HAMBRE, EL GRAN FANTASMA PARA LOS DESPLAZADOS

11/02/2013 - 12:00 am

La violencia los obligó a dejar sus casas y migrar dentro de México. Son los desplazados, que integran un fenómeno no reconocido por el Estado. Los basureros y cinturones de miseria fueron su destino más seguro

Fotos:Silber Meza.

Por la calle principal se ve un hombre de semblante fúnebre montado a caballo; un menor desenfrenado en motocicleta y un par de habitantes serranos, apurados por dejar sus sombras a la zaga.

Los portones de las casas antiguas de La Noria, Mazatlán, portan un candado macizo. Un par de niños juega en medio de la calle principal sin temor a ser atropellados. El único vehículo que se atreve a rodar por el lugar es de color verde olivo y pertenece a un grupo de militares que hacen presencia en la zona.

Este lugar -que apenas dos años atrás soñaba con ser pueblo mágico- ha perdido 700 de sus mil 300 habitantes, según cuentan los últimos pobladores. De acuerdo con el gobierno de Mazatlán, sólo se han ido 70 personas de 926.

La ferretería, la talabartería y el abarrote siguen abiertos, tal vez a la espera de que el ferretero necesite una silla de montar; al talabartero, un refresco y la abarrotera unas pinzas.

En ese pueblo, un mal día de 2011, Enedina limpiaba la sala de su casa cuando un estruendo la sacudió, junto a ese vino otro y otro más. Y así fue durante 30 minutos.

-¡Todos al suelo! –gritó Martín, padre de Enedina – ¡El que asome la cabeza lo matan! –soltó.

Al día siguiente, cuando clareó, Enedina salió de su casa para constatar que la vivienda de al lado había sido destrozada a balazos. Cuando se asomó al interior de la casa observó una granada que no explotó y que yacía sobre el suelo. Sus vecinos habían sido masacrados mientras dormían.

Así fue el principio de la violencia en La Noria. Más tarde, vinieron las casas quemadas y el toque de queda impuesto por los maleantes.

Otro mal día, pero del mismo año, Enedina escuchó un golpe en la puerta de su casa, abrió con timidez, y encontró un papel que decía más o menos así: “No queremos a nadie en la calle después de las seis de la tarde”.

Luego vino el asesinato de su marido y con ello el momento de huir. Cerraron con candado su casa construida a base de ladrillo y teja, y así, sin nada más que sus ropas, se desplazaron a un terreno baldío en Mazatlán, llamado “la invasión San Antonio”.

“A mi esposo lo ma… falleció. Me quedé con cuatro meses de embarazo”, dice Enedina con dicción tropezada.

Junto con su padre, su madre y dos hermanos menores, esta mujer de cara ovalada y mirada apagada que le hacen aparentar más de sus 32, ayudó a construir un tejabán para protegerse de los animales, el sol, los cholos y el sereno.

Tenía entonces un embarazo, un niño de brazos y un duelo por cargar. Su padre se declaró no apto para el trabajo en ciudad, su madre comenzó a hacer pan para venderlo en las casas y sus hermanos regresaron a la escuela. Ella se lanzó a preguntar a las zonas ricas de Mazatlán si necesitaban una persona que limpiara sus viviendas. Hoy trabaja en tres direcciones: gana 160 pesos por día y gasta 28 pesos en camiones.

El mayor beneficio que esta familia ha tenido del gobierno estatal es una lona vieja desprendida de un espectacular del gobernador de Sinaloa, Mario López Valdez, que recogieron de la calle, y utilizan para bloquear el sol y la lluvia cuando friegan la ropa en el lavadero.

Según cuenta Enedina, en “la invasión” hay muchos desplazados por la violencia, todos se conocen, se saludan a la distancia, pero sólo algunos conversan. Dice que no hay mucho de qué platicar cuando se tiene un solo tema en común que intentan dejar en el olvido.

DESPLAZAMIENTO FORZADO

A la fecha no se conoce con exactitud el número de desplazados por la violencia en México, sólo hay aproximaciones.

El Centro de Monitoreo para el Desplazamiento Interno (Idmc por sus siglas en inglés) registra 160 mil en su último estudio correspondiente a 2011; el Centro de Investigación y Estudios Sobre Antropología Social (Ciesas) estima que entre 2005 y 2010 se movilizaron de manera forzada 330 mil personas en Baja California, Nuevo León, Chihuahua y Tamaulipas.

