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Jorge Alberto Gudiño Hernández

12/07/2014 - 12:00 am

Saber, predecir, adivinar y atinar

Seguramente la aseveración la escuché en la infancia pero mi memoria no da para tanto. Así, puedo sostener que la primera vez que lo escuché fue en el Mundial de Francia, en 1998. Al acabar el torneo, mi hermano me dijo: “Ya sabía que a Croacia le iba a ir muy bien”. En efecto, habían […]

Seguramente la aseveración la escuché en la infancia pero mi memoria no da para tanto. Así, puedo sostener que la primera vez que lo escuché fue en el Mundial de Francia, en 1998. Al acabar el torneo, mi hermano me dijo: “Ya sabía que a Croacia le iba a ir muy bien”. En efecto, habían obtenido el tercer lugar de la mano de su estrella, Davor Šuker quien, además, se dio el lujo de ser el líder anotador.

A partir de entonces he escuchado frases similares una y otra vez, tanto en campeonatos mundiales como en competencias locales: “Sabía que iban a ganar”, “Le atiné al resultado”, “Te lo dije”, “Yo había adivinado quién sería el campeón”. Algunas, incluso, partían de asuntos más complejos: “Viendo los antecedentes de los equipos, pude predecir el resultado”.

¡Vaya cosa! Si todas esas frases fueran ciertas, yo estaría rodeado de millonarios que han hecho su fortuna a fuerza de apostar a lo seguro o de arrepentidos a quienes nunca se les ocurrió ponerle precio a sus certezas.

El asunto radica en el peso de las palabras. Sabemos que atinamos cuando, por una mera intuición o un azar cualquiera, optamos por un equipo sobre el otro. Adivinamos y predecimos de formas similares, ambos conceptos comparten cierta sinonimia. Si acaso, la diferencia radica en que la adivinación suena más mística, producto de los arcanos o de visiones esotéricas mientras que las predicciones suelen estar basadas en complejos cálculos estadísticos, por mencionar sólo una posibilidad. Pese al posible grado de exactitud de dichos cálculos, siguen siendo falibles (¿o acaso alguien predijo el 7-1 de Alemania sobre Brasil?). El saber es más profundo. Implica certezas, conocimiento del futuro, seguridad absoluta.

Dos confesiones antes de continuar. Escribo este texto después de las semifinales, así que desconozco el resultado de los dos últimos partidos del Mundial. La segunda, el futbol me gusta pero no demasiado. Puedo ver algún partido pero no sufro si se me pasa. Más aún, apoyo al equipo de mis preferencias pero, tras el juego, no me desgarro las vestiduras ni festejo en exceso, sabedor de que la relación entre el partido con mi vida es menos que insignificante. Sin embargo, entiendo la importancia que tiene para muchas personas.

De ahí que me parezca natural ese a posteriori que llega a cada rato: sabían, predijeron, adivinaron y atinaron a los resultados. Debo confesar que es algo que me ha pasado. Planteo un ejemplo a partir de una mera suposición. Durante el partido más reciente entre México y Holanda, cuando la escuadra nacional había anotado el primer gol, escuché a varios de quienes estaban a mi alrededor festejando porque el próximo rival sería Costa Rica o Grecia. “A ellos sí les podemos ganar”. De haber ganado el equipo mexicano, muchos podrían haber dicho: “Te lo dije” o “lo sabía”.

No fue así. Mientras duró la esperanza, quizá desde antes del mentado partido, la ilusión tomó el lugar de las certezas. Ganarle a Holanda suena más difícil que a Grecia o Costa Rica, al menos en términos históricos. De ahí que la ilusión se fuera fraguando. Y, al hacerlo, la emoción crecía. Fantasear es una forma de anticipar la realidad y, al practicarlo, es posible vivir futuros alternativos. Al menos, mientras el futuro real no deshilache las expectativas.

Saber, predecir, adivinar y atinar son deformaciones de un mismo fenómeno, el de la ilusión. Si fuera asunto de escoger, me decantaría por atinar: es más sencillo y se corren menos riesgos. Me dedico, sin embargo, a la fantasía. Una muy similar a la que empuja a los creyentes de sus selecciones nacionales. A fin de cuentas, es de ese tipo de historias, de las reales y de las inventadas, que terminamos abrevando todos y que nos permiten habitar un mismo discurso vital; el mismo que nos enloquece en conjunto o nos permite llorar en público porque un fulano que gana miles de veces más que nosotros ha fallado en su encomienda (pobrecito).

También hay una forma cruel de aproximarse al asunto. La ilusión alimenta la esperanza y ésta, a su vez, nos separa de lo cierto. Nos engañamos pensando en lo posible porque lo certero nos inmoviliza y nos obliga a la resignación. Si tan sólo fuéramos capaces de separar todos nuestros deseos y expectativas no cumplidas de lo que somos, quizá nos iría mejor. Eso, sin embargo, también forma parte de lo que nos hace humanos y nos integra a un discurso vital donde estamos cómodos. Es cosa de ponderar.

Por lo pronto me queda predecir que se jugarán los partidos, que algún equipo ganará (aunque acabe en empate para las estadísticas), que habrá quienes lloren y quienes celebren pero, sobre todo, que la vida seguirá mientras continuamos buscando asideros que nos permitan esperanzarnos de nuevo y qué mejor (o peor) que dichos asideros dependan de cosas totalmente ajenas a nosotros. Eso sí: dentro de cuatro años (lo sé, puedo predecirlo gracias a una cantidad ingente de datos estadísticos, lo he adivinado tras varios procesos quirománticos y sin duda le atinaré) México seguro gana el Mundial.

***

Quiero agradecer a todo el equipo de SinEmbargo que me hayan abierto las puertas de nuevo. Sobre todo a Alejandro, cuya calidez apenas compite con su enorme oficio y entrega por su trabajo.

Jorge Alberto Gudiño Hernández
Jorge Alberto Gudiño Hernández es escritor. Recientemente ha publicado la serie policiaca del excomandante Zuzunaga: “Tus dos muertos”, “Siete son tus razones” y “La velocidad de tu sombra”. Estas novelas se suman a “Los trenes nunca van hacia el este”, “Con amor, tu hija”, “Instrucciones para mudar un pueblo” y “Justo después del miedo”.

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