Levantar anclas

12/07/2013 - 12:01 am

Me despertó el olor a mar. Mariana, mi amiga, estaba dormida. Eran como las cuatro de la mañana. Érika no había llegado. Las tres vivíamos en Playa del Carmen. Se puso de moda ir. Meserear o algo; pero el chiste era vivir Playa. Playa del Crimen, Playa del Karma.

En ese entonces era un poco distinto. Creo que todavía no cobraban derecho de piso los narcos. Y no era tan larga la única avenida glamurosa del pequeño lugar. El resto del pueblo sigue igual. Sólo hay más restaurantes, más gente, más hoteles, más construcciones. Como en todo lugar a donde llega el hombre.

El caso es que me desperté y me puse hielo en la encía. ¿Si sabes cuando te duele la muela de una forma que hace que tu cuerpo parezca el de un contorsionista del Cirque du Soleil?

Pero yo, como el 58% de las personas, odio ir al dentista. No hay nada peor. Ni siquiera las inyecciones, ni la sangre, ni cuando me quitaron las anginas bajo la promesa de que podría tomar todo el helado de vainilla del mundo que me cupiera. Por supuesto que esto no pasó, porque me dolía horrores la garganta, o sea, fui engañada por mis padres.

Que mala onda soportan los dentistas. No quisiera ser uno. De hecho, no sé qué piensan las personas que eligen esta profesión: ¿trabajar con encías hinchadas, alquitrán en bocas que parecen pipas, comida en los dientes, niños gritando? No sé. Y los olores que despiden los fríos instrumentos, la ideática limpieza que manejan, las sonrisas más blancas y falsas del mundo.

Tuve que esperar a que dieran las nueve de la mañana y me fui al consultorio del dentista más decente que encontré en el pueblo. Cabe decir que me chocan los consultorios en general. Aún cuando son ultra modernos, tienen algún elemento de decoración oscuro, torvo. Una cortina, el tapiz del sillón. O la corbata del doctor. Algo que desentona y me produce escalofríos.

Me extrajeron un diente y a la fecha no he sabido cómo ni por qué pero al regreso a mi realidad, este venía incrustado en la maleta. Y al parecer se coló en una cajita hasta mi presente, diez años después.

El fin de semana pasado me deshice de todos los objetos de mi casa que ya no servían para su propósito, que ya no quería o a los que no tenía un apego afectivo. Por poco se va hasta la televisión. Entre esos descubrí que guardaba, vaya usted a saber por qué, entre otra serie de extraños objetos, mis muelas del juicio y ese diente podrido de Playa del Carmen.

Y el día de hoy me recordaron la figura de un ancla, una sensación de conexión con el pasado. No sabría que interpretación habría que darle al hecho de poseer objetos muertos bien instalados en un cajón del tocador. Como si a algo tuviera que aferrarme.

El peso de un ancla corresponde al tipo de barco o buque: en el caso humano me parece que nos hacemos de anclas en muchas ocasiones. Nos quedamos varados, en medio del oleaje tranquilo, esperando que la vida pase.

Me vino a la mente la imagen de mis pequeñas anclas; cinco en total y diente podrido incluido. La imagen era un tanto contrastante: el contenedor era una caja con cristales y colores, pero la abrías y la vista que ofrecía era un poco grotesca. Me recordó al Dr. Lecter, no a Clarice.

“El ancla es el ícono marítimo por excelencia, de su eficiencia depende la seguridad del barco”, recuerdo que leí en aquella ocasión en Playa esperando consulta.

Curiosamente, el ancla es de todos los elementos de un barco el que menos ha evolucionado en toda la historia de la navegación y al que los navegantes modernos le prestan menos atención.

De las cosas que uno se viene a enterar leyendo en la sala de espera de un doctor que seguramente en sus mejores días tuvo el sueño de tener un barco. No lo sé, ni me animé a preguntarle. No vaya a ser que rompiese el encanto del sueño jamás hecho realidad.

“Nada peor existe que las anclas garreen en plena noche en un puerto atestado y tener que zarpar y volver al mar, salvo el que otro buque cuyas anclas garreen avance a la deriva hacia el propio…”. (Revista de Publicaciones Navales Nº 607, 1978).

Me quedé pasmada por esta cita. Todavía la recuerdo, bastantes años después. Arranqué la hoja y es por eso que la tengo ahí, también como un especia de ancla. ¿Espero otro buque? Yo definitivamente siento que este año zarpé y me lancé al mar. No sé si los alimentos me duren, pero confío en llegar a un puerto deje usted lo seguro, mínimo hacer tierra y llenar la alacena.

¿Por qué necesitamos una concreción material? ¿Un gran final? ¿Una dolorosa y épica despedida?

¿Y qué significa cuando podemos soltar esos objetos? Cada quien tendrá sus respuestas.

Yo tiré mis anclas esta semana. Porque nada nuevo cabe en casa si no hacemos espacio. Le recomiendo a usted que se deshaga de lagunas cosas, o que mande al tipo en turno por las cocas. En lenguaje futbolístico: cepíllelo.

@mariagpalacios

en Sinembargo al Aire

Opinión

más leídas

más leídas