El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad habla de 250 mil desplazados. El gobierno de Sinaloa reconoce casi cinco mil desplazados por la violencia de la Sierra Madre Occidental; Durango da cuenta de otros cinco mil, muchos de ellos indígenas y, Michoacán, según datos periodísticos, dos mil 500 tan sólo en 2011.

No existe un dato oficial único porque los desplazados no fueron reconocidos por el ex Presidente Felipe Calderón. Hasta la fecha, Peña Nieto tampoco lo ha hecho.

PEDRO, EL AFORTUNADO

Desde acá las estrellas se aprecian mejor, destellan.

En el extremo norte de la ciudad, la temperatura baja dos o tres grados y el viento, al menos así se siente desde esta loma de desperdicios del relleno sanitario, golpea como si atacara a un barco en altamar.

Cinco luces revolotean a lo lejos. Una de ellas toma distancia del resto y se acerca. La luz proviene de un foco minero de neón que porta Pedro sobre su cabeza. Lo usa para esculcar entre los desechos de basura de este Culiacán en crecimiento.

Tiene 33 años y sólo ocho meses de pepenador. La mayoría inicia de niño o adolescente. No terminó la Primaria, tiene esposa y cuatro hijos. Vive de trampa en una casa abandonada en las afueras de la ciudad, sin contrato de agua ni de luz.

Y a pesar de esto, Pedro se siente afortunado, y tal vez lo sea. La otra opción era su muerte y la de toda su familia.

Apenas un mes antes de que Pedro llegara al basurón –como se le conoce en esta ciudad al relleno sanitario- vivía en una casa fresca con pórtico en un rancho serrano del municipio de Badiraguato llamado Los Cortijo de Guatenipa. Sembraba maíz y, de vez en cuando, mariguana. Tenía vacas y becerros.

La siembra de enervantes en la Sierra Madre Occidental es una actividad común y, en la mayoría de los casos, la única manera de obtener dinero.

Así pasaban los días hasta que una tarde sombría un convoy de seis camionetas -con 40 o 50 gavilleros- desprendido del cártel de los Beltrán Leyva se apersonó en el lugar con armas de alto poder y encaró a Pedro y al resto de los pobladores.

-Desde ahora nosotros somos los dueños de todo –les dijo uno de ellos-, los hombres, niños y la mujeres, todos, van a trabajar para nosotros sembrando mota. El que no quiera que diga y en este momento se lo lleva la chingada.

-Por nosotros no hay bronca, no nos queda de otra –respondió Pedro con la mirada vaga.

Tras la advertencia, los hombres se fueron pero dejaron el miedo en los poros de los habitantes. La cosa era sencilla: si no trabajan para ellos los mataban, pero si lo hacían los matarían los del Cártel de Sinaloa.

Esperaron a que la noche se asomara y así, sin maleta ni vehículos, huyeron por entre el monte con el sigilo de un venado. Los nuevos dueños del lugar habían matado a unos parientes de Pedro: la advertencia era seria.

Unos días después del escape de Pedro sucedió lo impensable: el síndico de nombre Juan Francisco García regresó a Los Cortijo de Guatenipa para encabezar el desplazamiento de los últimos vecinos que quedaban. Subió acompañado del Ejército. Caía la tarde y el síndico de 39 años entró a una vivienda a saludar a unos parientes. Pasaron 30 minutos y el Ejército entró a buscarlo pero lo hallaron muerto, degollado. Lo habían matado en las narices de los soldados.

Ahora, al paso del tiempo y desde el oscuro y oliente basurón, Pedro lo recuerda con relativa tranquilidad. Sabe que está lejos de los gavilleros pero aún se siente vulnerable. Él y el otro centenar de desplazados que trabajan en la basura han solicitado sin éxito apoyo policiaco por temor a que un grupo delictivo vaya a buscarlos.

El turno nocturno no existía, se abrió en mayo con la llegada de 400 desplazados por la violencia que venían de la sierra sinaloense y que solicitaban empleo. El gobierno estatal primero negó su existencia, después les prometió una limpia de delincuentes de la sierra que nunca llegó y, al final, los ignoró. El Gobierno municipal les dio unas despensas y mil 800 pesos como parte de un programa de empleo temporal.

Los trabajadores de la basura sólo pudieron emplear a menos de la mitad, el resto tuvo que buscar trabajo en otro lado y por su cuenta. Los desplazados que trabajan en el basurón dicen que algunos cargan sacos de cemento y otros trabajan de peones de albañil. De la mayoría no se sabe nada.

