El Nazi del Gym

09/11/2012 - 12:02 am

Llantita por aquí, pantalón bien apretado, prendas negras para disimular los kilitos que vienen ahora después del puente Guadalupe-Reyes. Una ruptura amorosa, la pérdida de trabajo, los kilos post-embarazo, en fin, cualquiera que sea la razón por la que decidamos por fin leer el folleto donde prometen 2 x 1 en la inscripción y membresía gratis en el gimnasio de su preferencia, la bienvenida puede empezar bastante mal.

De por sí decidirse a movilizar el cuerpo es una decisión que lleva a) grandes dosis de voluntad, b) un auto reconocimiento de que no es posible que uno saque la lengua como perro para subir las escaleras para llegar al segundo piso,  y c) una inversión económica.

Hay gimnasios de todos los gustos y para todos los presupuestos.

Una vez que te decides, está la experiencia de recorrer las instalaciones, lo cual hace que te emociones, porque ves figuras atléticas y energéticas, sintiéndose bien, empapados en sudor, y te motivas. Dices: “en un mes yo estaré igual”. Una versión más joven de Madonna. Aunque lo más padre es ver los vestidores. En mi interior pensé: “perfecto, no tengo plancha en casa y el sauna no se ve tan mal, le daré una segunda oportunidad, ya que las pocas veces que lo experimenté, sentía que me ahogaba“.

La inscripción es el segundo paso. A mi me tomó más de lo que te lleva el trámite de renovación de IFE. Copias por aquí, copias por allá, sistemas arcaicos para pasar el voucher de la tarjeta, cuestionarios donde enlistan una serie de posibles enfermedades terribles y que, en mi condición hipocondríaca, tuve que buscar en Google para ver si no las había padecido, y otras tantas preguntas de índole personal: ¿fuma?, ¿ingiere alcohol?, ¿usted se embriaga?, ¿consume substancias de índole no especificado? Vamos, ni el interrogatorio para conseguir novio es tan fatigante.

Después del trámite, te dan una llave, clave electrónica o credencial y entonces ya eres miembro.

Acto seguido viene la infame cita de esfuerzo físico. Confías en tus genes hereditarios, aunque estos lleven en reposo bastantes años, y ahí vas. Lista para tu prueba médica con una simpática paramédico y con un instructor.

A la paramédico no supe explicarle mi síncope neurocardiogénico. Le llamé síndrome. O sea que ni yo lo tengo claro, pero en palabras del cardiólogo, es algo muy común, y que bien me podría pasar o jamás volver a pasar –son simples desmayos. Bien ahí con los médicos, un curso de asertividad y comunicación no les vendría mal. Sobra decir que la paramédico no supo tampoco en qué consistía el dichoso síncope.

Después de 20 minutos de la cita médica, pasé con el instructor. De acuerdo con algunos cálculos de la máquina, me programó una prueba de esfuerzo y me condujo a tres aparatos para revisar mi nivel de fuerza. INSUFICIENTE, clamaba la gráfica. Yo creo que honestamente no midieron bien, porque me pusieron a levantar unas pesas que ni siquiera podía mover. No es como que me falte tono muscular, pero bueno, ya podrían haber elegido una palabra menos grosera.

Después venía la prueba de resistencia. Aquí ya la hice, pensé. Vengo de una familia tipo “sport Billy”, con la suerte de que jamás me han operado las rodillas como a ellos. Quizá porque no las ejercito lo suficiente. Gajes del oficio. No nací para ser deportista de alto rendimiento, ¿y qué?

Me subo a la máquina. Me programan 15 minutos con subidas y bajadas invisibles, mientras 20 pantallas de televisión te distraen de tu objetivo; tienen los programas noticiosos del día, series y películas. Enfrente de mí hay árboles, pero no me puedo concentrar en ellos, ya que mi intención es que no me digan que soy insuficiente. Después de un esfuerzo que mermaría el resto del día mi capacidad de habla, salí SUFICIENTE. Y me sentí muy orgullosa de mi suficiencia en pruebas de resistencia, esto es lo mío, aunque no quise ver el resto de las curvas de las gráficas. En términos deportivos SUFICIENTE, me pareció aceptable.

Así que el amable instructor, con base en mi insuficiente y mi suficiencia, me dijo que me haría un programa para cumplir mis objetivos, los cuales no supe definirle bien (únicamente quiero poder caminar sin bofearme). Le especifiqué que odiaba las pesas y que la escaladora me parecía un suplicio.

Pues ahí voy con la primer clase de Pilates, que me dejó fuera de circulación y bastante humillada porque no pude hacer ni uno de los ejercicios que el instructor estilo nazi gritaba sin piedad. No pude de la risa y junto con mi compañera de piso, me rendí y decidí dar por terminada la experiencia. Me quedo con la caminadora. Aunque confieso que he estado a punto de caerme las primeras veces.

Todo esto suena muy bien en mi cabeza, pero honestamente, son las seis de la tarde, me estoy tomando una copa de vino tinto y no sé si mañana logre llegar a mi cita para descubrir qué mierda es el body pump.

Lo bueno es que es noviembre. Ahora sé que el ejercicio no entra en mis propósitos del 2013.

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