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Julieta Cardona

11/04/2015 - 12:05 am

La Bruja de Bonanza

Plagiando la adaptación de Dickens al filme de Grandes esperanzas, debo decir que contaré esto como lo recuerdo y no precisamente como fue. La Bruja de Bonanza era conocida por sus amarres. Yo la vi solo dos veces; la primera porque me llevaron y la segunda porque me llevaron. Dalia me llevó. Dalia era una […]

Imagen tomada de Internet.
Imagen tomada de Internet.

Plagiando la adaptación de Dickens al filme de Grandes esperanzas, debo decir que contaré esto como lo recuerdo y no precisamente como fue.

La Bruja de Bonanza era conocida por sus amarres. Yo la vi solo dos veces; la primera porque me llevaron y la segunda porque me llevaron. Dalia me llevó. Dalia era una obsesa irreparable de la falsa certidumbre, una mujer que trazaba su camino según los dictámenes de la Bruja de Bonanza. Pero ella no tenía la culpa, no. La tiene la vida que es justa con muy pocos.

amarre.

m. Dícese de la obcecación cuasiincomprensible que un ente causa en el otro por medio de los medios de un tercero.

Recuerdo que la primera vez que fui al lugar de Bla, la Bruja de Bonanza (yo le puse el nombre de Bla porque eso me dijo su cara), había cortinas en lugar de puertas, era como si todo se tratara de atravesar planos de la manera más sencilla; en una de las paredes colgaba un tercer ojo y, pegaditas, había un par de repisas: en una descansaba una Biblia cristiana, en la otra una fila de velas y una representación de la Santa Muerte. Bla llegó en una silla de ruedas asistida por una muchacha; tenía una sola pierna; vestía pantalones cortos, un montón de collares, pulseras y anillos y en su rostro se apreciaba un semblante tranquilo, pero no por eso confiable; daba la impresión de tener unos setenta años encima y cientos en sus adentros. Acomodó sus cartas e interrumpiendo mi especie de sueño lúcido, inició la sesión.

Siéntate, ¿a qué vienes?, me preguntó. Pues a que me leas las cartas, le dije y, después de tacharme de escéptica, me pidió la mano: a ver, dame tu mano; no no, esa no, la otra porque esta es la del pasado; bien, tendrás una vida normal, ni muy larga ni muy corta, tendrás un hijo varón a los 19 años. Sin permitirme asentir –ni nada–, me preguntó que si estaba triste y le dije la verdad del momento, que sí. Por aquellos tiempos yo salía con una mujer –muy cabrona, por cierto– y Bla me dijo un par de sentencias: no te quedarás con ella y no entrarás al Reino de Dios porque en la Biblia dice que los homosexuales no tienen pasaporte al cielo.

Solo eso me faltaba, ja, una bruja catolicona o vetúasaberqué. Pensé que las brujas, más que cualquiera, toman ventaja de sus prejuicios y les sale bien porque te cobran por decirte nada más que lo que piensan de ti: eres joven, lesbiana, tienes el corazón roto, Cristo no te ama y por tales razones, todos mis argumentos tienen validez.

Dos años más tarde, casi a punto de cumplir los 19, regresé con Dalia al lugar de Bla porque Dalia estaba, más que siempre, obsesionada con Fernando. Pero esa vez fue impactante: Bla llegó en la misma silla de ruedas, pero asistida por dos muchachas; se le veía más incompleta: tenía una mano mutilada, le faltaban tres dedos, pero seguía usando los mismos anillos, los mismos collares, las mismas pulseras; un ojo se le había apagado, lo tenía cerrado por completo y el otro, como las personas hipertiroideas, lo tenía inflado. Sentí miedo porque sentí mutilados sus adentros.

Me acuerdo de ti, me dijo. Pues falta muy poco para que yo cumpla los 19 y tenga un hijo, no he abortado nada y no le creo, le dije y, después de mirarme no más de dos segundos, se volteó para con Dalia que le dijo, a modo de suplicio: necesito un amarre. Es que yo ya no le hago a eso, prometí que lo dejaría porque mira cómo estoy, le dijo Bla. Dalia, desesperada, le explicó, como pocas personas pueden explicar sus obsesiones, su necesidad por Fernando; entonces, Bla cedió y concertaron una cita a la que ya no fui. Hoy Dalia tiene un hijo de Fernando; se pelean, regresan, se van, regresan, vuelven a irse y vuelven a regresar.

Aquí termina la historia de la Bruja de Bonanza que asumió sacrificios propios por un puñado de monedas o qué sé yo, por el poder de manipular las certezas de alguna pobre con quien la vida había hecho de las suyas.

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