Julieta Cardona
12/12/2015 - 12:00 am
Quiero ser un rascacielos
Y quisieras ser uno para saber lo que se siente rascar el maldito cielo.
Sales del Monte Carlo con mochila al hombro y con tus Converse derruidos. En la mochila cargas chicles de hierbabuena y clichés de muchacha que escribe: una pluma fuente, una Moleskine, una agenda, vino en tetrapack y toda la parafernalia que implica el armado de tu propio cigarrillo con el tabaco de la productora indi que es, a tus ojos, la mejor de todo el Valle de México porque conoces a la dueña que quieres revolcar en tu cama pero como aún no lo logras, jodes siempre lo ganado de la plática hablándole de éxitos ajenos como cuando le mientes diciéndole lo sabrosa que es la cerveza artesanal que hace su prometido: “su competencia cervecera debería, si quiere tener éxito, plagiarles su curioso método de fermentación”, le dices y luego volteas a verle las tetas que muchas veces te has imaginado mordiendo agresivamente mientras te vienes metiéndole algunos dedos en la boca. Tienes más lujuria que pretensión.
La cosa es que caminas por Las Vegas Bulevar, lo recorres todo de noche y de día porque estás convencida de que esa ciudad de plástico tiene almas de verdad. Y mientras caminas entre tantas luces de colores y ruido de casino tienes un flashback y sonríes con ironía: hay un letrerito en el baño de tu hotel que dice, como tú, pura mentira: “En este hotel somos ecológicos y responsables, apague su luz cuando no la utilice y deje en el piso únicamente las toallas que necesitan ser lavadas”. Eres cómplice del imperio del mal. Piensas que el gringo es un cabrón y, aunque no identificas el porqué a primera vista, te divierte pensar que en la ciudad donde estás no se paga ISR. Luego comprendes que las almas reales en ciudades de cartón también necesitan un descanso que no se trate de perder. Piensas en las apuestas y, aunque es algo que todo homo sapiente cree advertir en la superficie, ese algo en el que según todos son conscientes de que la casa nunca pierde, te rompe tantito el corazón apreciarlo tan a flor de piel porque estás en Sin City, en donde las casas de apuestas te despojan legalmente del dinero –lo único que parece tener valor–, a cambio de engordar esperanzas, pero lo entiendes porque vives en un mundo cabrón en el que, acostumbrada a perder, alimentarás –a toda costa– la posibilidad de ver la luz. Entiendes la redondez del negocio: vender por pedacitos una posibilidad de ganar para asegurarse, si bien no eternidad, rentabilidad absoluta. Eres una aburrida de mierda que solo ha perdido 700 dólares en el Caesars Palace.
No tienes cámara fotográfica pero no importa porque las imágenes que nunca quieres tener en tu sala son las que has tomado tomado para ti, como por ejemplo la panorámica que sacas cada que atraviesas la autopista que conecta Matehuala con Saltillo siempre y cuando sea la hora del atardecer, o esa de los ojos de tu novia cuando está al borde del llanto. Tu memoria es un banco de pantone.
Estás cansada y de regreso a tu hotel ecológico ves un rascacielos, dos rascacielos, tres rascacielos. Y quisieras ser uno para saber lo que se siente rascar el maldito cielo. Tienes que descansar, se acerca la noche y los espectáculos nocturnos prometen una parte almática que ppppta –dicen los homo sapientes que venden chingos de cosas sobre el bulevar–: you don’t have any idea ‘bout the greatness.
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