Los caídos en La Campana

09/12/2015 - 12:02 am
El 19 de marzo de 2010 fueron asesinados dos estudiantes del Tec en la entrada del campus. Foto: Cuartoscuro
El 19 de marzo de 2010 fueron asesinados dos estudiantes del Tec en la entrada del campus. Foto: Cuartoscuro

Por ahí pasó la guerra. Esa guerra que no se sabe cuándo va a volver, pero se siente, por desgracia, aún se siente. Luego lo corroboran las pláticas, los datos: “Muchos de los que están detenidos ya van a terminar su condena”.

El cerro de La Campana se encuentra en el sur de Monterrey. Desde la 7ª Avenida, una de sus calles principales que serpentea desde las faldas y sube, cambiando de anchura y de pendiente, con el concreto ondulado para que no resbalen las llantas de los autos, angosta por tramos para un solo carril y en ocasiones con bahías que sirven para estacionamiento o depósito de basura, desde ahí, cuando la pendiente se reduce para dar vuelta a la loma y forma un balcón, se tiene una vista privilegiada de la ciudad.

Por eso fue un enclave importante durante la guerra.

Una fortaleza natural y ayudada por la sinuosidad de sus calles y los vericuetos de sus callejones. Un punto de vigía franco y protegido.

Cuando inició la guerra, uno de los grupos armados decidió tomar el control territorial del cerro. Y subieron con sus armas y su gente. Tomaron las casas que daban mejor visibilidad hacia el valle. Tomaron sus herramientas y rompieron a golpes el candado de la reja que protegía el altar del barrio, ahí, a un lado del basurero de la Séptima. Destruyeron los santos y las imágenes, las ofrendas. Y colocaron a su ídolo.

Luego proliferaría la muerte.

Se escucha el canto de los gallos, son las cuatro y media de la tarde y un hombre moja el rodillo en la palangana de la pintura y lo alza para pintar el muro exterior de su casa. “Ahora ya se ve eso”, me dicen, “la gente a comenzado a pintar sus casas, a resanarlas”. Y es cierto: se nota la procura por embellecer al barrio. No se distinguen, o casi no se distinguen, las paredes cacarizas propias de donde han ocurrido enfrentamientos armados: ahí donde golpeó la metralla, las esquirlas. Tampoco, mirando cerro arriba desde una azotea de la Séptima, se perciben a esos vigías a quienes dieron en llamar “halcones”.

¿O será que mi ojo ya no está educado para notarlos? No soy periodista, mucho menos un periodista bélico o un periodista de “conflicto”: si algo me parece haber aprendido en Medellín es que, por un lado, importa poco dar los nombres propios de los contendientes armados pues los bandos y las alianzas cambian y la lista de atrocidades se da por igual en unos y otros, es la guerra y terroríficamente así son las guerras y; por otro, que dar los nombres propios de los sobrevivientes, de la gente que abre su corazón para contar su historia, puede convertirse en una sentencia de muerte.

Así que tampoco pregunto y, si me cuentan, trato de olvidarlo de inmediato (también desarrollé una capacidad de olvido asombrosa en Medellín) para concentrarme en las historias humanas: en la muchacha que se enamoró de algún recluta y, durante un cambio de alianzas, los otrora amigos fueron y le cortaron la cabeza: la dejaron colgada ahí sobre la Séptima.

Escucho la música que llega desde alguna casa. Es una ranchera, pero mi corazón quiere que suene la guacharaca y la letra diga “bailando en La Campana con mi pana Celso Piña”. Porque sí: en La Campana viven los papás de Celso: al rato iré a su casa. Porque sí: hace casi veinte años cuando conocí estos barrios el vallenato regiomontano tronaba de esquina a esquina, los morros de las diferentes pandillas se reunían, trabajaban, hacían la vaca y entre todos compraban un acordeón y el resto de los instrumentos para que sonara la fiesta, para armar una lumbre, una fogata en la azotea de la casa de alguien y pistear tranqueques: puro cotorrreo, pues.

Pero ahora tampoco se miran los grupos de amigos en las esquinas. “Y es raro que haya música”, me dicen. Y es raro que hagan fogatas por las noches, también. La Esperanza (sí, así se llama este barrio de La Campana) quiere renacer. Eso se siente. Pero también se sienten los muertos, los duelos inacabados. Por el callejón que tomamos para ir a la casa de los papás de Celso hay un altar a los hijos caídos. Pasa un hombre de veinte años cargando a su hijo saludador: Buenas tardes, y el niño blande su manita de un lado al otro, contentísimo.

Terminando el callejón hay un mural que reza “La Campana”. Y dice “PAZ”. Y lo pintaron dos pandillas que antes eran rivales, me dicen. Pasan unos niños corriendo, jugando. Pasa otro hombre que vuelve del trabajo. Y platicamos, andamos.

De regreso vamos leyendo las bardas y pregunto: “¿Quiénes son los CMBS?” “No sé”, me responden las personas del Tec de Monterrey que me han llevado al barrio. “No son CMBS, son CMPS, son Los Campaneros”, dice bajando el hombre que unos momentos antes iba subiendo con su hijo saludador, “era la banda de unos señores que ya no están, los mataron a todos”.

–¿Y estos de al lado, los WOTAN?—pregunto.

–Ya tampoco están.

–¿Y tú a qué banda perteneces?—pregunta mi guía.

–No, yo ya no—se ríe—yo ya tengo que cuidar a mi hijo.

El 19 de marzo de 2010 fueron asesinados dos estudiantes del Tec en la entrada del campus. La conmoción de la comunidad universitaria llevó a sus directivos a considerar medidas extremas, como abandonar el campus mismo y reestablecerse en otro sitio. Pero al final triunfó una mejor idea: extender la acción del Instituto a los barrios aledaños con el fin de regenerar el tejido social. El proyecto se llama Distrito Tec y mis guías forman parte de éste.

“Es necesario ayudar a terminar los procesos de duelo, formar una comisión de reconciliación y verdad”, me dice uno de ellos cuando vamos llegando al altar del barrio, ahí, a un lado del basurero regenerado de la Séptima. “Cuando se fueron [los del grupo armado], cuando los echó la gente del barrio ayudada un poco por la fuerza pública, vinieron [dos de los muchachos que participaron en la guerra] y rompieron el candado de la reja”. Entonces sacaron al ídolo del grupo armado y le prendieron fuego sobre la calle, sobre el concreto ondulado.

Ahora el altar tiene a un Niño Dios y a un nacimiento con sus animales y, abajo, con un plumón de tinta indeleble, están escritos los nombres de quienes cayeron en la lucha.

No conté el número exacto pero sí: parece que fueron más de 43.

En un solo barrio. En un barrio al que pueden volver los que están por cumplir su condena.

Luis Felipe Lomelí
(Etzatlán, 1975). Estudió Física y ecología pero se decantó por la todología no especializada: un poco de tianguero por acá y otro de doctor en filosofía de la ciencia. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte y sus últimos libros publicados son El alivio de los ahogados (Cuadrivio, 2013) e Indio borrado (Tusquets, 2014). Se le considera el autor del cuento más corto en español: El emigrante —¿Olvida usted algo? —Ojalá.
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