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Antonio Calera

11/02/2017 - 12:03 am

Entremeses culinarios: los meseros

Los meseros son la cara visible de un cuerpo invisible, y por ello más que meros servidores de platillos. Si se hallan a gusto, son felices, sonríen, tal rostro se verá así: feliz. Nadie regresa a un lugar apesadumbrado y mucho grosero. Y menos a pagar por ello.

La palabra “mesero” no viene de “mesas”: viene de “eros”. Foto: Cuartoscuro.
  • Los meseros son la cara visible de un cuerpo invisible, y por ello más que meros servidores de platillos. Si se hallan a gusto, son felices, sonríen, tal rostro se verá así: feliz. Nadie regresa a un lugar apesadumbrado y mucho grosero. Y menos a pagar por ello.
  • Así como sucede con los baños de un restaurante (que es más fácil permanezcan limpios si lo están), es más fácil que los clientes la lleven bien durante su estancia si son bien tratados desde el principio. En el saber recibir esta el saber dar. Es entonces, en verdad, cuando los peces se multiplicarán.
  • Un mesero que parezca sucio equivale a esa cáscara de frijol u hojita de perejil en la dentadura de cualquier establecimiento. A ese mesero deberíamos llamarle así: “El frijol” o “El perejil”.
  • Un mesero distante y apocado, lo mismo que uno sobrado o altanero, es para el comensal un pedazo de carne atorado entre los dientes. A ese mesero no deberíamos llamarle de ninguna manera: simplemente no debería de estar ahí.
  • De manera que el acto de recepción a un establecimiento (a veces inflada por una recepcionista sonriente en falda, o malograda por un anfitrión adusto en traje), toma la importancia de ser al mismo tiempo una tarjeta de presentación que un acta de defunción.
  • Un mesero no puede sacar a flote un restaurante hundido, pero bien puede llevar la imagen de un establecimiento hasta el fondo del lecho marino. Y los
  • El cliente no siempre tiene la razón, la razón es propiedad de quien haya hecho por ella. El cliente no siempre tiene la razón, pero hay que hacer como si la tuviera.
  • Así como el cliente tiene el derecho (y hasta la obligación) de no regresar a un restaurante que lo haya defraudado, los meseros deben trabajar, estoicos, sobre la suposición de que siempre vendrán clientes mejores.
  • Un mesero ofendido por un cliente tiene el derecho de quejarse. Y al revés también. Faltaba más: se están jugando los sentidos. Citar a los golpes a un mesero o comensal, es un plato que se comen entre dos. Siempre y cuando se dé a las afueras del establecimiento y de común acuerdo, tal posibilidad es algo que no debiera ser ni alimentado ni prohibido por nadie.
  • Los peores clientes son los que, como en antaño en ese mundo tan ido del charoleo, nos presentan con bombo y platillo su petulancia antes de sentarse a la mesa: “soy hijo de tal”, “amigo de tal”, “trabajo como director en tal”. El antídoto para zafarse de tal runfla de “sin nombres” es una actitud de mesero inglés. Asentir con la cabeza en silencio o algún monosilábico y continuar trabajando.
  • Es triste el espectáculo del mesero al que se le ve salir de la cocina masticando: da la mala impresión que la cocina es suya y no del cliente, quien tiene derecho a sentirse especial. Mesero que come: jode.
  • Sobre falibilidad. Siempre y cuando se deba a un accidente, ese detalle que hace sobresaltarnos porque no se tenía contemplado, cualquier error de un mesero es comprensible y por ello tolerable. Como un mero error de nuestra especie: justo como el bocado que se cae del tenedor, como una gota que salpica las camisas.
  • De la boca de un mesero competente no puede salir un solo comentario (ya no digamos un juicio, lo que conllevaría a su despido), sobre las señas de identidad o modales de algún comensal. Eso se da en la chismorrera de la vecindad.
  • En un sistema en donde los clientes son las estrellas del sistema, los meseros no deben verse como cometas o asteroides desperdigados y ruidosos sino satélites silenciosos. Es en ese danzar coordinado y apenas perceptible, en que surge la música más alta: el ritual de una buena comida, la poesía.
