ADELANTO | Los recovecos del matrimonio, la amistad, el sexo y la maternidad en Naciste para esto

11/05/2019 - 12:00 am

Naciste para esto “explora los más oscuros rincones de la vida doméstica a través de los ojos de tres almas complicadas y dañadas, conectadas por la obsesión, la lealtad, los celos e innombrables secretos”, de acuerdo con Heather Gudenkauf, autora de The Weight of Silence. Aquí un adelanto del libro. 

Ciudad de México, 11 de mayo (SinEmbargo).– Una esposa entregada, un marido devoto, un bebé adorado. Merry, Sam y Conor estrenan sus días como familia feliz en el idílico paisaje sueco. En medio de su vida perfecta, Frank, amiga de la infancia de Merry, anuncia su próxima visita. La casa soñada, la tranquila vida doméstica, el majestuoso bosque, la huerta en el jardín, la nueva carrera de Sam como cineasta… todo parece idóneo para recibirla.

Sin embargo, la exitosa y adorable Frank, quien parece mimetizarse de manera muy natural en la dinámica familiar, pronto ve más allá de la fachada para develar los oscuros secretos que nadie más parece atisbar. Un infierno disfrazado de paraíso es el telón de fondo de esta novela estremecedora que retrata los más intrincados recovecos del matrimonio, el sexo, la maternidad y la amistad.

SinEmbargo comparte un fragmento del libro Naciste para esto, de Michelle Sacks. Cortesía otorgada bajo el permiso de Océano.

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Siempre debes ir con cuidado por los oscuros bosques suecos, porque en su interior viven muchas criaturas oscuras, muy oscuras. Brujas y hombres lobo y troles malvados, muy malvados. ¡Cuidado con los troles! Ellos tienen el hábito de robar a los niños para quedarse con ellos. Oh, debes tener cuidado con los troles porque no los verás venir. Son terriblemente astutos para disfrazarse.

Åsa Lindqvist, Den Hämnd Troll

 

Merry

Si te encontraras con nosotros, tal vez nos odiarías. Parecemos el elenco de un comercial de una compañía aseguradora: radiantes, felices. La pequeña familia perfecta viviendo la pequeña vida perfecta.

¿No fue éste otro día perfecto?, es lo que decimos al final de días como éstos. Una confirmación. Una promesa. Un conjuro para alejar cualquier día que pudiera ser menos que eso. Pero la mayoría de nuestros días son perfectos aquí, en Suecia, muchos más de los que puedo contar.

Es tan hermoso, en especial ahora, en medio del verano, todo veteado con la luz danzante de un gentil sol. La pequeña casa de madera roja en donde vivimos parece sacada de un libro ilustrado para niños: anidada en el bosque, acogedora, rodeada por los árboles y por un jardín frondoso y floreciente, una absoluta abundancia de vida, con parcelas de hortalizas llenas de hojas, arbustos cargados de bayas de verano maduradas por el sol y ese olor a flores por todas partes, embriagador y dulce, atrayendo a las abejas con sus encantos. Las noches de verano son infinitas y silenciosas, el cielo brilla mucho después de las diez, y el vasto lago, pálido y sereno, refleja el tono más tenue de azul de un círculo cromático. Y la quietud, en todas partes sólo el sonido de los pájaros y el susurro de las hojas en las ramas.

***

Nuestras vidas aquí no implican tráfico, contaminación, vecinos en el piso de arriba tocando música a todo volumen o en el piso de abajo gritando a los cuatro vientos sus miserias; no hay desperdicios en la acera o la basura podrida de Manhattan o los sudorosos viajes cotidianos en la línea L del metro al trabajo; no hay multitudes ni turistas; no hay encuentros diarios con ratas o cucarachas o pervertidos o predicadores callejeros. No. Nada más que esto, una vida imposible de ligereza y sueños. Sam y el bebé y yo, en nuestra isla de tres.

