Todo cuanto amé: la novela emblemática de la escritora Siri Hustvedt

10/11/2018 - 12:04 am

La novela emblemática de Siri Hustvedt, su hito literario. Una brillante historia que combina la intimidad de una saga familiar con el suspense de un thriller y que nos habla del arte, el amor, la pérdida y la traición.

Ciudad de México, 10 de noviembre (SinEmbargo).- El aprecio por un cuadro de Bill Wechsler lleva al historiador de arte Leo Hertzberg a querer conocer a su autor. Una profunda amistad, basada por igual en afinidades y contrastes, los unirá desde entonces e incluirá asimismo a sus familias. A lo largo de los años, tres mujeres orbitan en su universo: Erica, la hermosa profesora casada con Leo y las dos esposas del pintor, Lucille y Violet, pero cuando una muerte trágica sacude inesperadamente el mundo de estos personajes, entre ellos surge un nuevo orden bajo el que late un oscuro engaño que acabará por erigirse en una amenaza de imprevisibles consecuencias. Esa es la sinopsis de Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt.

Los críticos dicen que es la novela consagratoria de la importante autora. Foto: Especial

Fragmento del libro Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt (Seix Barral), © 2018. Traducción: Gian Castelli Gair. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Ayer encontré las cartas de Violet a Bill. Su dueño las tenía escondidas entre las páginas de uno de sus libros y al abrirlo cayeron al suelo. Hacía años que sabía de su existencia, pero ni él ni ella me habían hablado nunca de su contenido. Lo que sí me dijeron es que a los pocos minutos de leer la quinta y última carta, Bill cambió de opinión con respecto a su matrimonio con Lucille, salió del edificio de Greene Street y se dirigió directamente al apartamento de Violet, en el East Village. Yo, mientras las sostenía en la mano, percibí en ellas ese misterioso peso que tienen las cosas que se han visto hechizadas por historias relatadas y vueltas a relatar una y otra vez. Mi vista ya no es tan buena como antes, por lo que tardé largo rato en leerlas, pero al fin conseguí descifrar hasta la última palabra, y cuando terminé con ellas supe que iba a comenzar a escribir este libro hoy mismo.

“Allí, tumbada en el suelo del estudio —decía Violet en la cuarta misiva—, me dediqué a observarte mientras me pintabas. Me fijé en tus brazos y en tus hombros y especialmente en tus manos trabajando en el lienzo. Hubiera querido que te volvieras hacia mí y te aproximaras y me frotases la piel igual que frotabas la pintura. Quería que me oprimieras la carne con el pulgar del mismo modo que hacías con el cuadro y pensé que si no me tocabas me volvería loca. Pero ni me volví loca ni tú me tocaste una sola vez. Ni siquiera me estrechaste la mano.”

La primera vez que vi el cuadro al que se refería Violet fue hace veinticinco años, en una galería del SoHo situada en Prince Street. Por entonces aún no conocía a ninguno de los dos. La mayor parte de los lienzos de aquella muestra colectiva eran insustanciales obras minimalistas que no me interesaron. El cuadro de Bill pendía en solitario de una de las paredes. Era un cuadro grande, de un metro ochenta de alto por dos y medio de ancho aproximadamente y mostraba a una joven tendida en el suelo de una habitación vacía. Aparecía reclinada sobre un codo y daba la impresión de estar contemplando algo situado fuera de uno de los bordes del lienzo, desde el que una luz brillante inundaba la estancia y le iluminaba el rostro y el pecho. Su mano derecha reposaba a la altura del pubis y al aproximarme advertí que sostenía en la mano un taxi diminuto, una versión en miniatura de los omnipresentes taxis amarillos que van y vienen por las calles de Nueva York.

Tardé algo así como un minuto en comprender que en realidad había tres personas en el cuadro. A mi derecha, en la parte más oscura de la tela, podía verse a otra mujer que abandonaba la imagen. Tan sólo podían distinguirse un tobillo y un pie, pero el mocasín que calzaba se hallaba representado con una minuciosidad extraordinaria y a partir de ese momento mi mirada ya no hizo más que retornar a él. La mujer invisible adquirió la misma importancia que la que dominaba el lienzo. En cuanto a la tercera persona, era tan sólo una sombra. Por un instante pensé que pudiera tratarse de la mía, pero finalmente reparé en que era el propio artista quien la había incorporado a la obra. Aquella hermosa mujer, vestida únicamente con una camiseta masculina de manga corta, estaba siendo observada por alguien situado fuera del cuadro, por un espectador que parecía encontrarse justamente donde yo estaba cuando me percaté de la oscuridad que se extendía sobre su vientre y sus piernas.