  • Entre el mesero salamero y el mamerto, los clientes decidirán por el educado.
  • El mesero debe ser acomedido pero medido.
  • Festina lente. El ritmo de un mesero es calmo, cansino. No se trata de llevar las charolas a prisa en una pista de obstáculos. Más que un “lento pero seguro llego” es un “lento que llevo prisa”. Despacio que voy rápido. Un mesero al que se le ve correr da la impresión que algo en la cocina se está quemando.
  • Ni tanto que queme al santo (estar todo el tiempo ofertando), ni tanto que no lo alumbre (que la casa pierda), existe un punto de equilibrio: conseguirlo (y sobre todo con clase y estilo), es responsabilidad única del propietario.
  • En un restaurante que se digne de serlo, los gerentes ven a sus capitanes, los capitanes a sus meseros, los meseros a sus garroteros. Los clientes se ven entre ellos. Es el propietario quien debe ver a todos al mismo tiempo.
  • De imaginar fríamente a un restaurante (como una empresa que “vive” de vender platillos y tragos), podemos suponer dos de sus más grandes responsabilidades: que los propietarios saben hacer platillos y tragos y, por el otro lado, que saben venderlos, y en donde este saber “venderlos” en realidad significa que se ha sabido inculcar en los meseros la manera más hermosa digna y alegre de hacerlo, es decir: como no queriéndolo.
  • Propinas según un mesero: 100% preparación, 100% de tolerancia, 100 por ciento de sudor. Propinas según el propietario: 100% de calidad de materias primas, 100% en calidad de chefs y bar tenders, 100% en belleza del lugar y su ambiente. ¿Propinas en verdad?: una mezcla de las dos y casi siempre parecerán escazas.
  • Los buenos meseros, habrá que elegir cuáles entre todos ellos, deberán saber recomendar. Para ello deberán saber todos los ingredientes, saber de todos los procesos que dan nacimiento a los platillos de un menú. Y más importante aún: deberán saber comer.
  • El delantal quizá sea el único uniforme de guerra que brilla más inmaculado.
  • Meseros sin dijes, sin pulseras, sin relojes: ligeros de peso por fuera, son gitanos por dentro.
  • Vale un ciento el mesero que se emborrache de vez en vez con el dueño. Y viceversa.
  • Un mesero sin zapatos lustrados es tan mal visto como subir los codos a la mesa. O peor: poner los mismos en ella.
  • Los meseros no han de quedarse platicando con el cliente, salvo que esta charla sea una petición tácita de éste. La demasiada confianza resta y más vale que su relación no se sobre tueste.
  • El artista se prepara. De la cocina al salón, un mesero se arriesga a un periplo para el que va preparado: rastrillo de mesa, encendedor, trapo, cortapuros, sacacorchos, mondadientes si es necesario. Lo suyo es una mezcla entre antropólogo participante, mayordomo, malabarista o domador, tío lejano, abogado del diablo, niño explorador.
  • La buena memoria no es una virtud que se busque en un mesero. Los meseros deben de contar con papel y lápiz para apuntar todo el tiempo. No es que se vaya a la guerra sin fusil, como dirían antiguamente las maestras de escuela, sino como ir a ella con una diana pintada en el cuerpo: una tragedia.
  • Deben ser los meseros antiguos, los de garbo, de rancio abolengo, los mejores en todo terreno. En ellos descansa el mayor de los respetos tanto de comensales como de los miembros más nuevos. Si el mesero viejo suele ser demasiado seco, convendría entonces dejarlo en las mazmorras, sin miramientos.
  • Rubricar una comida con un sobrecito de mentas es un gesto accesorio y por ello inofensivo. Terminar una comida con mentadas es justo lo contrario.
  • La palabra “mesero” no viene de “mesas”: viene de “eros”
  • “Bienvenidos a esta casa, que sea feliz es nuestro propósito. ¿Viene usted con tal deseo?”. Eso es lo que deberían y deben hacer sentir los hombres dedicados a servir los avituallamientos.

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