Como la mayoría de las mañanas, después de acostar al bebé para su siesta, fui a la cocina a hornear. Hoy, una tarta de las moras azules que recogimos en el bosque el fin de semana pasado. Yo misma preparé la masa y la estiré con el rodillo, la pinché con un tenedor y la cociné hasta dejarla crujiente. El sol ya estaba entrando a través de los grandes ventanales abiertos y los rayos de luz hacían su aparición en los pisos de nuestra pequeña casa luminosa. Cociné las moras maduras a fuego lento, extraje su jugo bajo el calor, con jarabe de maple y una ramita de canela, con cuidado de no dejar que todo se quemara y se estropeara. Sam olió desde su estudio la mantequilla y el azúcar y la dulzura de la fruta, y vino a la cocina para ver qué estaba haciendo. Me miró y sonrió, más contento que un niño. ¿Ves?, dijo, ¿no te lo digo siempre? Naciste para esto.

La tarta estaba sabrosa; la comimos todavía tibia con nuestras tazas de café mientras disfrutábamos sentados en el jardín, bajo el sol de las primeras horas de la tarde. El bebé probó un poco del relleno y lo sacó lleno de baba, como un oficinista en miniatura después de morder su pluma azul. Sam rio y lo recogió todo otra vez con su cuchara.

¿No es éste el mejor niño?, dijo. Luego lo levantó y lo sacudió, mientras el bebé reía y gritaba y escupía un poco más. Los observé juntos. Los chicos. Mis chicos. Padre e hijo. Sonreí y sentí el calor del sol contra mi piel.

Por el camino de terracería que conecta las casas en la reserva, uno de los vecinos tiene un prado lleno de caballos de competencia que cuidan de sus crías. Los potros nacidos apenas en primavera todavía se tambalean sobre sus delgadas patas inestables, mientras las yeguas los empujan con sus hocicos, persuadiendo con suavidad a sus descendientes de que entren en el mundo. Son buenas en eso de la maternidad: pacientes e instintivas. Feroces por el amor a sus pequeños, como la naturaleza demanda.

Sam y yo caminamos con el bebé para verlos en el campo. Caballo, dijo Sam, y luego señaló y relinchó, y el bebé se volvió loco. Extendí la mano hasta una yegua color castaño que se había aproximado a la cerca y sentí el temblor de la vida y el músculo firme bajo mis dedos. Era hermosa, fuerte y segura. Sus ojos negros eran fieros.

Cuidado, advirtió Sam. Las madres primerizas pueden ser peligrosas.

Dejamos los caballos y nos dirigimos lentamente de regreso a casa. Nuestro hogar por poco menos de un año. Está a unos cuarenta y cinco minutos de Estocolmo, en una reserva natural en los bordes de Sigtuna, la ciudad más antigua de Suecia. La reserva cubre una extensión bastante grande de tierra, en su mayoría conformada por campos y bosques enclavados alrededor del lago, con la peculiar casa como una mancha en medio de los pinos. Muchas de las casas han pertenecido a una sola familia por generaciones, la misma cabaña roja de madera ampliada o reparada con el paso de los años, según resulte necesario; las paredes en su interior son testigos de las constantes idas y venidas de los recién nacidos y los recién fallecidos.

***

Sam heredó la casa de la segunda esposa de su abuelo, Ida, quien nació y se crio en este lugar. No tuvo hijos y siempre sintió una debilidad por Sam, quien incluso desde niño sabía cómo encantarla, cómo halagarla por su jardín de rosas, sus galletas de especias o el suave acento sueco que hacía que todas sus palabras sonaran como canciones. Cuando ella murió, hace algunos años, Sam descubrió que le había dejado la casa, con la condición de que nunca podría venderse, sólo heredarse.

Hasta el año pasado, nunca la habíamos visitado y ni siquiera habíamos pensado mucho en ella o el país. De hecho, nuestro único punto de referencia de toda Suecia era uno de esos pequeños caballos rojos de Dalecarlia que Ida nos trajo después de una de sus visitas. Estaba sobre el especiero en nuestro departamento de Brooklyn, junto al molinillo de pimienta y el frasco sin abrir de hebras de azafrán por el que yo había regateado en un mercado nocturno en Marrakech.

Por supuesto, mudarse aquí fue idea de Sam.

Todas las buenas ideas son de él, le gusta bromear.

