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Germán Petersen Cortés

10/03/2015 - 12:02 am

Chapulines

En la política mexicana, hay una clase de político particularmente criticado, sobre todo en tiempos electorales: el “chapulín”, ese que, elección tras elección, pasa de un puesto a otro, a veces sin completar su periodo, casi siempre dejando pendientes y en los peores casos hasta con escándalos de corrupción a cuestas. En la discusión pública, […]

En la política mexicana, hay una clase de político particularmente criticado, sobre todo en tiempos electorales: el “chapulín”, ese que, elección tras elección, pasa de un puesto a otro, a veces sin completar su periodo, casi siempre dejando pendientes y en los peores casos hasta con escándalos de corrupción a cuestas.

En la discusión pública, el “chapulineo” tiende a asociarse con la moral del político que lo practica. En democracia, el enfoque moral no es el adecuado para analizar este género de problemas, pues las posibles soluciones que se desprenden de dicho enfoque, no estriban en la transformación de las instituciones, sino en la renovación de las personas. Tal renovación es cuando menos cuestionable en un régimen democrático: ¿le corresponde al Estado meterse en la moral de sus gobernantes y ciudadanos?

El interés de seguir en política no es la causa auténtica de los problemas que generan ciertos “chapulines”. Los “chapulines” causan estragos no por su avidez de poder, sino por los absurdos del juego electoral y la incapacidad de las instituciones para sancionar a quienes quebrantan la ley, independientemente de si son chapulines o no.

Al diseñar instituciones, el supuesto más realista es que, en general, los políticos actúan en su propio beneficio. Tal supuesto tiene la enorme ventaja de que no limita al político que piensa antes en la comunidad que en sí mismo, pero sí impone restricciones a aquel que piensa antes en sí mismo que en la comunidad y, a partir de ello, actúa en menoscabo de esta.

Asumiendo que los políticos buscan favorecer, sobre todo, su propio interés, se sigue que usualmente aspiran a seguir en política y, por ende, tienden a saltar a una nueva posición cuando está por concluir aquella en la que se desempeñan. De ahí la centralidad de la reelección legislativa y de alcaldes: quienes deseen continuar en estas posiciones podrán ahora someterse a la evaluación de sus gobernados el día de la jornada electoral. Serán sus propios mandantes o representados quienes los premiarán o castigarán, en lugar de que lo hagan electores de otra demarcación –como hoy sucede.

Para potenciar los efectos de la reelección, es urgente desligarla de las cúpulas de los partidos. La reelección creada en la más reciente reforma política considera que quienes quieran ser reelegidos solo podrán hacerlo por el mismo partido que los postuló originalmente. Tal regla mantiene cierto control de las dirigencias partidistas sobre los candidatos –pues, al final, aquellas aprobarán o no la postulación de estos–, que se rompería con una reelección sin ataduras a un partido determinado.

Ahora bien, que sea posible la reelección no garantiza que, efectivamente, se utilice el voto como premio o castigo. La semana pasada, Denise Maerker criticaba la responsabilidad de algunos votantes en la llegada de ciertos desafortunados perfiles al poder. En particular, analizaba el caso del infame alcalde de San Blas, Nayarit, apodado “Layín”, quien fue electo para un segundo mandato no consecutivo después de que confesó que en el primero había robado dinero público, “poquito porque está bien pobre” el municipio.

¿Qué incentivo tiene para desempeñarse adecuadamente en su segundo trienio alguien a quien sus gobernados reeligieron después de una confesión así? Ninguno. De hecho, quizá cansado de quedarse en lo deplorable, “Layín” pasó a lo despreciable: hace unos días, en un mitin, le levantó el vestido a una joven con la que bailaba, dejándola con la ropa interior exhibida ante la multitud. La conclusión de todo ello es que, en principio, una regla como la reelección induce a que mejore el desempeño de los posibles “chapulines”, pero si y solo si los electores dejan de premiar a truhanes como “Layín”.

Hay también quien critica a los políticos que van de un puesto a otro porque algunos “chapulines” son consabidos corruptos. Esto es mezclar dos cuestiones distintas. El problema de los corruptos que “chapulinean” es su corrupción, no su “chapulinismo”. La solución es castigar administrativa o penalmente a los corruptos, sean o no “chapulines”, no castigar el interés de seguir en política.

Las decisiones individuales de los chapulines no son el problema central. Es más: cuando sea posible la reelección, en unos años, el “chapulinismo” podría mejorar la administración pública en México. Claro, siempre y cuando se desligue la reelección de las cúpulas partidistas, los votantes usen la reelección para premiar o castigar inteligentemente a sus gobernantes y las instituciones castiguen a los corruptos, sean “chapulines” o no. No debe perderse de vista el quid del asunto.

@GermanPetersenC

Germán Petersen Cortés
Licenciado en Ciencias Políticas y Gestión Pública por el ITESO y Maestro en Ciencia Política por El Colegio de México. En 2007 ganó el Certamen nacional juvenil de ensayo político, convocado por el Senado. Ha participado en proyectos de investigación en ITESO, CIESAS, El Colegio de Jalisco y El Colegio de México. Ha impartido conferencias en México, Colombia y Estados Unidos. Ensayos de su autoría han aparecido en Nexos, Replicante y Este País. Ha publicado artículos académicos en revistas de México, Argentina y España, además de haber escrito, solo o en coautoría, seis capítulos de libros y haber sido editor o coeditor de tres libros sobre calidad de vida.

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