A como avanza la noche, Pedro habla menos y arrecia el trabajo: mueve un bote de pintura, luego una bolsa de comida perdida. Aún no saca los 80, 100 pesos diarios que necesita para mantener a la familia. Si algo ha aprendido en la ciudad es que el día que no labora no come. A diferencia de la sierra, aquí no tiene casa propia ni milpa ni animales ni vecinos que lo ayuden ni monte para ver ni para andar.

Del gobierno no espera nada. Pedro es de esas personas que le perdieron la fe a la autoridad.

-No queremos que nos den dinero, nomás que nos quiten a la gente que está allá en el rancho. Es todo. Si el gobierno hubiera querido ya lo hubiera hecho –menciona y sigue trabajando. Según su reloj laboral aún le resta una hora de esfuerzo a la noche, tres horas más a la madrugada y 10 camiones de basura por esculcar.

EL ESTADO, EL GRAN IRRESPONSABLE

De acuerdo con el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno (IDMC, por sus siglas en inglés), los estados donde se refleja el problema del desplazamiento con mayor fuerza son Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León, Durango, Sinaloa, Guerrero y Michoacán.

A pesar de que el narcotráfico es la principal razón de desplazamiento en México, el problema tiene distintas causas: la movilización por la construcción de presas, la salida de personas por la sequía o las lluvias en exceso.

En Chiapas aún persisten miles de desplazados por la insurrección zapatista; en Oaxaca hay un fuerte grupo de indígenas triquis desplazados por paramilitares y, al igual que en Guerrero, se registran desplazamientos por intolerancia religiosa.

Después de años de ignorarlos, los gobiernos de Oaxaca y Chiapas han reconocido algunos desplazados; sin embargo, no les han solucionado sus problemas de abandono forzado.

Para Sebastián Albuja, director del Departamento de África y América en el Observatorio del Desplazamiento Interno Noruego, el gobierno de Felipe Calderón no visibilizó a los desplazados del narco porque representaba aceptar errores en su estrategia contra la delincuencia organizada.

“Es obligación del Estado visibilizar el tema y dar una respuesta de protección para las personas que lo necesiten. Ese debe ser la atención del debate. Se debe ver el foco de la violencia y la vulnerabilidad de las personas”, dice Sebastián desde su oficina en Ginebra, Suiza, por medio de una videollamada.

Explica que, a diferencia del desplazamiento forzado y masivo que sucede en las guerras, el desplazamiento mexicano actual es silencioso: pequeños grupos de familias abandonan sus hogares para refugiarse en ciudades cercanas a sus comunidades.

Los desplazados internos -como sucedió con los colombianos -, a diferencia de los refugiados, son ignorados por el gobierno a pesar de que la ONU obliga a las naciones a protegerlos a través de los principios rectores del desplazamiento interno.

“Lo que ocurre es que a nivel global los refugiados son mucho más visibles, la gente los conoce más porque cruzan una frontera, mientras que los desplazados por estar dentro del país, son invisibles”, menciona del otro lado de su computadora.

EL JALÓN DE JOSEFINA

El Potrero de Carrasco es un pequeño pueblo de Mazatlán habitado por un puñado de personas.

Hace poco más de un año Josefina caminaba a paso lento rumbo a su casa cuando un par de camionetas oscuras bajaron hombres armados, traían pecheras y capuchas. Los sicarios se abalanzaron sobre un joven, lo tomaron de sus extremidades, prepararon las armas y vaciaron sobre él un par de cargadores de cuernos de chivo.

-Lo mataron como a un animal –recuerda la señora treintañera desde su casa improvisada en la invasión San Antonio, de Mazatlán.

Él sólo era un adolescente ajeno a los conflictos de la droga, pero su muerte fue un mensaje para sus padres. El hecho desató la ira de esa familia e iniciaron una batalla sin cuartel: donde si se veían, se mataban. Eran dos grupos antagónicos del crimen organizado. Se peleaban el territorio.

-Yo no aguanté. Agarré a mi hijo y salimos de ahí pá no volver. Es muy feo eso, vive uno con el miedo de que te van a matar en cualquier momento.

Josefina se dedicaba a vender pan en el pueblo pero su hijo ya tenía 17 años y sabía que no pasaría mucho tiempo en ser reclutado por uno de los dos bandos.

-Antes de que me lo agarraran les gané el jalón. Y aquí estoy –relata desde un remedo de casa construido con maderos, láminas y lonas de plástico.

Josefina, como lo hizo Enedina, encontró trabajo como limpiadora de viviendas.

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