Dijo que sería como vivir un cuento de hadas y que seríamos más felices de lo que nunca habíamos sido.

Tenía razón, siempre la tiene. Él nos dirige en la dirección correcta, como una brújula que me aleja de las tormentas. Soy muy afortunada de tenerlo.

Más avanzada la tarde, los tres dimos un largo paseo por el bosque, con el bebé en la mochila portabebés, sujetada cómodamente a la espalda de Sam. A medida que caminábamos, nombrábamos los árboles y las aves que aprendimos a identificar el año pasado: un abeto, un nido de jilgueros, Fraxinus excelsior, el fresno común. Éstos son nuestros nuevos placeres y pasatiempos, las cosas con las que nos ocupamos aquí. A veces nos reímos de nosotros mismos, imaginando a las personas que alguna vez fuimos.

En la pequeña ciudad de Sigtuna, nos detuvimos en el café junto al muelle para comer grandes arenques en pan de centeno y ensalada de papas; escuchamos los sonidos de las gaviotas y del movimiento del agua que se mezclaban hipnóticamente con la charla en voz baja de los pulcros suecos. La camarera hizo cosquillas en la mejilla del bebé y tomó nuestro pedido en un inglés impecable. Tack, dijimos. Tack.

De regreso en casa, le di al bebé su baño y lo mecí suavemente en mis brazos para que durmiera. Respiré en su cuello y pasé con delicadeza una mano por su sedoso cabello dorado, que lentamente comenzaba a espesarse. Puse una mano en su pecho, sentí el latido de su corazón palpitante, siempre constante y milagroso: bum, bum, el eco de la vida. Sam y yo, cansados de la caminata y el aire fresco, ya estábamos entre las sábanas antes de que oscureciera. Me acurruqué en los brazos de mi esposo, miré su hermoso rostro, los ojos oscuros, la mandíbula afilada, ese pecho suyo que se siente con una armadura. Un hombre sólido, un hombre que puede cargar tu peso, y lo hace.

Dejé escapar un suspiro de satisfacción. ¿No fue éste otro día perfecto?, dije.

Sam me besó en la frente y cerró los ojos. Moví mi brazo para voltearme.

No, dijo, quédate así.

Sí, es justo como Sam dijo: una vida de cuento de hadas en el bosque.

Sam

Hoy es el primer aniversario de nuestra mudanza a Suecia. Resulta difícil de creer. Un año completo, un nuevo país, un nuevo hogar, un nuevo niño: toda una nueva vida. Una mejor, eso es seguro. Para celebrarlo, volví a casa de mi reunión en Estocolmo con un ramo de flores frescas de primavera, una botella de vino y, para Conor, un gorro vikingo tejido que compré en una de las tiendas para turistas del barrio antiguo.

Hermosas, dijo.

Como mi esposa, respondí. Sé que a ella le gusta cuando la llamo así.

Ella puso sus brazos alrededor de mí y aspiré su olor: perfume y algo que acababa de freír.

Feliz aniver-sueco, dijo. Mira, hice albóndigas suecas para celebrar.

¿Dónde está mi niño?, pregunté, y fui a buscar a Conor. Estaba en la alfombra de actividades en la sala, acostado de espaldas, tratando de alcanzar la rana que cuelga suspendida de la barra de plástico verde. Este niño. No me canso nunca de él. Ocho meses y contando. Está creciendo día a día, una pequeña evolución a la velocidad de la luz: siempre cambiando, siempre en movimiento.

¿Cómo está mi campeón hoy?, dije mientras me acostaba a su lado.

Él me sonrió con esa sonrisa que pone mi corazón de cabeza: sin dientes, rosada, puro amor. Froté mi rostro en su vientre y aspiré el olor a talco y crema para bebés.

Puse el gorro en su pequeña cabeza y lo levanté para mostrárselo a Merry. Dos trenzas rubias vikingas colgaban del sombrero; Conor tomó una y la metió en su boca.

Genial, Merry se echó a reír, ahora está listo para liderar una invasión.

Ella es tan feliz aquí. Ligera y feliz, liberada. Me encanta verla así. Es todo lo que siempre he querido para ella, para nosotros.

