno de los que creyó que la pandemia nos podría traer lecciones civilizatorias, es decir, que iba a contribuir a señalarnos qué estábamos haciendo mal como especie. Para empezar, la idea de que el nuevo coronavirus había saltado de una especie animal a la nuestra, nos indicaba que habíamos llegado a un límite en la ocupación de los hábitats de otras especies. Esta idea tan simple fue inmediatamente atacada por los políticos y los medios corporativos que aseguraron, sin evidencias, que el virus había sido manufacturado en laboratorios de la temible China. Con eso, se borró la responsabilidad de las industrias que invaden territorios para sembrar soja o palmas para hacer aceite y todo se redujo a la maldad de los chinos.
La otra idea de cambio fue que la salud no debería ser considerada una mercancía. Desde el inicio, en casi todos los países se atestiguó cómo los sistemas de salud estaban en ruinas. Se habían privatizado y la atención médica dependía de las aseguradoras. La idea neoliberal de que enfermarse era sólo un derecho de los que pudieran pagar servicios médicos, parecía desmentida por el contagio de las partículas de saliva en el aire. Todos podíamos enfermarnos y, por tanto, la atención debía ser universal. Pero esta idea fue, de inmediato, atacada: la parte de la población que podía encerrarse reclamó una y otra vez la clausura de todas las actividades, mientras los trabajadores imprescindibles siguieron arriesgándose porque vivían al día, porque eran pobres, porque no tenían de otra. Resultó, entonces, que los indispensables para el mundo no eran los mejor retribuidos sino los ninguneados de siempre. No eran los ejecutivos de las empresas, los actores de Hollywood, los dueños de los casinos, o los deportistas de alto rendimiento, sino las enfermeras, los médicos, los camilleros, los campesinos, los transportistas, los empleados de la electricidad y la telefonía. No quisimos ver esta lección: los que menos valoramos son los que nos mantuvieron vivos. Esa importancia se borró cuando los recursos emigraron hacia la punta de la pirámide y los dueños de Amazon, Microsoft, Apple y Tesla aumentaron sus fortunas personales en un 25 por ciento. A pesar de que nos habían permitido sobrevivir, los trabajadores no fueron compensados sino, al contrario, la riqueza se concentró más.
Ingenuo como soy, hubiera esperado que las farmacéuticas liberaran sus patentes, tanto de las pruebas rápidas para detectar el virus, como de las vacunas, para que todo mundo pudiera producirlas. Que transfirieran la tecnología para hacerlo parecía una idea para salvar más vidas. Pero no fue una propuesta generalizada ni, como yo esperaba, un clamor de la ciudadanía mundial. En cambio, las clases altas y medias demandaron poder comprarlas en la tienda de la esquina y cuestionaron que el Estado las aplicara con criterios científicos: primero, al personal de salud en contacto con el virus, después a los adultos mayores que tienen mayor riesgo de complicarse. Sin atinar a ver que eran todavía escasas, tacharon al esfuerzo de vacunación como “monopolio estatal”. Jamás cuestionaron que las vacunas fueran propiedad privada de las corporaciones farmacéuticas y no un bien público al que se tenía derecho. Vender las vacunas fue un acto criminal. ¿O cómo le llamaría usted a que África completa no tuviera acceso a ellas, mientras en Estados Unidos y Europa caducaban en los almacenes?
La tercera lección no aprendida fue la idea de que era momento de desarrollar una conciencia planetaria. Había todo para pensarlo así. El coronavirus se contagia por lo más común que hacemos los seres humanos: respirar, hablar, cantar. Se combate separándonos con empatía: encerrarse, guardar sana distancia, usar cubrebocas no sólo te protege a ti y a los de junto, sino que lo hace con personas que nunca conocerás. Cuidarse es cuidar a los demás, incluso a los que viven, no sé, en Mali o en Kathmandú. Por primera vez la libertad de no-hacer contribuía a la salud planetaria. Por primera vez la postergación de planes y deseos, no era algo malo y reprobable, como el capitalismo consumista nos ha inoculado, sino que era bueno y ayudaba en una escala que no tenía que ver con lo individual o lo familiar, sino con una dimensión de la Tierra completa. Rápidamente esta posibilidad se perdió. Los antivacunas o anti-cubrebocas reclamaron su libertad para hacer lo que su conciencia individual les ordenara desde las teorías menos justificadas: desde que no existía el virus por el que estaban hospitalizadas millones de personas, hasta que las vacunas contenían microchips para controlarnos. Una versión mexicana de los antivacunas fue la de que algunas de ellas no servían: las que provenían de los científicos rusos, chinos, cubanos. En una resurrección insospechada de la mentalidad de la Guerra Fría de los años 50 y 60 del siglo pasado, existieron opiniones en ese sentido y el debate se transformó, no en una conciencia planetaria, sino en una competencia entre países: quiénes habían tenido menos muertos, más vacunados, menos hospitalizaciones. No pudimos trascender el pensarnos como grupos confinados entre fronteras legales y agudizamos nuestras filias por la medicina estadunidense o europea y las fobias por países a los que, no obstante ser precursores de la ciencia de las vacunas, no creíamos que tuvieran ciencia. Se especuló sin pudor ni recato con los porcentajes de efectividad de las vacunas descubiertas en China, Rusia, y Cuba hasta crear un pánico en quienes habían sido protegidos por estas. En ese pánico mexicano, las vacunas no contenían microchips que nos iban a robotizar sino ideologías extrañas.
A pesar de que la ciencia nos avisó que los diabéticos y obesos tenían más riesgos de contraer una enfermedad grave, el número de muertos se le adjudicó a la Secretaría de Salud como si ello demostrara su ineficacia. Pero, cuando vino el etiquetado a las bebidas azucaradas y la comida chatarra, los medios corporativos denunciaron atentados a la libre empresa. Nuevamente, el capitalismo feroz demandó sobrevivir al fin de los tiempos.
Las tres lecciones de esta pandemia —que el capitalismo ha depredado zonas del planeta que deberían ser para sus especies no-humanas; que la salud no debería ser una mercancía; que los seres humanos indispensables son los trabajadores; y que la ciencia es una estructura planetaria de evaluación del mundo más que reflejo de una nacionalidad o de una ideología— esas tres lecciones no fueron aprendidas. Entramos a la ola de Ómicron apanicados por una variante que pudo no existir si el capitalismo salvaje no quisiera sobrevivir al fin del mundo. Si se hubieran liberado las patentes de las vacunas, si se hubieran transferido todas las ganancias que obtuvieron por la pandemia los mega millonarios y las farmacéuticas para extender por todo el mundo los servicios de salud, si se tomara a la ciencia, no como una opinión igual a la de una cantante, sino como un criterio probado y replicado…
Si todo eso hubiera ocurrido, quizás no estaríamos hoy tan asustados de nuestra propia saliva.
Hasta la próxima semana. Muchas gracias por escuchar.
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