Violeta Vázquez-Rojas Maldonado
12/09/2022 - 12:04 am
Cambié de opinión
Si bien el papel de las fuerzas armadas en las múltiples labores que les ha asignado no estaba claramente delineado desde el principio, no debemos llamarnos a engaño: la decisión de mantener a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública no fue una improvisación y estaba anunciada desde antes de que AMLO llegara a la presidencia.
El viernes 9 de septiembre se aprobaron reformas a los artículos de cuatro leyes relativos a la administración y operación de la Guardia Nacional. Desde días antes, se ha dado un intenso debate público acerca de si los cambios propuestos constituyen la consolidación del enfoque militarista de la seguridad pública que, según sus críticos, instiga la presente administración.
Quienes suelen oponerse a todas las decisiones del presidente aducen que estos cambios son una traición a los propios principios del programa obradorista, pues recuerdan que el mismo López Obrador se había comprometido a regresar a los militares a sus cuarteles (una promesa tal vez sólo imaginada que, por cierto, no ocupa ningún lugar en la lista de cien compromisos con los que AMLO inauguró su sexenio el 1 de diciembre de 2018). También se lamentan de lo que llaman la “militarización”, que identifican ya como un rasgo característico de este sexenio.
No todos los que ven las reformas con preocupación, sin embargo, son adversarios de la llamada Cuarta Transformación. También hay quienes manifiestan un recelo fundado contra las fuerzas armadas y, aunque reconocen que tanto el ejército como la marina son de las instituciones que más confianza generan entre la gente, no dejan de recordar que han sido usados en contra de la población bajo las órdenes de sus mandos civiles -los presidentes en turno-, siempre bajo algún pretexto de supuesta amenaza a la seguridad nacional.
No es difícil, por cierto, conservar fresca esta memoria de la infamia militar, pues el propio López Obrador ha ordenado abrir investigaciones sobre casos emblemáticos de violaciones a derechos humanos, y en esta labor nos recuerda frecuentemente algunos actos abominables perpetrados por las fuerzas armadas: su participación en la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, el atropello a las garantías que caracterizó a la llamada “guerra contra el narco” emprendida por Felipe Calderón, o las ejecuciones y desapariciones durante la llamada “guerra sucia”, desde los años sesentas hasta fines de los ochentas.
El caso es que, por un lado, hay una memoria real y una preocupación legítima acerca de lo que implica dejar en manos de la Secretaría de la Defensa Nacional al instrumento más importante del Ejecutivo federal para la preservación de la seguridad pública -la Guardia Nacional-, y por otro, hay una discusión estridente basada en equívocos, alarmismo y sobresimplificaciones que no nos permiten sopesar exactamente la justeza de las decisiones que se han tomado.
La discusión sobre el tema no termina con la aprobación de las reformas, pues todavía se vislumbra un periodo de controversias de constitucionalidad, además de que la narrativa que finalmente logre prevalecer será lo que determine si López Obrador pasará a la historia como un pacificador o como un tirano. Es obvio que una parte de la agenda en esta discusión tiene como objetivo esto último, y es en ello en lo que me concentraré en este texto.
Para empezar, reconozcamos que no contamos con una definición precisa y unívoca del término “militarización”. Tal vez lo único en los que todos quienes usan esa palabra estén de acuerdo es en que implica un juicio negativo: nadie, al menos en los polos de este debate, considera a la militarización -sea lo que eso sea- como algo deseable. Es predecible, por lo tanto, que una manera de desprestigiar al adversario sea acusarlo de militarista.
Bajo el término “militarización” se describe el proceso vivido en el sexenio de Felipe Calderón, en el que se confirieron capacidades extraordinarias a las fuerzas armadas para combatir a los cárteles de la droga, incluyendo darles carta blanca para allanar las garantías individuales de los civiles, que tuvieron que acostumbrarse a vivir lo que deberían ser tiempos de paz en condiciones de guerra.
También se llama “militarización” al proceso en el que el gobierno actual asigna cada vez más capacidades civiles a las fuerzas militares, como la construcción de obras de infraestructura, la administración de empresas gubernamentales y hasta la recepción y distribución de vacunas o el transporte de libros de texto.