Le entregué el bebé para ir a lavarme antes de la cena. Ella lo acunó, y me detuve un minuto para encuadrar la escena. Hermosa, dije otra vez.

Nos sentamos juntos alrededor de la vieja mesa de roble de Ida, Con en la silla alta que construí para él, y uno frente al otro, Merry y yo. Ella se había soltado el cabello y lo había peinado de lado, como más me gusta; vestía una blusa azul que hacía que sus ojos grises parecieran casi translúcidos, como si fueran portales a algún otro mundo, o como si estuvieran completamente vacíos.

Escancié el vino, Merry sirvió la comida y limpió el borde de los platos ahí donde se había derramado la salsa. Encendió las velas a pesar de que todavía quedaban varias horas de luz y colocó las flores en el extremo más alejado de la mesa. Por Suecia, brindé.

Merry levantó su copa y luego entrechocamos nuestras copas.

Delicioso, dije mientras comía un bocado. Recuerdo que cuando nos conocimos, me reí, apenas podías tostar una rebanada de pan.

A veces resulta difícil recordar a esa Merry. Todo ha cambiado mucho desde entonces.

En otra vida, dijo Merry.

Sí, convine. Y ésta va mucho mejor contigo.

Estaba radiante, la luz de la tarde entraba desde el exterior y delineaba el contorno de su rostro con un suave brillo dorado.

Estaba tratando de alimentar a Conor, pero él seguía apartando la cabeza.

¿Qué tienes para él? Brócoli, zanahoria y pollo, dijo. Vaya tipo con suerte, sonreí. Déjame intentarlo. Tomé la cuchara de plástico azul que tenía ella. Ruuuun, ruuuuun, abrió la boca de par en par y había terminado en poco tiempo. ¿Ves?, le guiñé un ojo. Él sólo quiere que te esfuerces un poco más.

Más tarde, cuando Con ya estaba dormido en su cuna, Merry y yo nos tumbamos en el césped y terminamos la botella de vino. La atraje hacia mí y la besé profundamente.

Las estrellas cubrían el cielo de luz. La lavanda en el jardín hacía flotar su aroma en el aire, un tanto penetrante. Podía distinguir los ojos de Merry mirándome y, dentro de ellos, los bordes de mi reflejo. Levanté su blusa y la atraje completa para que quedara debajo de mí.

Sam, protestó. Shhh, dije, estamos en medio de la nada. Se relajó bajo mi cuerpo y se estremeció ligeramente cuando entré en ella. Además, le recordé, se supone que estamos tratando de tener otro bebé.

Sí. Esto es vida. Así es exactamente como debe ser.

Merry

Mi proyecto de hoy fue hacer mermelada y comida para bebé. Hay un excedente de productos del jardín y en el refrigerador casi no hay frascos pequeños que preparo con alimento para el bebé. Sam y yo acordamos que él debe comer tanta comida orgánica y casera como sea posible, así que nosotros mismos cultivamos la mayoría de las verduras, y yo las cocino y las convierto en puré para envasarlo y almacenarlo. No es mucho más trabajo, en realidad. Supongo que nada lo es cuando se trata de tus hijos.

Cuando llegamos, el año pasado, todo se encontraba en un estado agreste, cubierto de maleza, tras quince años de abandono: un jardín de malas hierbas y árboles podridos. Derribamos los abetos dañados, arrancamos los arbustos con raíces enmarañadas y el césped invadido de todo tipo de maleza. Compramos libros de horticultura y plantamos hilera tras hilera de plántulas en sus almácigas. Sam construyó mini invernaderos de ladrillo a la medida para las hortalizas, a fin de protegerlas contra las heladas del invierno. Hubo plagas de caracoles y hongos, plántulas que se negaron a germinar, productos mal plantados que intentamos infructuosamente hacer crecer en las estaciones equivocadas. Sin embargo, poco a poco aprendimos de los ritmos de plantación y recolección, del tiempo que lleva cultivar una col, de la alcalinidad óptima del suelo. Ahora somos bastante expertos, o yo lo soy, por lo menos. Lo mismo que la cocina, la huerta es mi dominio.