Leí la pequeña cartela mecanografiada que figuraba a la derecha del lienzo: Autorretrato, de William Wechsler. Al principio pensé que el artista estaba de broma, pero luego cambié de opinión. ¿Acaso aquel título que aparecía junto a un nombre masculino no querría sugerir la parte femenina 13 o un trío de identidades? Tal vez aquella sugerencia indirecta de dos mujeres y un espectador evocaba directamente al artista, o acaso el título no se refería al contenido del cuadro, sino a su forma. La mano que lo había pintado se hallaba oculta en ciertas partes del mismo a la vez que se adivinaba en otras. Se desvanecía en la ilusión fotográfica del rostro de la mujer, en la luz que provenía de la ventana invisible y en el hiperrealismo del mocasín. Los largos cabellos de la protagonista, sin embargo, se hallaban representados por un mazacote de pintura salpicado de enérgicos brochazos de rojo, verde y azul. En torno al zapato y al tobillo pude distinguir gruesas franjas de negro, gris y blanco que se dirían aplicadas con un cuchillo, y en aquellas densas pinceladas de pigmento reconocí las señales de un pulgar masculino. Parecían el resultado de un gesto súbito, incluso violento.

Tengo el cuadro en esta misma habitación, conmigo. Si vuelvo la cabeza puedo verlo, aunque igualmente alterado a causa de mi vista, cada vez más deficiente. Lo compré por dos mil quinientos dólares, más o menos una semana después de verlo. Cuando Erica lo contempló por primera vez se encontraba a poca distancia de donde yo estoy sentado ahora. Lo examinó pausadamente y dijo:

—Es como presenciar el sueño de otra persona, ¿no te parece?

Al volverme hacia el cuadro, impulsado por sus palabras, advertí que aquella mezcla de estilos y aquel enfoque variable me recordaban, en efecto, las distorsiones oníricas. La mujer tenía los labios entreabiertos y sus dos incisivos centrales eran levemente prominentes. El artista los había pintado de un blanco deslumbrante y un poco más largos de lo debido, como si fueran los de un animal. Entonces reparé en un cardenal situado debajo de la rodilla. Lo había visto antes, pero en ese instante aquella mancha amoratada de tono amarillo verdoso en uno de sus bordes pareció atrapar mi mirada, como si la pequeña mácula fuera el auténtico tema del cuadro. Me acerqué al lienzo, deposité un dedo sobre su superficie y recorrí la silueta de la contusión. El gesto me excitó, y me volví para mirar a Erica. Era un cálido día de septiembre y tenía los brazos desnudos. Me incliné sobre ella, besé sus hombros pecosos y a continuación le separé los cabellos de la nuca y deposité los labios sobre la suave piel que ocultaban. Arrodillándome frente a ella, le alcé la falda, deslicé los dedos a lo largo de sus muslos y la acaricié con la lengua. Sus rodillas se doblaron ligeramente. Se quitó las bragas, las arrojó sobre el sofá con una sonrisa y me empujó suavemente hacia atrás para tenderme en el suelo. Luego se encaramó a horcajadas sobre mí y al besarme su cabellera me acarició el rostro. Se enderezó, se despojó de la camiseta y se quitó el sujetador. Me encantaba esa perspectiva de su cuerpo. Le acaricié los pechos y mis dedos dibujaron un círculo en torno al lunar, redondo y perfecto, que adorna su seno izquierdo, pero ella volvió a inclinarse. Me besó en la frente y en los pómulos y en la barbilla, y comenzó a debatirse con la cremallera del pantalón.

En aquella época Erica y yo vivíamos en un estado de excitación sexual casi constante. Prácticamente cualquier cosa podía disparar una salvaje sesión de abrazos en la cama, en el suelo o, en cierta ocasión, en la mesa del comedor. Ya desde el instituto, mi vida había sido una sucesión de novias que iban y venían. Había tenido algunas aventuras fugaces y otras más duraderas, pero entre unas y otras siempre se habían producido tiempos muertos, dolorosos intervalos desprovistos de mujeres y de sexo. Erica decía que el sufrimiento había hecho de mí un mejor amante, que gracias a él había aprendido a dar importancia al cuerpo de las mujeres. No obstante, si aquella tarde hicimos el amor fue por el cuadro. A menudo me he preguntado desde cuándo podría haber comenzado a encontrar erótica la imagen de una lesión en el cuerpo de una mujer. Más tarde, Erica me dijo que en su opinión aquel mecanismo de respuesta había tenido algo que ver con el deseo de dejar una huella en el cuerpo de otra persona.

