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Arnoldo Cuellar

12/07/2012 - 12:02 am

La elección fue un diagnóstico

Probablemente, lo más preocupante de la pasada elección no es lo que muchos hemos consignado y que mantiene todavía en estado de rebeldía a mucho más de medio México, a juzgar por la representatividad de quienes repudian la compra de votos y el desmedido uso de recursos de la maquinaria priísta. En efecto, lo más […]

Probablemente, lo más preocupante de la pasada elección no es lo que muchos hemos consignado y que mantiene todavía en estado de rebeldía a mucho más de medio México, a juzgar por la representatividad de quienes repudian la compra de votos y el desmedido uso de recursos de la maquinaria priísta.

En efecto, lo más desesperanzador no es lo que ya pasó sino lo que está por venir y de lo cual los sucesos previos y los del día de la elección no son sino el síntoma nítido e irrefutable: lo que debe preocupar a la sociedad mexicana en general es la imposibilidad de evolución del PRI y de quienes mandan en él.

El PRI decidió recuperar la presidencia de la República sin atenerse a las reglas del incipiente esquema democrático que nos hemos dado.

En primer lugar, logró una alianza de fondo desconocido o cuyas principales condicionantes apenas empiezan a asomar, con la mayor parte de los emporios de comunicación electrónica y escrita del país, con lo cual pasó por encima de los excesos reglamentarios de la pasada reforma electoral.

En segundo lugar, aceitó la vieja maquinaria conseguidora de votos con un exceso de dinero que asoma por todas partes y que se ha convertido en el principal tema de la controversia postelectoral. Sabedores que de que el manejo de recursos no tiene como sanción nada que afecte el resultado electoral, se despacharon con la cuchara grande, estado por estado y municipio por municipio.

El PRI, a juzgar por cuantificaciones y aproximaciones hechas todas desde sesgos parciales, pues nadie podrá tener la visión de conjunto a menos que se decidiera una investigación profunda de la autoridad ministerial, gastó más de diez veces el tope de campaña que prevé la ley electoral.

Y, como están las cosas, podrían haber sido veinte veces, pues el monto no modifica la sanción que es, simplemente, el pago de una multa que, además, es litigable.

Sin embargo, pese a la magnitud del escándalo que en cualquier otro país podría inhabilitar seriamente al nuevo gobierno y colocarlo en la tesitura de un juicio de procedencia, aquí todo se mantiene en el espacio del debate público donde los elementos probatorios tienen el mismo peso que las arengas periodísticas que reclaman “darle vuelta a la página”, como si nada hubiera pasado.

Con el pesimismo que suele acompañar mis análisis, y que tantos y tan respetables reproches me genera de los lectores, creo que la situación no dará para más, y que la inexistencia de instituciones autónomas y de mecanismos procedimentales, harán que el escándalo quede sólo en eso y en una división severa de la población del país, la cual sólo tratará de ser paliada mediante la arcaica fórmula de “legitimarse desde el poder”, algo que corresponde totalmente al estadio de una sociedad predemocrática.

Allí es donde están las pésimas noticias. No puede generarse una presidencia democrática producto de una elección que no lo fue y que resultó torcida por el uso de un dinero cuyo origen no puede ser legal ya que, sin hacer inferencias tremendistas, por lo menos podemos intuir que provino de los gobiernos estatales pertenecientes al PRI, algo que desde luego está totalmente fuera de la ley y que debería traerles sanciones a los responsables.

No puede generarse una presidencia democrática si, de entrada, esta se debe a favores construidos a trasmano de la ley y está minada por compromisos factuales con poderes que no corresponden a la sola decisión de un pueblo en ejercicio de su soberanía.

Peña Nieto nada podrá hacer desde esta presidencia para cambiar el estado de cosas en el cual surge.

Aunque los presidentes del pasado priísta terminaban defenestrando a sus antecesores que los habían construido, existe una gran diferencia entre el surgimiento de un mandatario como producto de una sola voluntad que mueve una maquinaria, a otro que emerge como el mascarón de proa de una alianza de intereses.

Peña Nieto, a diferencia de sus antecesores priístas, no tiene claro ante quien deberá de rebelarse para afianzar su poder, como si ocurría con los presidentes de la república priísta. ¿Será contra los gobernadores, contra sus aliados en las Cámaras, contra los emporios mediáticos o contra nadie?

El anacronismo del resultado de la pasada elección nos tronará entre las manos más temprano que tarde. Ese 38 por ciento del voto emitido el primero de julio, con una parte considerable del mismo intercambiada por dinero, no será representada por la vieja voluntad omnímoda y omnipotente del pasado, por lo menos en el ámbito de la burocracia pública, sino por alguien que será rehén de un haz de voluntades parciales pero poderosas todas.

Ojalá me equivoque, pero el resultado de la elección de hace unos días me hace pensar en el adolescente crecido que trata de usar a fuerza los trajes de su infancia: no solamente resulta ridículo, sino que le es profundamente incómodo.

Tienen razón los intelectuales, como Jorge Castañeda, que afirman que este PRI no podrá gobernar como lo hizo en el pasado. Sin embargo, lo terrible es que no será por que haya cambiado su vocación, sino porque fue el país el que cambio a pesar de ellos mismos.

La pregunta parece más simple: ¿podrán gobernar?

 

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Arnoldo Cuellar
Periodista, analista político. Reportero y columnista en medios escritos y electrónicos en Guanajuato y León desde 1981. Autor del blog Guanajuato Escenarios Políticos (arnoldocuellar.com).

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