***

No hay escasez de cosecha en estos días. Cada mañana, salgo a sembrar más semillas, quitar las malas hierbas, cultivar las verduras. El aroma de la tierra se asienta con pesadez en el aire: es el olor de algo saludable, bueno. De regreso a lo básico, dice Sam. A él le gusta pretender que es capaz de notar la diferencia, que él tomará un bocado de ensalada y distinguirá si fue sembrada en casa o comprada en el mercado. Por lo general, miento cuando adivina mal: odio que se sienta como tonto.

Para la comida del bebé, hiervo las verduras en ollas sobre la estufa: una para las zanahorias, una para el brócoli, una para las calabacitas. Escribo etiquetas para los frascos, como si el bebé pudiera leerlos y elegir su propia cena. A Sam le gusta abrir el refrigerador y verlos alineados en una sola fila, un pequeño ejército de soldados de alimentos listos para ser servidos.

¿Quién ha pasado el día como una pequeña mujercita atareada?, dirá él. Oh, ésa debo ser yo, responderé con un guiño. Coqueta y adorable.

Estoy segura de que soy una pequeña mujercita atareada. Es para lo que nací, según Sam. Él no se cansa nunca de verme así: toda una esposa, hogareña y maternal. Tal vez él tiene razón, y yo fui hecha para esto. Definitivamente, parece que me destaco, que tengo un talento natural, podríamos decir, si no supieras cuánto tengo que esforzarme para llevarlo a cabo.

Pero no importa, vale la pena, ¿no es así? ¿Qué más podría esperar? ¿Qué más podría necesitar? El amor de un marido, el regalo de un hijo. Es suficiente… lo es todo.

A veces, esta nueva vida me hace sentir como si fuera una pintoresca esposa de colonos del siglo XVIII. Cultivar cosas, hacer pan, ir al mercado semanal de agricultores locales para elegir mi caja de verduras: calabacitas, col rizada, apio, todo aquello que no puedo plantar en mi propio jardín. Sam se maravilla con lo que se puede conseguir: la frescura del salmón noruego silvestre, el sabor de la verdadera mantequilla de granja o los huevos extraídos directamente de debajo de una gallina.

¿Cómo fue que sobrevivimos en Estados Unidos?, dice él. Eso mismo me pregunto, respondo. Hacemos esto con frecuencia, comparamos la vida antes y después, nuevo y viejo mundo, y Suecia siempre gana. Muy pocas veces una discusión se vuelve imperante: Suecia es el regalo de Sam para mí, para nosotros. Es la respuesta a todo, ha sido la cura para lo que nos afligía antes. Él dice que es el paraíso, y espera que le dé la razón. Siempre lo hago. ¿Cómo podría no hacerlo?

Además de la mermelada y la comida para bebés, era el día del baño y la cocina, así que después de terminar con la comida, preparé mi pasta limpiadora casera con vinagre y bicarbonato de sodio, receta cortesía de un blog que Sam encontró para mí y que está lleno de consejos para el hogar: cómo hacer velas perfumadas o la mejor manera de eliminar el moho rebelde de las paredes, por ejemplo. Él me suscribió al boletín informativo, de manera que nunca me pierda un solo consejo.

Él es así de bueno, proactivo. Admiro esa cualidad en una persona, la capacidad de decidir y hacer, de poner los planes en marcha. Nunca ha sido algo en lo que yo sea particularmente buena. A menudo me pregunto cómo sería mi vida si lo fuera.

De rodillas en el baño, empecé con la bañera. Restregué y pulí los grifos hasta que pude ver mi propio reflejo, distorsionado e invertido, y arranqué toda nuestra semana de cabellos acumulados del desagüe en una sola bola cenagosa. El inodoro fue lo siguiente, un trabajo meticuloso con mi cabeza casi dentro de la taza. ¿Qué diría mi madre si pudiera verme ahora? Me miré en el espejo. Desaliñada, eso es lo que diría mi madre. O, más probablemente, horrible. Desaseada, sin maquillaje, con la piel cubierta de grasa. Un delgado hilo de sudor bajaba por mi camiseta. Olí debajo de mis axilas.