—La piel es frágil —dijo—. Nos cortamos y nos magullamos con facilidad. Y tampoco es que parezca que le han pegado una paliza, ni nada por el estilo. Es un diminuto cardenal, normal y corriente, pero el modo en que está pintado lo hace destacar. Es como si al artista le hubiese encantado hacerlo, como si hubiera querido representar una pequeña herida que pudiese durar para siempre.

Por aquel entonces Erica ya había cumplido los treinta y cuatro. Yo le sacaba once años, y llevábamos uno casados. Nos habíamos tropezado literalmente en la Biblioteca Butler de la Universidad de Columbia. Ocurrió un sábado del mes de octubre, ya avanzada la mañana, cuando los pasillos estaban casi vacíos. Yo oí sus pisadas y percibí su presencia tras las oscuras hileras de libros, iluminadas mediante un temporizador de luz que despedía un leve zumbido. Encontré el libro que estaba buscando y me encaminé hacia el ascensor. Salvo por el rumor del sistema de iluminación no podía oír nada. Doblé la esquina y tropecé con Erica, que se había sentado en el suelo junto al extremo de una estantería. Aunque logré conservar el equilibrio, mis gafas salieron volando. Ella las recogió, y mientras yo me inclinaba para aceptarlas hizo ademán de incorporarse y me golpeó en la barbilla con la cabeza. Cuando se volvió a mirarme estaba sonriendo:

—Unas cuantas más como ésas y de aquí podría surgir algo: una secuencia del Gordo y el Flaco, por ejemplo.

El motivo de mi caída era una hermosa mujer. Poseía una boca amplia y unos espesos cabellos oscuros recortados a la altura de la barbilla. La estrecha falda que llevaba puesta se había alzado con la colisión, y mientras se estiraba el borde de la prenda tuve ocasión de vislumbrar fugazmente sus muslos. Cuando se la hubo ajustado alzó la mirada hacia mí y sonrió de nuevo. Durante aquella segunda sonrisa, su labio inferior se estremeció casi imperceptiblemente, y yo interpreté aquel leve signo de nerviosismo o turbación como un indicio de que se hallaba abierta a una invitación. De no haberse producido estoy completamente seguro de que habría reiterado mis disculpas y me hubiese marchado, pero aquel temblor momentáneo y evanescente de sus labios me reveló la dulzura de su carácter y me permitió atisbar lo que creí reconocer como una sensualidad cuidadosamente reservada. Le pregunté si querría tomar un café conmigo. El café se convirtió en almuerzo y el almuerzo en cena y la mañana siguiente me sorprendió tendido junto a Erica Stein en la cama de mi antiguo apartamento de Riverside Drive. Ella aún dormía. La luz penetraba por la ventana e iluminaba su rostro y sus cabellos. Con sumo cuidado, deposité una mano sobre su cabeza y durante varios minutos la mantuve allí, inmóvil, mientras la contemplaba con la esperanza de que no se marchara.

Para entonces habíamos hablado ya durante horas. Resultó que Erica y yo proveníamos del mismo mundo. Sus padres eran judíos alemanes que habían abandonado Berlín en 1933, cuando aún eran adolescentes. Su padre se convirtió en un psicoanalista de prestigio y su madre fue preparadora vocal en la Academia Juilliard. Los dos habían fallecido. Murieron con una diferencia de pocos meses un año antes de conocer yo a Erica, el mismo año de 1973 en que murió también mi madre. Yo nací en Berlín y viví allí durante cinco años. Conservo de aquella ciudad unos recuerdos fragmentarios, y algunos de ellos tal vez sean falsos: imágenes e historias construidas a partir de lo que mi madre me había contado de mis primeros años de vida. Erica había nacido en el Upper West Side, el mismo barrio en el que también yo terminé viviendo después de pasarme tres años en un piso del Hampstead londinense. Fue Erica quien me animó a abandonar el West Side y mi confortable apartamento de Columbia. Antes de casarnos me dijo que quería «emigrar», y cuando yo le pregunté qué quería decir con eso, repuso que para ella ya había llegado el momento de vender el apartamento de sus padres en la calle Ochenta y dos Oeste y acostumbrarse al largo trayecto en metro hasta el centro.

—Tengo que mudarme —dijo—; aquí arriba huele a muerte, a antisépticos, a hospitales y a tarta Sacher rancia.

