Cuando nadie nos ve

10/05/2013 - 12:01 am

Cada persona tiene hábitos secretos, casi sagrados. Placeres gozosos que encuentran en actos tan banales o tan cotidianos como fregar los platos o preparar un baño. Rasurarse en el vapor. Tomar café con galletas después del almuerzo. Pelar naranjas. Hacerse la manicura de manera perfecta, quitándose casi hasta el más invisible de los pellejos.

Incluso hay rituales que se pueden ver desde distintas perspectivas. Existen personas que ya bajo cierto grado de confianza, les gusta ir al baño y sienten la imperiosa necesidad de dejar la puerta abierta para continuar la conversación con la hermana, el amigo o la novia.

Mi hermano, ya un adulto, sigue cenando lo mismo que supongo cenará toda su vida. Cereal con leche y galletas chokis en pedazos, más un licuado de plátano o fresa. Mi padre no dejará jamás sus galletas Emperador por ninguna crème brûlée de ningún afamado chef. Mi madre religiosamente maneja 40 minutos cada sábado hasta el mercado de las flores para llenar su casa de distintos aromas.

Otros coleccionan recibos, tickets de viajes, cuentas de gastos en archivos petrificados que nadie jamás revisará.

¿Y qué decir del futbol o cualquier deporte? Los amigos se juntan, con botanas, six pack de cerveza y se disponen todos alrededor de un partido que pareciera que la vida se les va en ello. Visten las playeras con el nombre de su jugador favorito.

Rituales que se convierten en liturgias, como acudir al estadio y contemplar a los aficionados de hueso colorado que tienen tatuado el animal de su equipo preferido, por todo lo largo o ancho de la espalda. No importa cuánto costó el boleto. El equipo de sus amores vale la quincena. O más.

Algunos de los rituales que me más me impresionan son los desayunos. Quizá usted no lo note, pero hay gente que realmente le invierte tiempo y esfuerzo al desayuno.

Levantarse, ponerse una bata, ir a la cocina y sacar la cafetera. Verter agua, colocar el filtro con café para taza americana, bien copeteado, pero sin exagerar, y después cerrar la cafetera para dejar que las llamas realicen el hechizo que hace que un ligero vapor y un chirrido especial nos indiquen que el agua se ha convertido en ese preciado líquido que llamamos café.

Pero no sólo eso. El café, a mi me gusta tomarlo en una taza bonita. No puedo tener tazas que no combinen. Manía tal vez, pero tengo mis tazas favoritas. Cuando quiero un corto, una tacita pequeña con dibujos de París me sirve. Cuando quiero un latte, utilizo mis tazas blancas largas. O si es un americano doble, utilizo las que me regaló mi tía Blanca. Casi siempre con un chorrito de leche y de vez en cuando, una cucharadita de azúcar.

Yo he intentado en vano, hacer ejercicio antes de desayunar. Dicen que así se empieza bien el día, pero para mí es irresistible el desayuno. Saber que empezaré por el café, y que después tendré que elegir entre dos opciones es casi fascinante. ¿Ir al gimnasio y perderme de esto? Casi no lo logro. Me hace recordar a mi abuelo. “¿Cuándo es la próxima comida?”, solía preguntar pícaramente después de tomar sus galletas Marbú doradas y café con leche en la cama a las seis de la mañana.

Yo desayuno dos panes de centeno gratinados con queso. Preferentemente uno de sabor fuerte. Un vaso de leche, a veces con gotas del café que sobró. Y listo.

Mi segunda opción es avena. Primero calentar la leche, a fuego lento, para que se forme una ligera capa de nata. Mientras tanto, las hojuelas son mezcladas con almendras fileteadas, arándanos, pasas, ciruelas y trozos de manzana. Después la leche se encargará de entibiar la mezcla, haciendo una deliciosa combinación de fruta fresca con esta masa pesada y energética.

Rutinas de belleza, pocas. Las cremas de noche que me unto con devoción, esperando que el paso del tiempo sea benevolente. A lo que le entro duro es a la ceja, mi arma letal: las pinzas. Delineo mis cejas desde que tengo 12 o 13 años. Por ahí mis amigas me llegaron a encargar sus propios diseños, hasta que le arruiné la ceja (digamos que la dejé con la ceja partida) a una de mis mejores amigas, ahora comadre, y di por terminado mis incipientes servicios profesionales.

¿Y qué decir del ancestral ritual de las mujeres de exprimir granos a los hombres? ¿No es muy curioso? No conozco a ninguna mujer que no experimente cierto grado de placer en sacar grasa de cuerpos ajenos con técnica y precisión. Y conozco a miles de hombres que se quejan de esto, pero que en nombre del amor, se dejan.

¿Qué seríamos sin nuestros rituales? ¿Cómo recordaríamos a nuestras abuelas si no fuera pelando toronjas con un cuchillo diminuto, sentadas en una silla blanca y repartiendo gajos a todos los chiquillos? ¿O a nuestros abuelos devorando periódicos y resolviendo ecuaciones por todas sus páginas de cuentas secretas que jamás sabremos a qué se refirieron?

¿Cómo me acordaré de mis padres? De ella, con una humeante taza de café y dos galletas de salvado. De él, disfrutando sus fresas con crema y leche condensada o azúcar, a pesar de que según él, le ha bajado a la costumbre.

Cuando pienso en mi otra abuela, recuerdo sus quesadillas con epazote, su salsa verde y la disposición de la pequeña mesa del desayuno. Su manía de comprarnos Garibaldis y su alegría de ver cómo nos los devorábamos.

Francisca, mi amiga chilena, describe a la perfección el ritual de sus abuelos. Ambos se levantan diariamente a las cinco de la mañana. Desde que Francisca tiene uso de razón se acuerda de dos bandejas, una sobre la otra montadas arriba del refrigerados. Las dos tienen un mantel, cada una con su cuchillo especial para untar, un pocito de mantequilla y otro de miel de abeja. Su abuelo se para de la cama, cruza el pasillo hasta la cocina y prepara el café, coge tostadas y lleva ambas bandejas a la cama. Ahí toman el desayuno y a veces, se vuelven a dormir, me cuenta. Me dice que esa es la única participación masculina en los quehaceres del hogar.

Y hoy, a siete mil kilómetros de su tierra natal, se enternece ante este pequeño rito. No estás muy lejos, le digo yo, haces lo mismo, sólo que tú a las diez de la mañana y encima se te hace tarde. Así me acordaré de Fran. Tomando café y dos tostadas con mantequilla y queso.

Y eso es lo que hace a los rituales características únicas de las personas. Aquellas pequeñas cosas, como diría Serrat, que nos hacen humanos, que nos hacen fascinantes o que nos distinguen. Que sólo en la intimidad se develan para descubrir peculiaridades increíbles.

@mariagpalacios

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