Entonces sonreí al espejo, una sonrisa resplandeciente, enorme. Abrí mis brazos en un gesto de graciosa bienvenida.

Bienvenida a nuestra casa, dije en voz alta. Bienvenida a nuestras vidas. La mujer en el espejo se veía feliz. Convincente.

Esta mañana, temprano, Frank llamó por teléfono y despertó al bebé. Voy a Suecia, dijo ella. ¿Qué? ¡Voy a visitarlos! Se lo he dicho una y otra vez durante el año que hemos estado aquí, al final de cada correo electrónico y cada llamada telefónica. Tienes que venir a visitarnos, es maravilloso; nos encantaría tenerte aquí. Y ahora viene. Estará aquí en unas cuantas semanas. Tu mejor amiga, dijo Sam cuando se lo dije. Ésas son buenas noticias. Sí, ¿verdad?, dije sonriendo.

Le había enviado un correo electrónico hacía unos días. Otra misiva sobre mi maravillosa vida sueca, con fotografías como prueba. Algo horneado en casa, un niño sonriente, un marido sin camisa. Ella respondió casi de inmediato informándome de su nuevo ascenso y su deslumbrante penthouse nuevo en Battersea. Adjuntó una foto de ella durante unas vacaciones recientes en las Maldivas: Frank en un bikini con estampado de piñas, bañada por el sol y el grasoso bronceador, con el océano Índico al fondo y un coctel de coco en la mano.

Me pregunto qué hará ella con todo esto, con la imagen de mi vida, cuando la vea en persona.

Limpié el espejo y abrí las ventanas para ventilar la habitación de la pestilencia del vinagre. En la cocina, moví el lavaplatos y limpié la suciedad que se había acumulado contra la pared, restregué el horno para eliminar cualquier señal de grasa y cochambre, y me subí a un banco para limpiar la parte superior del refrigerador. A veces me gusta escribir mensajes en el polvo. AUXILIO, escribí esta mañana, sin ninguna razón particular.

El bebé despertó y comenzó a llorar justo cuando estaba a medio camino de envasar lo último del excedente de verduras en salmuera. Preparar encurtidos es otra de mis nuevas habilidades y es muy gratificante. Entré en la habitación del bebé y lo miré en su cuna.

Ahí estaba él, furioso, con la cara roja de rabia reclamando el abandono. Escupía espuma mientras lloraba. Me vio y frunció el ceño, extendió los brazos y se balanceó sobre sus caderas para intentar impulsarse hacia arriba, hacia fuera.

Lo miré. Con todo mi corazón, traté de convocarlo. Por favor, pensé, por favor. Instinto, así le llaman, pero para mí es algo muy lejano. Enterrado en algún lugar profundo dentro de demasiadas capas, o perdido por completo.

Por favor, exhorté de nuevo, insté, imploré. Pero en mi interior, como siempre, sólo estaba el vacío. Frío y hueco, el gran vacío interior.

No podía hacer nada más que pararme y mirar. El llanto del bebé se hizo más urgente, su rostro se retorció con la ardiente y despiadada necesidad, casi morado. Y yo estaba ahí parada, impotente, enraizada en el lugar. Volví la cabeza para que dejara de apelar a mis ojos, de implorarme que aliviara su ira, incapaz de comprender que yo no era capaz de hacerlo.

Miré alrededor de su habitación, llena de libros y juguetes de peluche. Un mapa del mundo en la pared, junto con ilustraciones en relieve de los mamíferos del Ártico: oso polar, alce, zorro, lobo. Las hice yo misma durante el último mes de embarazo, equilibrando una caja de pintura sobre el montículo de mi vientre. El mundo entero, sólo para él. Y aún no es suficiente. Yo no soy suficiente. Y él es demasiado.

En medio del ruido, traté de encontrar mi aliento, sentir el latido de mi corazón. Hoy palpitaba con fuerza, ruidoso por el descontento consigo mismo: un puño furioso en una jaula. Me acerqué a la cuna y miré al niño histérico. Mi niño. Sacudí la cabeza. Lo siento, dije finalmente. Mamá no está de humor. Salí de la habitación y cerré la puerta detrás de mí.

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