De modo que Erica y yo dejamos atrás los paisajes familiares de nuestra niñez y buscamos nuevos territorios entre los artistas y los bohemios que vivían más al sur. Recurrimos al dinero que habíamos heredado de nuestros padres y nos trasladamos a un loft de Greene Street, entre Canal y Grand.

Aquel nuevo vecindario de calles vacías, edificios bajos e inquilinos jóvenes me liberó de ataduras que nunca había considerado como tales. Mi padre había muerto en 1947, cuando tan sólo tenía cuarenta y tres años, aunque mi madre seguía viva. No tuvieron más hijos, y, tras la muerte de mi padre, mi madre y yo compartimos su fantasma. Ella fue sucumbiendo a la edad y a la artritis, pero él continuó siendo un hombre joven, brillante y prometedor: un médico que podría haber logrado cualquier cosa que se propusiera. “Cualquier cosa” que, para mi madre, se convirtió en “todo”. Durante veintiséis años vivió en el mismo apartamento de la calle Ochenta y cuatro, entre Broadway y Riverside, acompañada únicamente del porvenir inexistente de mi padre. De vez en cuando, durante las etapas iniciales de mi carrera académica, algún que otro alumno se dirigía a mí llamándome “Doctor Hertzberg”en lugar de “Profesor” y en aquellas ocasiones yo me acordaba inevitablemente de mi padre. El hecho de vivir en el SoHo ni borró mi pasado ni me indujo al olvido, pero cuando doblaba una esquina o cruzaba una calle nunca encontraba ningún recordatorio de mi niñez y juventud expatriadas. Tanto Erica como yo éramos hijos de exiliados procedentes de un mundo que ya no existía. Nuestros padres eran judíos de clase media que se habían adaptado a Alemania, y para ellos el judaísmo no era otra cosa que la religión que antaño practicaron sus bisabuelos. Hasta el año 1933 se habían considerado “judíos alemanes”, una denominación que hoy ya no existe en ningún idioma.

Cuando nos conocimos, Erica trabajaba como profesora adjunta de Lengua Inglesa en la Universidad de Rutgers y yo llevaba ya doce años enseñando en el Departamento de Historia del Arte de Columbia. Yo me había graduado en Harvard y ella en Columbia, lo que explicaba por qué aquel sábado la había descubierto deambulando entre las estanterías provista de un carné de antigua alumna. Yo ya me había enamorado en otras ocasiones, pero casi siempre había terminado por desembocar en un periodo de fatiga y aburrimiento. Erica nunca me aburría. A veces me irritaba y me exasperaba, pero jamás me aburría. Su comentario acerca del autorretrato de Bill era típico de ella: simple, directo y perspicaz. Aunque eso es algo que nunca admití ante Erica.

Había pasado frente al número 89 de Bowery en numerosas ocasiones sin detenerme jamás a mirarlo. El destartalado edificio de ladrillo de cuatro plantas ubicado entre Hester y Canal nunca había sido más que la humilde sede de un negocio de mayoristas, pero el día en que acudí a visitar a William Wechsler sus días de modesta respetabilidad se remontaban a un pasado ya lejano. Las ventanas de lo que en otro tiempo fuera un almacén habían sido cegadas con tablones y la pesada puerta de metal que daba a la calle aparecía desquiciada y abollada, como si alguien la hubiera golpeado con una maza. Un hombre barbudo que aferraba una botella envuelta en una bolsa de papel de estraza yacía tendido en el solitario escalón de acceso. Cuando le pedí que se apartara me obsequió con un gruñido y, medio rodando, medio deslizándose, abandonó el lugar.

A menudo mi primera impresión de las personas acaba viéndose enturbiada por lo que posteriormente llego a saber de ellas, pero en el caso de Bill existe al menos un aspecto de aquellos primeros segundos que ha perdurado a lo largo de toda nuestra amistad. Bill poseía encanto, esa misteriosa cualidad de atracción que seduce a los extraños. Al abrirme la puerta su aspecto era casi tan desaliñado como el sujeto que poco antes viera en su portal. Hacía dos días que no se afeitaba. Su densa cabellera negra aparecía enmarañada y de punta tanto en la coronilla como a ambos lados de la cabeza, y las prendas que vestía estaban cubiertas de suciedad y de pintura. Así y todo, cuando me miró me sentí atraído por él. Poseía una complexión sumamente oscura para tratarse de un blanco, y sus ojos de color verde pálido eran ligeramente rasgados, como los de los asiáticos. Aunque apenas me sacaría unos pocos centímetros, con su metro noventa de estatura se me antojó mucho más alto que yo. Posteriormente llegué a la conclusión de que aquel magnetismo cuasi mágico tenía algo que ver con sus ojos. Cuando me miraba lo hacía directamente y sin la menor turbación, pero al mismo tiempo me era posible percibir su retraimiento y su ausencia. Y si su curiosidad acerca de mi persona me pareció auténtica, también noté que no esperaba nada de mí. Bill desprendía un aire de independencia tan absoluto que resultaba irresistible.

