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Óscar de la Borbolla

10/07/2017 - 12:00 am

Estoy harto de la muerte

Es cierto, cada quien su noche; cada quien tendrá su noche, y hoy lamento que la noche se haya tendido sobre José Luis Cuevas. Estoy aquí, arrinconado por tantas ausencias, comprendiendo hondamente un par de versos del poema que Sabines dedicó a la muerte de León Felipe: “y dije, para qué…/ es tan corriente morirse ahora”.

De entonces a la fecha casi todos se han ido. Mis héroes fueron los primeros en desertar: Heidegger murió en 1976, cuando yo estudiaba filosofía en la Facultad; luego, en el 80 murió Sartre a quien había leído profusamente. Foto: Especial.

Estoy harto de la muerte. Literalmente ha ido desmantelando mi mundo antes poblado. Primero fue mi abuela, me alegré. Yo era un niño vengativo que aún conservaba en el cuerpo los varazos de membrillo que hoy sólo perduran en mi memoria. Luego, un amigo que carecía de nombre; habíamos jugado a la pelota y sus sesos estaban esparcidos en el arroyo bajo las rueda de un camión. Y pasó mucho tiempo sin que la muerte volviera a asomarse, al menos en mi entorno. Sabía que estaba ahí; pero era una sombra siniestra, una presencia ausente que me hizo precavido.

De entonces a la fecha casi todos se han ido. Mis héroes fueron los primeros en desertar: Heidegger murió en 1976, cuando yo estudiaba filosofía en la Facultad; luego, en el 80 murió Sartre a quien había leído profusamente. En el 84, mientras estudiaba en Madrid, vi en un periódico mural en los pasillos de la Complutense el anuncio de la muerte de Cortazar: “Se está acabando el fósforo”, decía. Y en el 86, ya de regreso en México, murió Juan Rulfo, mi vecino de calle. Eran muertes de personas ilustres que tenían un profundo significado para mí; pero eran muertes lejanas. Esporádicas. Era lo que les pasaba a los otros por viejos y, en alguna medida, también por distantes.

Me fui armado una red de amigos, de compañeros, de conocidos: gente que me importaba y para la que yo también tenía algún peso. Un amplio círculo que abarcaba lo mismo escritores que filósofos, pintores o parroquianos de café, y se fueron yendo: el primero que se marchó sin despedirse fue el poeta Óscar García Rubio, “El Vampiro”, que les hacía odas a los chochos psiquiátricos, a los azules y a los amarillos, y que una vez se había acercado a mi mesa del café de Gandhi con mi libro Las vocales malditas para decirme que gracias a mi cuento de la O su médico le había reducido la dosis de fármacos embrutecedores; a partir de algún día de1988 no volví a verlo.

Y las cosas se mantuvieron así durante una larga temporada con una muerte aquí y otra allá; ocurrían con relativa frecuencia, pero cada una tenía su tiempo; podía sufrirlas, hacer mi duelo, descansar unos meses hasta la próxima. En ese contexto de muertes holgadas se desaparecieron, en 2004, mi amigo Mauricio Achar; en 2006, mi entrañable Rafael Ramírez Heredia, El Rayo Macoy, y en 2008 a quien debo, literalmente, tener manos: Alejandro Aura: yo cruzaba la calle -nevaba como sólo sucede en los crudos inviernos de Rod Island- cuando tropecé con él, que al ver mi vestimenta me prestó sus guantes. Le pregunté sorprendido: ¿y tú, qué haces aquí? A lo que respondió con su agudísima ironía: “Aquí, triunfando”.

Pero el asedio de la muerte a mi mundo afectivo sólo se volvió insidioso hasta 2013 con la muerte de mi hermana Ligia; se volvió insidioso, constante, sin tregua, despiadado. El funesto 2013 marcó en mi vida el comienzo de la peor de mis etapas. Desde entonces, mis amigos han caído por montón. La muerte se ha vuelto una moda, una costumbre esperable. El árbol del que pendían a quienes quiero solo mantiene a unos cuantos. Ya no está René Avilés Fabila ni Guillermo Samperio ni Raúl Renán, y hace unos días también se fue José Luis Cuevas,  cuya generosidad era equiparable a su magnífica obra. Él fue el único que me ayudó cuando me encontraba prisionero del anonimato: no sólo ilustró los cinco cuentos de mis Vocales malditas con unos espléndidos dibujos, sino que en la presentación del libro, retirándose de los reflectores, me dijo: “No, Óscar, cada quien su noche”.

Es cierto, cada quien su noche; cada quien tendrá su noche, y hoy lamento que la noche se haya tendido sobre José Luis Cuevas. Estoy aquí, arrinconado por tantas ausencias, comprendiendo hondamente un par de versos del poema que Sabines dedicó a la muerte de León Felipe: “y dije, para qué…/ es tan corriente morirse ahora”.

Twitter:

@oscardelaborbol

Óscar de la Borbolla
Escritor y filósofo, es originario de la Ciudad de México, aunque, como dijo el poeta Fargue: ha soñado tanto, ha soñado tanto que ya no es de aquí. Entre sus libros destacan: Las vocales malditas, Filosofía para inconformes, La libertad de ser distinto, El futuro no será de nadie, La rebeldía de pensar, Instrucciones para destruir la realidad, La vida de un muerto, Asalto al infierno, Nada es para tanto y Todo está permitido. Ha sido profesor de Ontología en la FES Acatlán por décadas y, eventualmente, se le puede ver en programas culturales de televisión en los que arma divertidas polémicas. Su frase emblemática es: "Los locos no somos lo morboso, solo somos lo no ortodoxo... Los locos somos otro cosmos."

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