Ernesto Hernández Norzagaray
11/09/2021 - 12:05 am
Después del diluvio
Por lo pronto, la emergencia llama a volver la vista a lo que no se ha hecho en materia de prevención de desastres naturales.
Estos días han estado cargados de desastres naturales desde el noroeste hasta el sur y desde el sur al centro del país y de ahí, en menor grado, al resto del país.
Lluvias torrenciales han caído donde no hace mucho se hablaba de sequías y esta vez, ha venido acompañado de un terremoto, con epicentro en Guerrero y un impacto relativo en Puebla, Morelos, Michoacán, Querétaro, el Estado y la Ciudad de México.
Las imágenes del desastre están ahí: Puerto Vallarta con zonas devastadas por el huracán “Nora”, un Acapulco en medio de la zozobra luego del sismo y donde hoy levantan escombros, Tula con un hospital público inundado que costó la vida de 17 enfermos de COVID-19, el sur de Sinaloa con pueblos aislados, caminos y carreteras rotas y, paradójicamente, en este mar lluvioso, hoy, con problemas de suministro de agua potable.
Y, seguramente, hay más historias estremecedoras que no han alcanzado lo mediático, sean de este tipo o las ya crónicas en materia de inseguridad –como esa, que registró esta semana la prensa de Sonora, cuando una partida de la Guardia Nacional se encontró con un grupo armado y para no complicarse la existencia el responsable lo dejó continuar su camino o las balaceras, que está semana se han escenificado en Mazatlán y Nuevo Laredo con casi dos decenas de personas muertas–.
Ante los desastres naturales, los gobiernos de los estados están pidiendo urgentemente que se les eche la mano y la respuesta del Gobierno federal ha sido expedita y directa en la región del Golfo de México, que fue sacudida por el huracán “Grace” y, esperemos, que alcance para los estados afectados por el huracán “Nora”.
No olvidemos que no hay más Fondo Nacional de Desastres Naturales (Fonden) porque se ha dicho, pero no se ha documentado, y menos perseguido a quienes “habían hecho de ese fondo un negocio con beneficios privados” y, ahora, ese dinero, destinado a la asistencia social y reparación de los daños provocados, estaría en la hacienda pública.
Bien, podría ser, para atender este tipo de contingencias, pero, también, para el pago de la deuda pública o el mantenimiento de las políticas asistenciales, que no está mal, lo que no está bien, es que no haya todavía una política de Estado destinada a la atención de los desastres naturales para contar con recursos, si se quiere escasos, cuando estos lleguen por los efectos del cambio climático, y es que si hoy son los huracanes y terremotos, mañana podrían ser tsunamis o sequías.
Ese es el costo de la llamada modernización, de nuestro estilo de vida y por tener gobiernos que, en aras de revertir la corrupción y la riqueza mal habida, desaparecen instituciones creadas para estas emergencias cuando pudieran haber sido revisadas y, eventualmente, con diagnósticos precisos hacer labor de reingeniería institucional y en lo sucesivo puedan ser manejadas con profesionalismo, transparencia y rendición de cuentas.
El Gobierno federal y cada uno de los estados afectados tienen problemas mayores por la falta de liquidez para la atención de este tipo de contingencias naturales y eso reclama acciones rápidas, como las que hoy se implementan en Veracruz y otros estados que han resultado afectados cuando ha llovido, quizá como pocas veces, y eso que estamos apenas en el inicio de septiembre, cuando el llamado “mes de los ciclones” es octubre aunque, con lo ocurrido, ya no se sabe si el temporal se ha adelantado o, peor, que se ha ampliado, por lo que es de esperar nuevos fenómenos naturales.
Estamos, ahora sí, en el ojo del huracán, con expectativas indeseables en materia de políticas públicas. El Presidente López Obrador, cuando desapareció el Fonden, dijo que lo sustituiría para atender los efectos de los desastres naturales pero, como bien lo recuerda Adela Navarro en su colaboración de esta semana en SinEmbargo : “No se ha aprobado la Ley general de gestión integral de riesgos y protección civil, que dictaría las nuevas reglas para entregar ayuda a los estados afectados por desastres naturales”, y ya han transcurrido tres años y no se ve que este entre las prioridades del Presidente y del Congreso de la Unión. O sea que seguiremos en las mismas, no sólo en lo que resta de este año, sino probablemente del sexenio.
Y, ahora, permítaseme una breve digresión.
Yuval Noah nos ha recordado en uno de sus libros reveladores que hasta la aparición de la pandemia de la COVID-19, la humanidad había logrado dominar los tres principales problemas que había sufrido a través de los siglos: Las guerras, el hambre y las pandemias, pero, en su recuento no incluyó los desastres naturales que, producto del llamado cambio climático, ya es o habrán de ser un nuevo jinete apocalíptico que hoy, además, llega de la mano de la pandemia de COVID-19.
Para aquilatar su dimensión basta volver la vista estos días a los incendios que abaten los bosques del norte de California pero también Brasil, las sacudidas que destrozan una vez más a Haití, las sequías que torturan grandes extensiones del África negra, las inundaciones nunca vistas en Madrid y Toledo o el norte de Alemania, pero, también, está a la vuelta esa imagen conmovedora de Tula, Hidalgo, sumergida en el agua y un Acapulco donde hoy se levantan los escombros, en este problema global, donde se pierden vidas y patrimonios, y si la humanidad en general y en lo personal, no hacemos algo eficaz, muy pronto veremos cumplir los peores pronósticos de futuro.
Y allí esta la evidencia, lo que hace falta son las políticas y los recursos públicos, sólo así podremos contener daños y de esa experiencia, podríamos empezar a cambiar nuestros estilos de vida, pero, por lo pronto, la emergencia llama a volver la vista a lo que no se ha hecho en materia de prevención de desastres naturales.
Al tiempo.
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