—Lo escogí por la luz —me dijo al atravesar la puerta de su loft de la cuarta planta.

En la pared del fondo de aquella única estancia, tres alargados ventanales relucían bajo el sol del atardecer. La estructura del edificio se hallaba vencida, y como consecuencia su parte trasera aparecía considerablemente más baja que la frontal. El suelo se encontraba igualmente alabeado, y al dirigir la mirada hacia las ventanas pude advertir en el entarimado una sucesión de bultos similares a las olas superficiales que rizarían la superficie de un lago. El extremo más alejado de la vivienda, de aspecto austero, se hallaba amueblado por un taburete, una mesa construida con dos caballetes viejos y una puerta de madera, además de un equipo estéreo rodeado de cientos de discos y cintas que se alineaban en cajas de plástico utilizadas en otro tiempo para contener envases de leche. Había numerosas hileras de lienzos apoyados contra el muro y reinaba en el local un poderoso olor a moho, pintura y aguarrás.

Al fondo se amontonaban todas las necesidades de la vida diaria: una mesa arrimada a una vieja bañera de patas, una cama de matrimonio próxima a otra mesa, no lejos de un fregadero, y un fogón encastrado en la abertura de una enorme estantería atestada de libros, aunque aún había más volúmenes apilados en el suelo junto a ella y amontonados en una butaca en la que se diría que hacía años que nadie se sentaba. El caos reinante en la vivienda revelaba no sólo la pobreza de Bill, sino también su desprecio por los objetos de la vida doméstica. Con el tiempo sería más rico, pero su indiferencia ante lo material nunca cambió. Siempre conservó un peculiar desapego por los lugares en los que vivía y una absoluta ceguera frente a los detalles de su configuración.

Incluso aquel primer día alcancé a percibir su ascetismo, su atracción casi brutal por la pureza y su resistencia a cualquier forma de compromiso. La sensación emanaba tanto de lo que decía como de su presencia física. Era una persona tranquila y, a pesar de su tono de voz sosegado y de sus movimientos algo reprimidos, transmitía una fuerza de voluntad que parecía inundar la estancia. A diferencia de otras personalidades igualmente potentes, Bill no era escandaloso o arrogante ni poseía una especial capacidad de seducción. Aun así, cuando me detenía junto a él y contemplaba sus pinturas me sentía como un enano que acabara de conocer a un gigante, y esa sensación otorgaba a mis comentarios un carácter más agudo y reflexivo: estaba luchando por mi propio espacio.

Aquella tarde me enseñó seis cuadros. Tres de ellos ya estaban acabados. En los otros tres, recién empezados, algunos trazos apenas esbozados se mezclaban con grandes manchas de color. El mío pertenecía a aquella misma serie y compartía con los demás el motivo común de la joven de cabellos oscuros, pero el tamaño de la mujer fluctuaba entre uno y otro. En el primero aparecía obesa, como una montaña de carnes pálidas enfundadas en una camiseta y unos estrechos pantalones cortos de nailon: una representación tan descomunal de la glotonería y el abandono que parecía como si hubiera habido que aplastar su cuerpo para encajarlo en el interior del marco. En su rollizo puño sostenía un sonajero, y sobre su seno derecho y su enorme vientre se extendía una esbelta sombra masculina que luego se estrechaba hasta convertirse en una…

Siri Hustvedt nació en Minnesota en 1955. Licenciada en Filología inglesa por la Universidad de Columbia, es una aclamada autora de novelas y ensayos: Leer para ti (1982); Los ojos vendados (1992); Todo cuanto amé(2003), finalista al Premio Fémina Étranger; Una súplica para Eros (2005); Elegía para un americano (2008); La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2009); Ocho viajes con Simbad: palabra e imagen (2011); El verano sin hombres (2011); Vivir, pensar, mirar (2012), El mundo deslumbrante (2014) y La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres (2016). En 2012 recibió el Premio Internacional Gabarrón de Pensamiento y Humanidades.

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