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Tomás Calvillo Unna

12/04/2017 - 12:00 am

El siglo XXI: el laberinto

  …Es necesario que el  hombre, con esfuerzo resuelto, tome por sí mismo la propia determinación de su ser: Este esfuerzo resuelto ya es existencia…

La palabra perdida del corazón, por Tomás Calvillo

 

Es necesario que el  hombre, con esfuerzo resuelto,

tome por sí mismo la propia determinación de su ser:

Este esfuerzo resuelto ya es existencia…

Karl Jaspers

Podemos advertir que desde la segunda mitad del siglo XX el bagaje científico y cultural, aliado a los estados nacionales como organizaciones estratégicas de las sociedades contemporáneas, desarrolló de lleno un modelo educativo (con múltiples variantes) organizado en torno a la lógica de la tecnología adherida al comercio, como pauta fundamental de un nuevo ritmo civilizatorio. La premisa de reducir el tiempo y acortar la distancia en prácticamente todos los quehaceres de la vida privada y pública, derivó en un hecho sin precedente alguno: se afectó el hábitat pero sobre todo se despojó al ser humano de su tiempo y espacio donde había anidado su historia.

La apuesta del llamado progreso como crecimiento inagotable nos distanció día a día de la naturaleza: los rascacielos sustituyeron a los bosques como paisaje privilegiado, para mencionar una sola muestra de este pasaje donde nos encontramos.

La velocidad como un valor de la vida cotidiana expresado en la tecnología del transporte y de la producción masiva de enseres, alimentos, etc.; las maravillas de los trenes bala, de los aviones, de los autos; esa elección de acortar distancias aplicando la ciencia y la tecnología  para impulsar primero el transporte y de allí a todos los medios, particularmente los electrónicos de comunicación. Un proceso admirable que olvidó o menospreció algo interno, más profundo, oculto en la misma materia, en la misma psique, que desbordó el nido, la estructura básica donde el tiempo-espacio había acogido a la humanidad en su devenir.

La velocidad siempre había estado ahí, en la destreza del mismo cuerpo, su caminar, su correr, su resistencia. No obstante eso fue quedando atrás, y el conocimiento aplicado a las diversas fuentes de energía, desde los bosques hasta el petróleo y sobre todo el del reino interno de la materia, su universo, sus astros minúsculos pero inmensos de poder, convertidos en la energía nuclear; codificaron la relación con la naturaleza sometida a esa premisa: la velocidad vertiginosa, el aceleramiento de las partículas comenzó desde lo más hondo y entrañable de la naturaleza a desmontar ese vínculo entre el espacio y el tiempo hasta emerger en la atmósfera del propio quehacer humano, en sus redes culturales cotidianas.

El tiempo cósmico de los grandes ciclos anuales, los calendarios lunares, solares, se transformaron hasta ser capturados en los espacios cerrados de las fábricas y las ciudades y en sus poros de tecnologías que absorbieron  la aceleración sistémica.
Los horarios, los segundos, las milésimas de segundos, los relojes checadores, los ritmos de la producción industrial, todo ello ya ha sido narrado de alguna manera, sin embargo no así, las otras consecuencias,  de esa necesidad de acortar el tiempo para ir de un sitio a otro, que ha trastocado el espacio en su sentido histórico de ser un  lugar,  hasta casi desaparecerlo a la vez que se comprime la experiencia de la vida misma. Ahora  podemos vivir más tiempo biológico, pero mental y culturalmente ese tiempo lo hemos reducido con severidad.
Más que descubrir una paradoja tenemos que reconocer que nos encontramos en un laberinto. El antiguo mito nos habita, no lo habitamos: como consecuencia de la realidad virtual  que se vuelve luz intangible y sustituye nuestra densidad, su peso y lentitud, absorbiendo su imagen ya sin la carga de la carne. La realidad virtual invierte la encarnación, esa es su magia hipnótica donde entregamos esfuerzos y emociones y una fe confundida desde sus raíces.

Los espejos están por todos lados, y nuestros egos grandes, medianos o pequeños se multiplican, son la superficie, los personajes que representamos y editamos sin ton ni son sumándonos a la histeria colectiva que alimenta la comunicación de las redes exponenciales de comunicación, tendederos sacudidos por el vértigo de nuestra creciente soledad en el desamparo de la gran urbe y su maquillado agotamiento.

¿Qué carajos  es esto?, se puede decir con cruda franqueza. ¿En que trama perversa hemos caído al estrujar la materia y nuestros cuerpos y mentes sin reparo alguno?

Habitamos ruinas de humanidad en este juego de dioses no ajeno a una arqueología del ser, con minúscula, e incluso fuera de las luminarias que exponen cada detalle, cada acto, donde es posible recuperar alguna huellas en este cruel espectáculo del siglo XXI, la llamada “era del conocimiento” sometida a la dictadura de los apetitos y al mercado de los sentidos

Pensar en ello no es negar lo que sabemos de lo extraordinario que puede ser y es la capacidad colectiva que potencialmente se tiene con el uso de los medios para compartir conocimientos, arte, experiencia, solidaridad, conciencia.

No obstante ahí está la sombra que se expande donde la lógica de la ganancia, la violencia, la imbecilidad se promueven sin límite alguno. Y tal vez lo más significativo se encuentra en las consecuencias de esta tensión civilizatoria que el uso indiscriminado de la tecnología digital provoca al convertirse en la mayor de las adicciones.

La fractura del lugar y la pérdida de la presencia son dos temas vinculados a este rápido que caracteriza el primer cuarto del siglo XXI, donde el hábito de la violencia es una mala señal, que erosiona cualquier virtud que se pretenda exhibir como logro.

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