Llamar a los dos procesos con el mismo nombre opaca una diferencia fundamental entre ambos: mientras que el calderonista se caracterizó por un incremento en el número de quejas contra la Sedena y la Semar ante la CNDH, este mismo indicador decreció en el sexenio actual. Otro contraste está en el índice de letalidad de las Fuerzas Armadas, que mientras que en el sexenio de Calderón alcanzó su pico más alto, en esta administración ha ido considerablemente a la baja. Estos dos argumentos figuran en la exposición de motivos de la iniciativa de reformas aprobada el viernes.
Es, pues, tramposo, simplemente decir que, como los militares jugaron un papel preponderante en la estrategia de seguridad de Felipe Calderón, y lo hacen también en la de López Obrador, estos dos fenómenos son el mismo, como si no hubiera en su ejecución diferencias cruciales.
Otro tropo discursivo para presentar a López Obrador como un militarista que, además de todo, engañó -en el mejor de los casos- o traicionó -en el peor- a sus votantes, es recordar algunas declaraciones en las que el ahora presidente dice que el ejército no es quien debe enfrentar los problemas de seguridad, sino que éstos deben atenderse desde sus causas, garantizando justicia social.
Ante la pregunta de una reportera en la conferencia matutina del martes 6 de septiembre, que le inquiere por qué ya no aboga por el regreso de los militares a sus cuarteles, López Obrador responde impasible: “Sí, sí, sí. Cambié de opinión ya viendo el problema que me heredaron”.
El cambio de opinión del presidente, sin embargo, no es tan reciente. En la página 194 de su libro La Salida, donde expone su proyecto de gobierno previo a la campaña por la presidencia, claramente asienta: “Se sumarán el Ejército y la Marina al esfuerzo de garantizar la seguridad pública. Actualmente, el objetivo fundamental de las fuerzas armadas es salvaguardar la integridad del territorio y preservar la soberanía de México. Sin embargo, en las circunstancias actuales es indispensable que a este propósito de la defensa nacional se agregue el de la seguridad pública interior. No debe desaprovecharse personal, experiencia e instalaciones para garantizar a los mexicanos el derecho a vivir sin miedos ni temores. Los tiempos han cambiado y es otra nuestra realidad”.
Si bien el papel de las fuerzas armadas en las múltiples labores que les ha asignado no estaba claramente delineado desde el principio, no debemos llamarnos a engaño: la decisión de mantener a las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública no fue una improvisación y estaba anunciada desde antes de que AMLO llegara a la presidencia.
Los detalles, sin embargo, de cómo y a través de qué corporaciones desempeñarían esta tarea, se han ido construyendo a lo largo del sexenio. Una vez creada la Guardia Nacional, estaban por resolverse diversos temas relativos a la seguridad laboral de su personal, al régimen disciplinar al que estarían sujetos, a la asignación de las tareas de capacitación y profesionalización y a la distribución territorial de sus elementos.
Todas estas son tareas que desde el inicio tuvo a su cargo la Secretaría de la Defensa Nacional pero que en la ley estaban adjudicadas a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. La ley aprobada establece también, en su modificación al artículo 138 de la Ley Orgánica del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, que al personal de la Guardia Nacional se le reconocerá como personal activo del Ejército y Fuerza Aérea, lo que implica que conservarán su antigüedad y prestaciones laborales, pero también que continúan sujetos al fuero militar.
Contrario a lo que suele decirse en los debates públicos, el fuero militar no es una “licencia” para no ser juzgado en tribunales civiles -eso iría en contra de la constitución- sino la obligación de responder ante tribunales militares cuando se cometen faltas a la disciplina castrense. Como señala bien el abogado Federico Anaya, no se trata de un privilegio, sino de lo contrario.
La estrategia de seguridad pública nacional sigue teniendo como ejes la atención a las causas que general la violencia, la coordinación entre dependencias y, en términos más inmediatos, la consolidación de la Guardia Nacional como un cuerpo policial de disciplina militar.
Podemos tener reservas legítimas y fundadas ante este diseño, pero para comprender las motivaciones de estas decisiones y evaluar más adelante si fueron o no efectivas en la construcción de la paz, tendremos que evitar caer en la falacia del equívoco: aquella en la que incurren quienes encuentran muy fácil tomar una postura radical en contra por el simple hecho de que pueden llamar cosas muy distintas con el mismo nombre.
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